Todavía estaba reunido con otros dos investigadores cuando Cloete, el oficial de enlace con los medios, llamó y dijo que la prensa se había enterado de que Artemisa había cometido otro asesinato.
—¿Quién?
—Ya sabes, eso de la assegai.
—¿Artemisa?
—El Argus comenzó con esa mierda, Benny. Una diosa griega que iba por allí matando con una lanza o algo así. ¿Es verdad?
—Que una diosa griega anda por aquí…
—No, tío, que la Laurens que mató a golpes a una niña es la última víctima.
Los medios. Joder.
—Lo único que puedo decir ahora es que Laurens fue encontrada muerta delante de su casa esta mañana. Aún no han concluido la autopsia.
—Querrán algo más que eso.
—No tengo nada más.
—¿Me llamarás cuando tengas algo más?
—Lo haré —mintió. No tenía la menor intención de suministrar información a la prensa.
Faizal lo llamó poco antes de ir a la morgue para preguntarle si le podía llevar los muebles. Fue hasta el apartamento para abrir la puerta y luego fue a toda prisa a Salt River donde le esperaba Pagel.
Oyó la música al cerrar la puerta de la morgue estatal a su espalda y sonrió. Así sabía que el profesor Phil Pagel, el patólogo jefe, estaba trabajando. Porque Pagel sólo escuchaba a Beethoven en su equipo de alta fidelidad, que le había costado diez mil rands, con todo el volumen que fuera necesario.
—Ah, Nikita —dijo Pagel con un sincero placer cuando Griessel apareció en la puerta. Estaba sentado delante de un ordenador y tuvo que levantarse para bajar el volumen de la música—. ¿Cómo estás, Nikita?
Pagel le llamaba «Nikita» desde hacía doce años. La primera vez que había conocido a Griessel había comentado: «Estoy seguro de que éste es el aspecto que tenía Khruschev de joven». Griessel tuvo que hacer un esfuerzo para recordar quién era Khruschev. Siempre había sentido un inmenso respeto por las personas cultas y muy educadas, él, que sólo tenía los conocimientos del bachillerato y los exámenes de la policía. Una vez le había comentado a Pagel: «Maldita sea, profesor, desearía ser tan listo como usted». Pero Pagel lo había mirado y le había respondido: «Sospecho que tú eres el listo, Nikita, y además tienes la sabiduría de la calle».
A él le gustó. También el hecho de que Pagel, que aparecía a menudo en las páginas de sociedad, Amigos de la Ópera, Salvemos a la Orquesta Sinfónica, Campaña de Acción contra el Sida, le tratara como a un igual. Siempre lo había hecho. Pagel no parecía envejecer: alto, delgado, increíblemente apuesto, algunas personas decían que se parecía a una estrella de una serie de televisión que Griessel nunca había visto.
—Bien, gracias, profesor. ¿Y usted?
—De maravilla, querido amigo. Acabo de terminar con la desafortunada señorita Laurens.
—Profesor, me acaban de ofrecer todo el espectáculo: Davids, Pretorius, todos. Bushy y los demás dicen que usted cree que éste también es obra del tipo de la assegai.
—No pienso. Estoy razonablemente seguro. ¿Qué tienes diferente, Nikita? ¿Te has cortado el pelo? Ven, te lo mostraré. —Fue por el pasillo y abrió las puertas batientes de la sala de autopsias con un empujón de las palmas—. Ha pasado mucho tiempo desde que veíamos una assegai; ya no es un arma preferida. Hace veinte años era más común.
Se olía en la sala el olor de la muerte, el formaldehido y el ambientador barato, y el aire acondicionado estaba puesto muy bajo. Pagel abrió la cremallera de la bolsa de plástico negra. Laurens estaba ahí dentro, desnuda, como una crisálida. Tenía una única herida en la mitad del torso, entre los dos pequeños pechos.
—Lo que no estaba presente en Davids —dijo Pagel mientras se ponía un par de guantes de goma—, es la herida de salida. La herida de entrada era ancha, de unos seis centímetros, pero no había nada detrás. Mi conclusión era que se trataba de una hoja muy ancha, o de dos puñaladas con un único puñal más delgado; sin embargo, era improbable. Pero no pensé en una assegai. Con Pretorius teníamos una herida de salida, de un ancho de veintisiete milímetros, y la herida de entrada de sesenta y dos milímetros. Allí encajaron las piezas.
Puso el cadáver de lado.
—Mira aquí, Nikita. La herida de salida justo detrás, al lado de la columna vertebral. Tuve que cortar la herida de entrada para el análisis químico, así que ya no la puedes ver, pero incluso era más ancha: sesenta y siete milímetros, sesenta y siete milímetros coma cinco.
Volvió a colocar el cadáver boca arriba con mucho cuidado, y lo tapó de nuevo.
—Nos dice un par de cosas que encontrarás interesantes, Nikita. La hoja es larga; calculo unos sesenta centímetros. Vemos un gran número de heridas de puñalada hechas con cuchillos de carnicero, ya sabes, de esos que compras en el Pick & Pay, una hoja de unos veinticinco centímetros. Esas heridas sólo muestran con claridad un borde cortante y algunas veces una herida de salida, pero nunca de más de un centímetro. Las heridas de entrada por lo general tienen tres, de cuando en cuando cuatro centímetros. Aquí tenemos dos bordes cortantes, muy parecido a una bayoneta pero más ancha y delgada. Considerablemente ancha. Una bayoneta también hace más daño interno; está diseñada para eso, ¿lo sabías? Así que tenemos una hoja de sesenta centímetros de largo, una punta estrecha que se va ensanchando hacia la parte de atrás, donde tiene apenas menos de siete centímetros. ¿Me sigues, Nikita?
—Le sigo, profesor.
—Es la clásica assegai. Ninguna otra cosa se aproxima a esta definición. Ni siquiera una herida de espada. Las heridas de espada son mucho más raras, creo haber visto dos en toda mi vida. Las espadas dejan una herida de salida mucho más ancha y el ancho de la herida es mucho más uniforme. Pero no es la única diferencia. Los resultados de los análisis químicos ofrecieron varias sorpresas. Cantidades microscópicas de ceniza, grasa animal y algunos compuestos, que al principio no pudimos identificar, y hubo que buscarlos en las tablas. Resultó ser Cobra. Ya sabes, la cera que la gente utiliza para encerar el suelo. Las grasas animales eran de origen bovino. Eso no lo encuentras en las espadas. Comencé a buscar, Nikita, porque hace mucho tiempo que, al no ver una assegai, lo olvidas. Vayamos a mi despacho, las notas están allí. Tienes algo diferente. Espera, deja que lo adivine… —Pagel fue a su despacho.
Griessel se miró la ropa. Todo estaba como siempre, no veía nada distinto.
—Siéntate, muchacho, y déjame que ponga en orden mi historia. —Cogió un expediente de un estante y lo hojeó.
»La ceniza. La utilizan los herreros para pulir la hoja. Supongo que hay herreros de assegai que son los únicos que las fabrican. Un método antiguo, se utilizaba en los viejos tiempos para pulir la plata del Cabo, algunas veces puede verse alguna pieza en las tiendas de anticuarios, el desgaste es característico. Esto nos dice que la assegai fue hecha por el método tradicional. Pero ya volveremos a eso.
Lo mismo se aplica para el sebo de vaca y la cera Cobra. Estos productos no son para la hoja sino para el mango. Los zulúes lo usan para tratar la madera, para que quede suave y brillante. Conservan la madera y evitan que se doble.
»Todo muy bien, dirás, pero no te ayuda a pillar al tipo; ¿con cera Cobra? Hice algunas llamadas, Nikita, tengo algunos amigos que se ocupan de estas cosas. En la actualidad hay tres modelos de assegai en el mercado. Las que podemos descartar son las que venden en el mercado en Greenmarket Square. Vienen del norte, algunas desde tan lejos como Malawi y Zambia; una fabricación barata, de hojas cortas y delgadas, mangos de metal y un montón de trabajo barroco con alambre africano. Las hacen para los turistas y son réplicas de assegais rituales de varias culturas africanas.
»El segundo tipo es la llamada lanza o assegai histórica o antigua; ya sea la corta para apuñalar o la lanza larga que se arroja. Ambas tienen hojas que cuadran con el perfil de nuestra herida, pero hay una diferencia importante: la hoja de la assegai antigua es negra debido a la sangre de toro, oveja o cabra, porque los zulúes la utilizan para sacrificar a los animales, para matarlos. El residuo de ceniza también es visible en el microscopio en grandes cantidades. ¿Sabías, Nikita, que venden las viejas assegai por cinco o seis mil cada una? Hasta diez mil, si hay una garantía de antigüedad.
»Pero ninguna de tus víctimas tenía rastros de sangre animal, y significa que tu assegai es muy antigua, pero limpiada con mucho esmero, o bien pertenece a la tercera clase: con la misma forma y manufactura que las antiguas, pero hecha en la actualidad. El óxido nos dice que sucede esto último. Les pedí que buscasen en el espectrómetro residuos de óxido en la herida y no había casi nada. No había óxido, ninguna antigüedad. Tu assegai ha sido hecha en los últimos tres o cuatro años, lo más probable, en los últimos dieciocho meses.
»Oh, y una cosa más: sospecho que la assegai no se limpia a fondo después de cada asesinato. Hemos encontrado rastros de sangre y del ADN de las dos primeras víctimas en la herida de Laurens. Eso significa que se trata de la misma arma y, lo más probable, del mismo asesino.
Adiós a su teoría de que Bothma estaba involucrada en el asesinato de Laurens. Le hizo un gesto de asentimiento a Pagel.
—El caso es, Nikita, que no hay mucha gente que siga fabricando assegais tradicionales. La demanda es pequeña. El oficio se conserva sobre todo en las áreas rurales de KwaZulu donde aún se respetan las tradiciones y todavía matan a los bueyes a la vieja usanza. Donde todavía usan sebo de vaca para los mangos y compran Cobra para encerar sus stoeps. Tampoco creo que se trate de la lanza larga. El ángulo de entrada de la herida no es lo bastante alto. Creo que es una assegai corta, hecha por un herrero en algún lugar de la llanura Makathini, el año pasado. Como es natural, la pregunta es: ¿Cómo demonios llegó desde allí hasta aquí, a manos de un hombre que se la tiene jurada a las personas que hacen daño a los niños? Una extraña elección del arma.
—¿Un hombre, profesor?
—Eso creo. Por la profundidad de la herida. Clavar una assegai a través del esternón no es difícil, pero hacer que atraviese el cuerpo, rompa una costilla en el camino, y salga cuatro o cinco centímetros por la espalda, requiere mucha fuerza, Nikita. O mucha furia o adrenalina, pero si es una mujer, es una amazona.
—Es una elección de arma muy correcta, profesor. Silenciosa. Eficiente. No puedes rastrearla como un arma de fuego.
—Pero desde luego la assegai no es pequeña, Nikita. Un metro y medio, quizá más.
Griessel asintió.
—La pregunta es: ¿por qué una assegai? ¿Por qué no un cuchillo de caza grande o una bayoneta? Si quieres apuñalar a alguien tienes mucho donde elegir.
—A menos que quieras hacer una declaración.
—Eso es lo que pienso yo, ¿pero qué coño de declaración? ¿Qué está diciendo? ¿Soy un zulú y amo a los niños?
—Quizá desee que la policía crea que es un zulú, mientras que en realidad no es más que un bóer de Brackenfell.
—O quieres atraer la atención a tu causa.
—No puedes negar, Nikita, que es una buena causa. Mi primer impulso es dejar que siga con lo suyo.
—No joda, profesor, no puedo estar de acuerdo.
—Vamos, debes admitir que su causa tiene mérito.
—¿Mérito, profesor? ¿Dónde está el mérito?
—Por mucho que crea en el sistema judicial, no es perfecto, Nikita. Él llena un hueco interesante. O unos huecos. ¿No crees que unas cuantas personas ahora se lo pensarán dos veces antes de hacer daño a sus hijos?
—Profesor, los pedófilos son la mierda de la mierda. Cada vez que he arrestado a uno he sentido el deseo de matarlo con algún instrumento contundente. Pero ése no es el caso. El caso es, ¿dónde trazas la línea? ¿Matas a todos los que no se pueden rehabilitar? ¿Psicópatas? ¿Drogadictos que roban móviles? ¿Al dueño de un Seven-Eleven que coge su Magnum 44 porque un cleptómano maníaco depresivo le roba una lata de sardinas? ¿Su causa también tiene mérito? Mierda, profesor, ni siquiera los psiquiatras se ponen de acuerdo en quién puede ser rehabilitado y quién no; cada uno cita una historia diferente en el juicio. ¿Ahora queremos que un tipo con una assegai haga de justiciero? Y todo este asunto de la pena de muerte… De pronto todo el mundo quiere que la reinstauren. Entre usted y yo, yo no estoy por definición en contra de la pena de muerte. He detenido a hijos de puta que se merecían más que eso. Pero hay una cosa que no puedo discutir, nunca fue algo disuasorio. Asesinaban tanto como ahora, cuando los colgaban o los freían en la silla. Por lo tanto, no le veo mérito alguno.
—Poderoso argumento.
—El caos, profesor. Si dejamos que cualquiera se tome la justicia por su mano. Es el primer paso al caos.
—Estás sobrio, Benny.
—¿Profesor?
—Eso es lo que hay de diferente en ti. Estás sobrio. ¿Desde cuándo?
—Unos días, profesor.
—Dios santo, Nikita, es como una voz del pasado.