Miraba a través de la ventana sin ver.
—Creía que me cortaba debido a mi padre, pero eso fue al principio —dijo en voz baja, y suspiró a fondo, al recordarlo—. O por Viljoen. Creía que me arreglaba con el trabajo y que me iba bien.
Se volvió para mirarlo, de nuevo en el presente.
—Nunca entendí que era el trabajo lo que me hacía actuar así. Entonces no. Primero tenía que dejarlo.
Él asintió, con un movimiento lento, pero no respondió.
—Entonces las cosas cambiaron con Carlos —añadió ella.
Carlos llamó temprano, apenas pasadas las nueve, y dijo que quería contratarla para toda la noche.
—Carlos no quiere discutir por el dinero. Tres mil, ¿vale? Pero debes parecer sexi, Conchita. Muy sexi, tenemos una fiesta formal. Vestido negro, pero que se vean las tetas. Carlos quiere presumir. Mi gente te recogerá. A las siete. —Colgó el teléfono.
Ella esperó a que se le pasase la furia. Se quedó sentada en el borde de la cama, con el móvil todavía pegado a la oreja. Sentía la futilidad, sabía que su furia era inútil.
Sonia entró con una muñeca en la mano.
—¿Vamos a salir a pasear en bicicleta, mamá?
—No, amor mío, nos vamos de compras. —La niña corrió a su habitación como si ir de compras fuese su actividad favorita.
—Eh, tú.
Sonia se detuvo en el umbral y espió por encima del hombro con una expresión picara.
—¿Yo? —Sabía su papel en ese ritual.
—Sí, tú. Ven aquí.
Ella corrió a través de la alfombra, todavía con su pijama verde, a los brazos de su madre.
—Tú eres mi amor —comenzó Christine y le besó el cuello.
—Tú eres mi vida —dijo Sonia con una risita.
—Y tu belleza me hace temblar.
—Tú eres mi cielo, tú eres mi hogar. —Su cabeza apoyada en el pecho de Christine.
—Tú eres mi único paraíso —dijo ella y abrazó a la niña con fuerza—. Ve y vístete. Es hora de comprarlo todo y más.
—¿Comprartoymás?
—Comprartoymás. Así es.
Tres años y cuatro meses. Sólo dos años más, y, entonces, la escuela. Sólo otros dos años más y su madre dejaría de trabajar de puta.
Llamó al Carlton Hair & Mac para una cita a última hora y se llevó a Sonia al Hip Hop al otro lado de Cavendish Square. Las vendedoras le prestaban más atención a la preciosa niña de rizos rubios que a ella.
Se puso delante del espejo con un vestido negro. El escote era bajo, el dobladillo muy alto, la espalda desnuda.
—Es muy sexi —dijo la vendedora de color.
—No lo es —señaló Sonia—. Mamá está guapa.
Ellas se rieron.
—Me lo quedo.
Era demasiado temprano para ir a la peluquería. Se llevó a su hija a Naartjie, en el Cavendish Centre.
—Ahora puedes escoger un vestido para ti.
—Yo también quiero uno negro.
—No tienen negros.
—Yo también quiero uno negro.
—Los negros sólo son para las mayores, niña.
—Yo también quiero ser mayor.
—No lo quieres. Confía en mí.
La canguro miró el vestido con aire de reproche cuando le dejó a su hija.
—No sé cuándo acabará la fiesta. Es mejor si se duerme.
—Con ese vestido acabará muy tarde.
No hizo caso del comentario, y abrazó a su hija.
—Pórtate bien. Mamá te verá por la mañana.
—Hasta mañana, mamá.
Un momento antes de que se cerrase la puerta detrás de ella, escuchó que Sonia decía:
—Mi mamá se ve muy bonita.
—¿Eso crees? —dijo la canguro con voz agria.
Fue una velada extraña. En la terraza, junto a la piscina, y en el interior de la casa en Camp’s Bay, había unas sesenta personas, la mayoría hombres con trajes de fiesta. Aquí y allá había una rubia con los pechos en exposición o largas piernas que se veían a través del corte de la falda y acababan en tacones de aguja. «Como un adorno», pensó ella, «un mobiliario bonito». No soltaban los brazos del hombre, sonreían, no decían nada.
No tardó en comprender lo que Carlos esperaba de ella. Estaba entusiasmado con su aspecto.
—Ay, Conchita, estás preciosa —comentó cuando la vio llegar.
Era como estar en las Naciones Unidas: personas que hablaban en español, chino, o por lo menos en una lengua oriental, hombres pequeños que la seguían con ojos hambrientos, árabes con togas —o como se las llamase— que no le hacían caso, cada uno con su gran mostacho. Dos alemanes. Un inglés. Un norteamericano.
Carlos, el anfitrión. Jovial, sonriente, dicharachero, pero ella estaba segura de que estaba tenso, incluso nervioso. Siguió su ejemplo. Sostenía la copa, pero no bebía.
—¿Sabes quiénes son estas personas? —le susurró él al oído en un momento de la fiesta.
—No.
—Carlos te lo dirá más tarde.
No dejaban de servir comida y bebida. Se dio cuenta de que los hombres ya no estaban sobrios, pero sólo porque la conversación y las risas eran un poco fuertes. Las diez de la noche, las once, las doce.
Estaba sola junto a una columna. Carlos estaba en algún lugar en la cocina ocupado en que sirviesen más comida. Sintió una mano que se deslizaba debajo de su vestido entre las piernas, los dedos que tocaban. Se quedó de piedra. La mano desapareció. Miró por encima del hombro. Había un chino, pequeño y elegante, que se olía los dedos. Él le dedicó una sonrisa y se alejó. En lo único que pensó fue en que Carlos no debía verlo.
Dos árabes sentados a una mesa de cristal preparaban rayas de coca con tarjetas de crédito y la compartían con una compañera cuyos pezones asomaban por encima del escote de su vestido negro. Uno de los hombres aspiró muy hondo sobre la mesa, se echó hacia atrás en la silla y abrió los ojos poco a poco. Con un movimiento lánguido tendió una mano hacia la mujer y le sujetó el pezón entre los dedos. Apretó. La mujer hizo una mueca. «Le está haciendo daño», pensó Christine. Se quedó traspuesta.
Más tarde tenía la vejiga llena. Subió las escaleras para buscar la privacidad del baño en el dormitorio de Carlos. La puerta del dormitorio estaba cerrada y la abrió. Una rubia con un vestido rojo sangre estaba abrazada a uno de los postes de la cama con el vestido subido hasta la cintura para dejar al aire el culo. Detrás de ella estaba uno de los españoles con los pantalones bajados hasta los tobillos.
—¿Quieres mirar?
—No.
—¿Quieres follar?
—Estoy con Carlos.
—Carlos no es nada. Besas a mi chica, ¿sí?
Ella cerró la puerta y escuchó la risa del hombre dentro de la habitación.
Todavía más tarde. Sólo quedaba un pequeño grupo de invitados junto a la piscina: dos mujeres, seis o siete hombres. Muy borrachos. Nunca había visto antes el sexo en grupo y le fascinó. Cuatro hombres estaban con una de las mujeres.
Apareció Carlos y se detuvo detrás de ella.
—¿Qué te parece?
—Es extraño —mintió ella.
—A Carlos no le van los grupos. Carlos sólo es para Conchita. —La abrazó, pero continuaron mirando. Unas olas pequeñas y rítmicas lamían el borde de la piscina.
—Parece sexi —comentó él.
Ella puso su mano en la entrepierna y la notó dura. Era hora de ganarse la paga.
—Primero Carlos bebe —dijo él y fue a buscar una botella.
Ella no sabía si echarle la culpa a la bebida, pero Carlos era diferente en la cama: desesperado, urgente, como si quisiese probarse a sí mismo.
—Quiero que me hagas daño —dijo ella. Quizás él no la oyó. Quizá no quiso. Continuó con lo suyo. Cuando acabó y permaneció tumbado a su lado, bañado en su propia transpiración, con la cabeza entre sus pechos, preguntó:
—¿Carlos ha sido bueno para ti?
—Eres fantástico.
—Sí. Carlos es un gran amante —dijo él muy serio.
Después permaneció callado durante tanto tiempo que ella se preguntó si se habría quedado dormido.
De pronto él se levantó, fue donde había dejado sus pantalones en el suelo y sacó un paquete de cigarrillos. Encendió dos y le dio uno a ella antes de sentarse a su lado, con los pies debajo de las nalgas. Tenía los ojos inyectados en sangre.
—Estas personas… —dijo con inquina y una expresión de profundo disgusto.
Ella le conocía lo bastante bien como para saber que no estaba sobrio.
Ella le dio una calada al cigarrillo.
—Ni siquiera le han dado las gracias a Carlos por la fiesta. Vienen, beben, se colocan, comen y follan, y después se van, sin despedirse, sin un «gracias, Carlos, por tu hospitalidad».
—Fue una buena fiesta, Carlos.
—Sí, Conchita. Costó un montón de dinero, un cocinero famoso, los mejores licores, las mejores putas. Pero no tienen respeto por Carlos.
«Carlos no es nada», había dicho el hombre en su dormitorio.
—¿Sabes quiénes son, Conchita? —preguntó otra vez—, ¿lo sabes? Son bandidos. Son una mierda. Ganan dinero con las drogas. ¡Mexicanos! —Escupió la palabra—. No son nada. Son burros, mulas para los yanquis. Cubanos. ¿Qué son? Y los afganos. Escucha lo que te digo, campesinos.
—¿Afganos?
—Sí. Aquellos gilipollas con los vestidos. ¡Conchas!
Así que los árabes eran afganos.
—Oh.
—Los chinos y los tailandeses, y los vietnamitas, ¿qué son? Son mierdas, Carlos te lo dice, no tienen nada más que gallinas, plátanos y heroína. Se follan a sus madres. Pero vienen a Carlos, a esta preciosa casa y tienen modales. ¿Sabes quiénes son, Conchita? Los afganos, los vietnamitas y los tailandeses traen heroína. La traen aquí, porque aquí está segura, aquí no hay polis. Se llevan cocaína. Después los hermanos Sangrenegra se llevan la heroína a Estados Unidos y a Europa. Y los sudamericanos ayudan al suministro, pero poco, porque los hermanos Sangrenegra controlan el aprovisionamiento. Ellos son Carlos y Javier. Mi hermano mayor es Javier. Es el gran hombre de las drogas. Todos lo conocen. Nosotros recibimos heroína, damos cocaína, damos dinero, nosotros distribuimos. Lo llevamos a todo el mundo. Carlos le hablará a Javier de la falta de respeto. Creen que Carlos es un hermanito, Javier no está aquí, así que se cagan en mí. No se pueden cagar en mí, Conchita. Me cagaré en ellos. —Aplastó la colilla con un gesto de desprecio en el cenicero.
»Ven Conchita, Carlos te mostrará algo. —La cogió del brazo y se la llevó. Recogió los pantalones, sacó un llavero, la sujetó de la mano y la guio, bajaron las escaleras, cruzaron la cocina y bajaron más escaleras hasta una despensa. Ahora la casa estaba desierta. Abrió una puerta casi oculta al fondo de la despensa. Había tres cerraduras, cada una con su propia llave.
»Carlos te lo mostrará. Sangrenegra no es cualquier cosa. —Apretó el interruptor de la luz. Otra puerta. Una pequeña cerradura electrónica en la pared. Escribió el número—. Cero, ocho, dos, cuatro, cuatro, nueve, ¿conoces el número, Conchita?
—Sí. —Eran los primeros seis números de su móvil.
—Esto te demuestra cuánto te quiere Carlos.
Era una puerta de acero que se abría automáticamente. En el interior se encendió un fluorescente. La llevó al interior. Un espacio tan grande como un garaje para dos coches. Estanterías hasta el techo. Bolsas de plástico en los estantes, de un extremo al otro, todas llenas de polvo blanco.
Entonces ella vio el dinero.
—¿Lo ves, Conchita? ¿Lo ves?
—Lo veo —contestó ella, pero se le había ido la voz y salió como un susurro.
Estaban en la piscina, sólo Carlos y ella. Estaba en el escalón con medio cuerpo en el agua. Él estaba de pie en el agua con sus brazos alrededor de ella y el rostro contra su vientre.
—Conchita, le dirás a Carlos porque te convertiste… ya sabes.
—Una puta.
—No eres una puta —dijo él con enfado—. Una acompañante. ¿Por qué te convertiste en una acompañante?
—No quiero que sepas la verdad, Carlos.
—No, Conchita. Sí quiero. Toda la verdad.
—Algunas veces creo que quieres que sea una niña buena. No soy una niña buena.
—Lo eres. Tienes un buen corazón.
—Lo ves, si te digo la verdad no querrás escucharla.
Él estiró los brazos para poder mirarla.
—¿Sabes qué? Esa no es la manera que cree Carlos. Mírame, Conchita. Estoy en el narcotráfico. He matado a unos cuantos. Pero no soy malo. Tengo un buen corazón. ¿Lo ves? Puedes ser bueno, y hacer cosas que no lo son. Así que dímelo.
—Porque me gusta follar, Carlos.
—¿Sí?
—Sí —dijo ella—. Ésa es mi droga.
—¿Qué edad tenías? ¿Cuándo follaste por primera vez?
—Tenía quince.
—Díselo a Carlos.
—Yo estaba en la escuela. Y el chico tenía dieciséis. Era muy guapo. Me acompañaba a casa todas las tardes. Y un día me dijo que tenía que ir a su casa. Me dominaba la curiosidad. Así que fui. Y él me dijo que tenía unos pechos hermosos. Me preguntó si los podía ver. Y se los mostré. Después me preguntó si podía tocarlos. Y dije que sí. Y luego comenzó a besarme. En los pezones. Comenzó a chuparme los pezones. Y entonces ocurrió, Carlos. La droga. Fue… fue distinto a cualquier otra cosa que hubiese sentido antes. Fue intenso. Me gustó muchísimo.
—¿Entonces te folló?
—Sí. Pero él no tenía experiencia. Se corrió muy rápido. Estaba muy excitado. Yo no tuve un orgasmo. Así que después, quise más. Pero no con chicos. Con hombres. Así que seduje a mi profesor…
—¿Te follaste a tu profesor?
—Sí.
—¿A quién más?
—A un amigo de mi padre. Me fui a su casa cuando su mujer no estaba. Le dije que quería hablar con él. Que sentía una gran curiosidad por el sexo, pero que no podía hablar del tema con mis padres, porque eran muy conservadores, y sabía que él era diferente. Él me preguntó si me gustaría que él me lo enseñase. Dije que sí. ¿Pero sabes una cosa, Carlos? Estaba tan excitado como el chico. No podía controlarse.
—¿A quién más?
—Me follé a un montón de tíos en la universidad. Gratis. Y entonces un día pensé, ¿por qué gratis? Fue así como ocurrió.
—Mira —dijo Carlos, y señaló su erección—. A Carlos le gusta esto.
—Entonces follame, Carlos. Me gusta tanto…
Wasserman, el famoso autor teatral, profesor de afrikaans y holandés. Cincuenta y tres años de edad, con un cuerpo suave, una barba abundante y una hermosa, hermosa voz. Al principio de cada sesión ella tenía que tumbarse primero en la bañera para que le orinase encima, o, si no, él no obtenía una erección. Pero a partir de allí era normal, excepto por las gafas de leer; lo mejor para verle los pechos. Venía una vez cada quince días a las tres de la tarde, porque tenía una mujer joven que «quizá lo hiciera también». Necesitaba tiempo para recargarse antes de la noche. Pero su joven esposa no quería primero tenderse en la bañera, así que por eso tenía a Christine.
Le estaban esperando a las cuatro en punto. Cuando abrió la puerta para dejar la habitación de Gardens Centre, le pegaron con un mango de un pico, y le rompieron los dientes y la quijada.
Ella escuchó el tumulto y cogió la bata. «¡No!», gritó. Llevaban pasamontañas, pero ella sabía que eran los guardaespaldas. Uno la miró a los ojos y le dio un puntapié a Wasserman donde estaba caído. Luego ambos le propinaron puntapiés. Siete costillas rotas.
«¡Llamaré a la policía!». Uno de ellos se rio. Después lo arrastraron por los pies escaleras abajo los dos pisos y lo dejaron allí, sangrante y gimiente.
Ella cogió el móvil y corrió tras ellos. Se inclinó sobre el hombre. El daño le provocó náuseas. Le tocó el rostro destrozado con la punta de los dedos. Él abrió los ojos y la miró. Había una pregunta a través de la agonía.
—Estoy llamando a la ambulancia —dijo, y le sujetó la mano mientras hablaba.
Él hizo un gesto.
—No puedo quedarme aquí —dijo ella—. No puedo quedarme aquí. —Vendría la poli. Habría preguntas. La detendrían. Ella, con su Sonia, no podía permitirse eso.
Él gimió, tumbado de lado en un charco de sangre alrededor de su rostro.
Ella escuchó que se abrían las puertas.
—La ambulancia viene de camino. —Apretó la mano de Wasserman y luego corrió escaleras arriba a su habitación y cerró la puerta con llave. Se vistió a la carrera. Carlos. ¿Qué debía hacer?
Cuando salió con toda discreción, bajó primero. Vio que había personal de seguridad con Wasserman al pie de las escaleras. No lo miró. Subió un piso intentando mostrarse tranquila. Bajó sin prisa para no llamar la atención. Apretó el botón del ascensor, esperó. Abajo se oían voces. El ascensor tardó una eternidad en llegar.
Carlos.
Le llamó en cuanto llegó a la calle. Él no atendió al teléfono.
Ella fue a su apartamento, se sentó en una silla en la sala de estar con el teléfono en la mano. ¿Qué iba a hacer?
Más tarde llamó al servicio de ambulancias. Habían llevado a Wasserman a City Park. Llamó al hospital.
—No podemos dar información.
—Soy su hermana.
—Espere.
Escuchó música en su oído.
Por fin respondieron de urgencias.
—Está en cuidados intensivos, pero se curará.
Carlos. Llamó de nuevo. Continuó sonando. Ella quería subir a su coche e ir a su casa. Quería pegarle, aplastarle el cráneo con el mango de un pico. Él no tenía derecho. No podía hacer eso. Quería ir a la policía, quería borrarlo de esta tierra. La furia la consumía. Buscó la guía y encontró el número de la policía.
No. Demasiadas complicaciones.
Se echó a llorar de frustración. Odio.
Cuando se calmó fue a buscar a Sonia. Cuando cruzó la calle cogida de la mano de su hija, vio el BMW al otro lado con las ventanillas bajadas. Él estaba allí mirando, pero no a ella. Sus ojos miraban a la niña y había una extraña expresión en su rostro. Le pareció como si alguien le estuviese aplastando el corazón para arrebatarle la vida.
El BMW se le acercó cuando ella estaba ayudando a Sonia a subir a su coche.
—Ahora lo sé todo, Conchita. —Él miró a Sonia, miró a su hija. Si ella hubiese tenido un arma en aquel momento, le hubiese disparado a la cara.