Griessel nunca se sentía cómodo con los jefes, sobre todo porque él era capaz de beber más que cualquiera de ellos, solos o en grupo. O de trabajar más que ellos. Como detective, mantenía un promedio de resolución de casos mucho más alto que cualquiera de ellos, borracho o no. Pero esa noche no estaba tranquilo. Estaban de pie en la pequeña sala de espera delante de la Unidad de Cuidados Intensivos del City Park Hospital, aunque había sillas disponibles: los superintendentes superiores Esau Mtimkulu y Matt Joubert, el primero y el segundo al mando de la Unidad de Crímenes Graves y Violentos, el comisionado John Afrika, jefe provincial de Investigación, y Griessel. Cupido y Keyter estaban sentados donde no se les pudiera oír. Tenían el oído atento pero no podían oír nada. Cuando un poli estaba en Cuidados Intensivos, los jefazos hablaban en susurros.
—Dame el número del hombre de Woolworths, Matt —dijo el comisionado Afrika, un veterano de color que había ascendido desde el rango más bajo en Khayelitsha, los Fíats y las viejas unidades de crímenes y robos—. He oído que van a recurrir al ministro, pero al diablo con ellos. Yo trataré con él. Es el menor de nuestros problemas…
«Aquí llega», pensó Griessel. «Nunca tendrías que haberle pegado al cabrón». Lo sabía; nunca se había comportado de esa manera. Si iban a desestimar el caso porque él había perdido el control, si un maldito asesino en serie iba a salir libre porque Benny Griessel estaba furioso con el mundo entero…
—Benny —preguntó el comisionado Afrika—, ¿dices que fue cuando le tumbaste que se produjo todas aquellas heridas en el rostro?
—Sí, comisionado. —Miró al hombre a los ojos y todos supieron, los cuatro del círculo, qué estaba pasando—. Había un maniquí colocado en el lugar erróneo. El rostro de Reyneke golpeó contra la cabeza del maniquí. Allí fue donde se hizo los cortes.
—Tuvo que haberse golpeado muy fuerte —señaló el superintendente Mtimkulu.
—Cuando lo derribé, le sujeté los brazos junto al cuerpo porque tenía un arma. Así que no pudo protegerse el rostro con las manos. Por eso se golpeó tan fuerte.
—¿Fue entonces cuando confesó?
—Estaba allí sangrando, y entonces gritó: «No puedo evitarlo, no puedo evitarlo», pero con Cliffy herido mi atención estaba… es-teee… dividida. Más tarde, durante el interrogatorio, le pregunté qué había querido decir. Qué era aquello que no podía evitar.
—¿Qué dijo entonces?
—Al principio, no quería decir nada. Así que… le pedí a Cupido y Keyter que se marchasen, para poder hablar con él a solas.
—¿Entonces confesó?
—Confesó, comisionado.
—¿Se sostendrá en el juicio?
—Toda la secuencia de la sala de interrogatorio está grabada en vídeo, comisionado. Pedí estar a solas con el sospechoso y, una vez que se hubieron marchado, únicamente lo miré. Durante mucho tiempo. Después dije: «Sé que no lo puede evitar. Lo comprendo». Entonces comenzó a hablar.
—Una confesión completa.
—Sí, superintendente. Del asesinato de las tres mujeres. Detalles que no aparecieron en los periódicos. Lo tenemos, no me importa a quién se busque como abogado. También tiene una condena anterior. Violación. Hace cuatro años en Montague.
—¿El único testigo del incidente del maniquí es Cliffy Mketsu?
—Así es, Matt.
Los cuatro miraron a las puertas que ciaban a la Unidad de Cuidados Intensivos.
—Vale —dijo el jefe de Investigación—. Buen trabajo, Benny. De verdad, muy buen trabajo…
Se abrieron las puertas. Un doctor se acercó a ellos; un hombre tan joven que tenía aspecto de seguir todavía en la universidad. Había manchas de sangre en su mono verde.
—Se pondrá bien —comunicó el doctor.
—¿Está seguro? —preguntó Griessel.
El médico asintió.
—Ha tenido mucha, mucha suerte. La bala casi no tocó nada, pero causó una grave herida en la zona S4 del pulmón izquierdo. Es la punta del lóbulo superior del segmento anterior. Existe la posibilidad de que tengamos que quitarla, sólo un pequeño trozo, pero lo decidiremos una vez esté estable.
«Nosotros», pensó Griessel. «¿Por qué siempre hablan de nosotros, como si perteneciesen a alguna organización secreta?».
—Es una buena noticia —manifestó el comisionado sin convicción.
—Oh, y tenemos un mensaje para un tal Benny.
—Soy yo.
—Dice que el tipo se dio de morros contra la caja registradora. Los cuatro miraron al doctor con gran interés.
—¿La caja registradora? —preguntó Griessel.
—Sí.
—Hágame un favor, Doc. Dígale que fue el maniquí.
—El maniquí.
—Sí. Dígale que el hombre cayó contra el maniquí y el maniquí cayó sobre la caja registradora.
—Se lo diré.
—Gracias, Doc —dijo Griessel.
Miró al comisionado, que asintió y se marchó.
Compró una hamburguesa Zinger y una lata de Fanta Naranja en el KFC y se los llevó a casa. Se sentó en el suelo de su sala de estar y comió sin placer. Era la fatiga, los efectos secundarios de la adrenalina. También las cosas que anidaban en el fondo de su mente y en las que no quería pensar. Así que se centró en la comida. La hamburguesa no satisfizo su hambre. Tendría que haber pedido patatas chip, pero no le gustaban las patatas del KFC. Los chicos las comían con placer. Los chicos incluso se comían con mucho gusto las patatas de McDonald’s que parecían cartón, pero él no podía. Sí, las patatas chip de Steers. Las patatas chip de Steers, gruesas y sazonadas con salsa barbacoa. También las hamburguesas de Steers eran mucho mejores. Una comida decente. Pero no sabía dónde estaba el Steers más cercano y tampoco estaba seguro de si aún estaban abiertos a esas horas. Se había acabado la Zinger y tenía salsa en los dedos.
Quería tirar la bolsa de plástico y la caja de cartón vacía al cubo de basura, pero recordó que no tenía cubo de basura. Suspiró. Tendría que darse una ducha; aún llevaba encima sangre de Reyneke y Cliffy.
«Tienes seis meses, Benny; ése es el plazo que te damos. Seis meses para escoger entre nosotros o la bebida». ¿Comprar muebles para seis meses? No podía comer en el suelo durante seis putos meses. O volver a casa, a un lugar desierto. Sin duda tenía derecho a una silla o dos. Un televisor pequeño. Pero primero tenía que quitarse esa ropa, ducharse y luego podría sentarse en la cama y preparar una lista para el día siguiente. Sábado. Tenía libre el fin de semana.
Aterrador. Dos días enteros. Libres. Quizá debería ir al despacho y poner el papeleo al día.
Se lavó las manos en el grifo de la cocina, metió la caja, la lata y la servilleta de papel en la bolsa de plástico roja y blanca, y lo dejó en un rincón. Subió las escaleras al tiempo que se desabrochaba la camisa. Gracias a Dios ya no tenían que vestir americana y corbata. Cuando comenzó en Asesinato y Robo tenían que llevar traje. ¿Dónde estaría Anna esta noche?
La cortina de plástico de la ducha estaba rota por una esquina y el agua goteaba en el suelo. Tenía dibujos de peces desteñidos. También tendría que comprar una alfombrilla de baño. Una cortina de baño nueva. Se lavó el pelo y se enjabonó el cuerpo. Se enjuagó con el delicioso y fuerte chorro de agua caliente.
Cuando cerró los grifos oyó que sonaba el móvil. Cogió la toalla, se secó deprisa la cabeza, dio tres pasos hasta la cama y lo cogió.
—Griessel.
—¿Estás sobrio, Benny? Anna.
—Sí. —Quería protestar por la pregunta, quería mostrarse furioso, pero sabía que no tenía derecho.
—¿Quieres ver a los chicos?
—Sí, me gustaría…
—Puedes pasar a recogerlos el domingo. Todo el día.
—Vale, gracias. ¿Qué tal tú? ¿También puedo…?
—Por ahora vamos a limitarnos a los chicos. ¿A las diez? ¿De diez a seis?
—Perfecto.
—Adiós, Benny.
—¡Anna!
Ella no habló, pero tampoco cortó.
—¿Dónde estuviste anoche?
—¿Dónde estabas tú, Benny?
—Estaba trabajando. Atrapé a un asesino en serie. Cliffy Mketsu recibió un disparo en el pulmón. Era allí donde estaba. —Estaba en un terreno moral alto, en un pequeño montículo, en un hormiguero, pero era mejor que nada—. ¿Dónde estabas tú?
—Fuera.
—¿Fuera?
—Benny, estuve en casa durante cinco años mientras tú estabas borracho o andabas por ahí. Borracho o fuera de casa. ¿No crees que merezco salir un viernes por la noche? ¿No crees que me merezco ir al cine, por primera vez en cinco años?
—Sí, te lo mereces.
—Adiós, Benny.
«¿Vas al cine sola?». Eso era lo que había querido preguntar, pero los entornos morales habían cambiado demasiado rápido y oyó cómo se cortaba la comunicación. Arrojó la toalla al suelo y cogió un pantalón negro del armario para vestirse. Cogió papel y pluma del maletín y se sentó en la cama. Miró la toalla en el suelo. Mañana por la mañana continuaría allí y estaría húmeda y maloliente. Se levantó y colgó la toalla en el riel de la cortina de baño, volvió a la cama y acomodó la almohada para apoyarse. Comenzó la lista.
La colada.
Había una lavandería en el Gardens Centre. Lo primero que tenía que hacer por la mañana. Cubo de basura. Plancha.
Tabla de planchar. ¿Nevera?
¿Podría apañarse sin una nevera? ¿Qué guardaría en ella? Leche no, tomaba el café solo. El domingo los chicos estarían aquí y a Carla le encantaba el café con leche; siempre tenía una taza en la mano cuando hacía los deberes. ¿Se conformaría con leche en polvo? La nevera podría ser necesaria, ya lo vería.
¿Nevera?
Cortina de baño.
Alfombrilla de baño.
Sillas/sofá. Para la sala de estar.
Taburetes. Para el mostrador del desayuno.
¿Cómo demonios iba a poder pagar dos casas con el sueldo de poli? ¿Había pensado, Anna, en eso? Pero él ya podía oír la respuesta: «Siempre has podido pagarte la bebida con el sueldo de policía, Benny. Siempre había dinero para la bebida».
Tenía que comprar otra taza para la visita de los niños. Más platos, cuchillos, tenedores y cucharas. Productos de limpieza para los platos, el polvo, el baño y la cocina.
Trazó más columnas en la página, anotó todos los artículos, pero no podía mantener a raya las demás ideas de su cabeza.
Hoy había hecho un descubrimiento. Tendría que decírselo a Barkhuizen. Aquello de tenerle miedo a la muerte no era del todo cierto. Hoy, cuando cargó contra Reyneke en el último piso del Woolworths, con la pistola que le apuntaba y el disparo, la bala que había herido a Cliffy Mketsu porque Reyneke era incapaz de darle a un elefante…
Entonces descubrió que no tenía miedo a morir. Entonces supo que quería morirse.
Se despertó temprano, poco antes de las cinco. Pensó en Anna. ¿Había ido sola al cine? No quería tener esos pensamientos. No tan temprano, hoy no. Se levantó, se vistió sólo con el pantalón, la camisa y zapatillas, y salió sin asearse.
Escogió una dirección; trescientos metros calle arriba vio la mañana, sintió la languidez de principios de verano, oyó el canto de los pájaros y el increíble silencio que reinaba en la ciudad. Los colores, las texturas y la luz de cristal.
Table Mountain se inclinaba hacia él, la cumbre a medio camino entre el naranja y el oro, las fisuras y valles eran sombras negras como la brea contra el ángulo del sol naciente.
Subió por Upper Orange Street, entró en el parque y se sentó en el muro del embalse a mirar el panorama. A su izquierda, Lion’s Head se convertía en las curvas de Signal Hill y, debajo, un millar de ventanas de la ciudad parecían un mosaico del sol. El mar era de azul profundo más allá de Robben Island, muy lejos, hacia Melkbos Strand. A la izquierda de Devil’s Peak estaban los suburbios. Un 747 apareció por encima del Tyger Berg y su sombra pasó sobre él en un instante.
«Coño», pensó, «¿cuándo vi esto por última vez?». ¿Cómo podía habérselo perdido?
Por otro lado, hizo una mueca, si estás durmiendo la mona por la mañana, no ves el amanecer en el Cabo. Debía recordarlo, la inesperada ventaja de la abstinencia.
Apareció una lavandera y se posó cerca de él, la cola arriba y abajo, pasitos presumidos como un sargento que se da aires. «¿Qué?», le dijo al pájaro. «¿A ti también te dejó tu mujer?». No recibió respuesta. Permaneció allí sentado hasta que el pájaro voló a la caza de algún insecto invisible, y entonces se levantó y miró de nuevo a la montaña y sintió un extraño placer. Sólo él estaba contemplando este amanecer, nadie más.
Volvió al apartamento, se dio una ducha, se cambió y se fue al hospital. Le dijeron que Cliffy descansaba. Estaba estable, fuera de peligro. Les pidió que le dijesen que Benny había estado allí.
Era poco antes de las siete. Fue hacia el norte por la Ni, una autopista todavía despejada; los sábados, el Cabo comenzaba a despertar a partir de las diez de la mañana. Siguió por el bulevar Brackenfell y las calles de siempre hasta su casa. Pasó por delante de la casa sólo una vez, a poca velocidad. Ninguna señal de vida. La hierba segada, el buzón vacío, la puerta del garaje cerrada. El inventario de un policía. Aceleró porque no quería que sus pensamientos cruzasen la puerta principal.
Bebió sólo café en un Wimpy, en Panaroma, porque no era de los que desayunaban, y esperó a que abriesen las tiendas.
Encontró un sofá de dos plazas y dos butacas en la casa de empeños de Mohammed «Labios Ardientes». Faizal, en Maitland. El tapizado estaba un tanto descolorido. Había unas pequeñas manchas de café en el brazo de una de las butacas.
—Esto es demasiado, LA —dijo al ver la etiqueta de seiscientos rands.
—Para usted, sargento, quinientos cincuenta.
Faizal había estado en Pollsmoor cumpliendo una condena de dieciocho meses por vender artículos robados y estaba bastante seguro de que tres cuartas partes de las radios de coche las habían traído los drogadictos de Observatory.
—Cuatrocientos, LA. Mira estas manchas.
—Una buena limpieza al vapor y como nuevo, sargento. Quinientos y no gano ni un céntimo…
Faizal sabía que ya no era sargento, pero algunas cosas nunca cambiarían.
—Cuatrocientos cincuenta.
—Jesús, sargento, tengo mujer e hijos.
Por casualidad vio un bajo, sólo las clavijas que sobresalían por detrás de una caja de acero con herramientas nuevas.
—¿Y aquel bajo?
—¿Le va la música, sargento?
—En mis tiempos le daba al bajo.
—Dios bendiga mi alma. Es una Fender, sargento, la trajo uno de Blackheath que quería ser rapero, pero la boleta de empeño caduca el viernes. Viene con una funda nueva, una caja Dr. Bass nueva, altavoces Eminence tens de 250 vatios, y un tweeter LeSon…
—No sé de qué coño me estás hablando.
—Es un amplificador de puta madre, sargento. Lo echará a volar.
—¿Cuánto?
—¿Va en serio, sargento?
—Quizá.
—Es un empeño legítimo, sargento. Está limpio.
—Te creo, LA. Tranqui.
—¿Ahora quiere crear una banda? —La sospecha todavía seguía allí.
Griessel sonrió.
—¿Y llamarla Crímenes Violentos?
—¿Entonces para qué?
—¿Cuánto pides por la guitarra y el amplificador, LA?
—Dos mil, eso seguro. Si el rapero no vuelve con la boleta.
—Oh. —Era demasiado para él. No sabía cuánto costaban estas cosas—. ¿Cuatro cincuenta por el juego de living?
Faizal suspiró.
—Cuatrocientos setenta y cinco, y le incluyo la entrega gratuita y aquel juego de seis posavasos con los bonitos desnudos.
Compró los tres taburetes en una tienda de Parow que sólo vendía muebles de pino y pagó ciento setenta y cinco rands por cada uno, un precio desorbitado, pero los cargó en el coche, dos en el asiento de atrás y uno en el de adelante, y se los llevó a su apartamento, porque mañana vendrían los chicos y al menos tendrían algún sitio donde sentarse. A las once estaba sentado con un periódico en la lavandería, esperando a que su ropa estuviese limpia y seca para poder guardarla en su nuevo cesto de plástico para la ropa y plancharla en su nueva tabla de planchar con su nueva plancha. Entonces llamó Matt Joubert y le dijo:
—Sé que estás descansando, Benny, pero te necesito.
—¿Qué pasa, jefe?
—Es el tipo de la assegai, pero te lo explicaré cuando llegues. Estamos en Fisantekraal. En una pequeña finca. Ven vía Durbanville, por la avenida Wellington, gira a la derecha en la R tres-uno-dos. Un poco más allá en el lado opuesto al puente del ferrocarril ve a la izquierda. Llámame cuando llegues allí y te daré las indicaciones.
Él miró la lavadora.
—Dame cuarenta minutos —dijo.
Era un establecimiento ecuestre. «Escuela de Equitación High Grove. Clases de equitación para adultos y niños. Excursiones». Pasó por delante de los establos antes de llegar a la casa. Todo estaba en un estado más o menos ruinoso, como estaban siempre esos lugares, nunca había dinero suficiente para repararlo todo. Coches de la policía, una furgoneta del SAPS, la pequeña furgoneta de los forenses. La ambulancia debía haberse marchado.
Joubert estaba en un círculo con otros cuatro detectives, sólo dos eran de su unidad, los otros dos probablemente eran de la comisaría de Durbanville. Cuando se detuvo había perros que ladraban, movían la cola, dos pequeños y dos ovejeros negros. Salió al olor del estiércol y la alfalfa.
Joubert se le acercó con la mano extendida.
—¿Cómo te va, Benny?
—Sobrio, gracias.
Joubert sonrió.
—Ya lo veo. ¿Sufres?
—Sólo cuando no bebo.
El comandante se rio.
—Respeto tu tenacidad, Benny. No es que alguna vez haya dudado…
—Entonces debes ser el único.
—Ven, así podemos hablar primero.
Le llevó hasta una cuadra vacía y se sentó en un fardo de paja. El sol proyectaba círculos perfectos en el suelo a través de los agujeros en el techo de planchas de cinc.
—Siéntate, Benny, esto llevará algún tiempo.
Él se sentó.
—La víctima es Bernadette Laurens. Salió en libertad condicional el jueves con una fianza de cincuenta mil rands. Acusada del asesinato de la hija de cinco años de su compañera. Vivían juntas como pareja. El nombre de la compañera es Elise Bothma. El fin de semana pasado la niña fue golpeada en la cabeza con un taco de billar, un solo golpe…
—¿Lesbianas?
Joubert asintió.
—Anoche los perros comenzaron a ladrar. Laurens se levantó para ver qué pasaba. Cuando no volvió a la cama, Bothma fue a buscarla. Encontró el cuerpo a quince metros de la puerta principal. Una herida punzante en el corazón. Estoy esperando el informe de patología, pero podría ser el hombre de la assegai.
—Porque mató a una niña.
—Y la herida punzante.
—Los periódicos dicen que es una mujer.
—Los periódicos no publican más que mierda. Es imposible que una mujer pueda haber asesinado a las dos víctimas anteriores. Enver Davids era carne de prisión, atlético, fuerte. Según el escenario del crimen, Colin Pretorius tuvo tiempo de defenderse, pero no pudo hacerlo. Laurens era una mujer fuerte, de casi un metro ochenta de alto, ochenta kilos de peso. Y las mujeres te disparan, no te apuñalan con un cuchillo, en cualquier caso, no cuando se trata de víctimas múltiples. Como sabes, la probabilidad de que una mujer esté involucrada en múltiples es del uno por ciento.
—Estoy de acuerdo.
—Uno de los perros pastores cojeaba esta mañana. Bothma cree que pudo haber recibido una patada o un golpe durante el proceso. Pero aparte de eso, no hay nada más. Vendrá la gente de Durbanville para ayudar en el interrogatorio de los vecinos.
Griessel asintió.
—Quiero que te hagas cargo de toda la investigación, Benny.
—¿Yo?
—Por muchas razones. En primer lugar, eres el detective con más experiencia de la unidad. Segundo, en mi opinión eres el mejor. Tercero, el comisionado mencionó tu nombre. Está muy satisfecho con tu trabajo de ayer y reconoce un problema cuando lo ve. Tenemos un circo en las manos, Benny. Con la prensa. Un asesino vengador, castigos por crímenes contra los niños, la pena de muerte… ya te lo puedes imaginar.
—Y cuarto, tengo tiempo, ahora que ya no tengo esposa ni hijos.
—Eso no ha sido parte de mi razonamiento. Pero te diré una cosa: me dije que podría ayudar, te mantendrá muy ocupado y no te permitirá pensar en la bebida.
—Nada podría tenerme tan ocupado.
—La última cosa que me hizo pensar en ti es que sé que disfrutas con este tipo de cosas.
—Es verdad.
—¿Entras?
—Por supuesto que estoy dentro. Lo estuve desde el momento que dijiste assegai. Podrías haberte ahorrado el resto. Ya sabes que toda esa mierda de la discriminación positiva nunca ha funcionado conmigo.
Joubert se levantó.
—Lo sé. Pero había que decirlo. Debes saber que eres valorado. Y, oh, el comisionado dijo que tendrás todo el personal que necesites. Sólo debemos informarle de lo que necesitamos. Hará lo necesario. De momento, Keyter es tu compañero. Viene de camino…
—No me jodas.
—Cliffy está en el hospital, Benny, y no hay nadie más disponible para el servicio completo…
—Keyter es un idiota, Matt. Es un detective de comisaría fanfarrón, con una bocaza y la cabeza hueca. No sabe un carajo. ¿Qué pasa con el personal que me acabas de prometer?
—Para el trabajo de calle, Benny. No puedo darte hombres de la unidad. Sabes que todo el mundo está hasta el cuello de trabajo. Keyter es nuevo. Tiene que aprender. Tendrás que hacerle de mentor.
—¿Hacerle de mentor?
—Convertirlo en detective.
—En momentos como éste —dijo Griessel—, sé por qué soy alcohólico.