Griessel y Cliffy estaban en un restaurante unos cien metros más allá de la entrada de Woolworths, cada uno con un pequeño auricular. Oían a André Marais diciendo: «Probando, probando» por enésima vez, pero esta vez con una voz de fondo que decía: «El siguiente, por favor».
Cliffy Mketsu asintió, como hacía cada vez. A Griessel le irritaba muchísimo. Marais no podía verles asentir, estaba en la sección de comida de Woolworths y ellos estaban aquí. Sólo llevaba un micro, no auriculares. Una comunicación en un único sentido, pero Cliffy tenía que asentir.
En una de las mesas un hombre y una mujer bebían vino tinto. La mujer era de mediana edad, aunque bonita, como Farrah Fawcett, con grandes pendientes dorados y un montón de anillos en los dedos. Al hombre se le veía bastante joven, demasiado para ser su hijo, pero le cogía de la mano de cuando en cuando. Ambos molestaban a Griessel. Porque bebían vino. Porque él podía saborear el gusto oscuro en su boca. Porque eran ricos. Porque estaban juntos. Porque podían beber y estar juntos y ¿y él qué? Él estaba aquí sentado, Cliffy Mketsu, el inteligente Cliffy, ocupado con su máster en ciencias policiales, un buen poli, pero confundido, siempre ausente, como si su cabeza estuviese siempre metida en los libros.
¿Anna y él habían sido capaces alguna vez de estar sentados y disfrutar de esa manera? ¿Sentados, cogidos de la mano, bebiendo vino, y mirándose a los ojos el uno al otro? ¿Cómo lo hacía la gente?
¿Cómo recuperabas el romance después de veinte años de casado? En realidad, eso era del todo irrelevante porque él nunca podría volver a beber vino. No, si eras un alcohólico. No podías beber nada. Nada. Ni una puñetera gota. Ni siquiera podía oler el vino tinto.
Le había dicho al doctor Barkhuizen que iba a emborracharse, pero el doctor le había respondido: «Llame a su esposa y a sus hijos y dígaselo», porque sabía que Griessel no podría hacerlo. Había querido aplastar el móvil en la maldita acera, quería romper algo, pero sólo gritó, no sabía qué, ninguna palabra. Cuando se volvió, Cliffy y André Marais estaban sentados muy tiesos en el coche, fingiendo que no había pasado nada.
—Vaughn, ¿lo recibes bien? —preguntó Cliffy al otro equipo por el micrófono. Estaban en la sección de ropa para hombres de Woolworths en el segundo piso, el que estaba encima del supermercado.
—A la perfección, colega —respondió el inspector Vaughn Cupido, como si fuese un juego. Él y Jamie Keyter eran el equipo de respaldo. No Yaymie como diría la gente local, él se llamaba a sí mismo Jaa-mie. En la actualidad todos tenían nombres extranjeros. ¿Qué tenían de malo los buenos nombres afrikáner? Los hombres tampoco eran la primera elección de Griessel, porque Cupido era descuidado y Keyter un fanfarrón, transferido desde la comisaría de Table View después de haber aparecido en los periódicos con una de aquellas historias donde los hechos no necesariamente interfieren con lo sensacional. «Un detective acaba él solo con una organización de ladrones de coches». Con sus muy desarrollados bíceps y el rostro que hacía babear a las colegialas, era uno de los pocos efectivos blancos de la Unidad de Crímenes Graves y Violentos. Éste era el equipo que debía proteger a André Marais y detener a un jodido asesino en serie: un alcohólico, un fanfarrón y un chapucero.
Había otro asunto en su mente; dos, tres cosas que de pronto se habían unido: ¿la mujer mayor y el joven de la mesa vecina estaban casados? ¿El uno con el otro? ¿Y si Anna tenía un hombre joven que le sujetase la mano los viernes por la noche? No podía creer que ella no lo deseara, de eso estaba convencido. No apagas ese tipo de calor como si fuese un fogón sólo porque tu marido es un jodido alcohólico. Ella conocía a hombres en el trabajo; ¿qué haría si hubiera un joven interesado y sobrio? Continuaba siendo atractiva, a pesar de las patas de gallo en el borde de los ojos, consecuencia del alcoholismo de su marido. No había nada de malo en su cuerpo. Él sabía cómo eran los hombres. Sabía que harían el intento. ¿Durante cuánto tiempo continuaría respondiendo «no»? ¿Durante cuánto tiempo?
Sacó el móvil, necesitaba saber dónde estaba un viernes por la noche.
Sostuvo el móvil al oído sin el auricular. Sonó.
Miró a Farrah Fawcett y a su juguete.
Se miraban a los ojos con deseo. Él se juró que estaban cachondos.
—Yo ere… es a que… —dijo André Marais en el auricular.
—¿Qué? —exclamó Griessel, y miró a Cliffy, que sólo se encogió de hombros y tocó el receptor con la punta del índice.
—Hola —dijo su hijo.
—Hola, Fritz.
—Hola, papá. —No había alegría en la voz de su hijo.
—¿Cómo estás?
Pero él no pudo escuchar la respuesta porque el auricular zumbó en su oído y sólo captó una parte de lo que la sargento André Marais decía: «… no puedo permitirme…».
—¿Qué haces, Fritz?
—Nada. Estamos Carla y yo. —Su hijo sonaba deprimido, y había un tono apagado en su voz.
—¿Qué tal la recepción, Vaughn? —preguntó Cupido—. Su micro no funciona bien.
—¿Sólo Carla y tú?
—Mamá ha salido.
—Por lo general sólo compro instantáneo. —La voz de André Marais sonó alta y clara.
—Está hablando con alguien —dijo Cliffy.
Entonces oyeron una voz de hombre un poco más débil:
—Yo no puedo pasar sin una buena taza de café de cafetera por la mañana.
—¿Papá? ¿Estás ahí?
—Te llamaré más tarde, Fritz, estoy trabajando.
—Vale. —Como si se lo esperase.
—¿Cuál… nombre?
—… dré.
—Joder —exclamó Cupido—, su puto micro.
—Adiós, Fritz.
—Adiós, papá.
—Quizás estemos demasiado lejos —comentó Jamie Keyter.
—Quedaos donde estáis —ordenó Griessel.
—Encantada de conocerte —dijo la poli en el supermercado de Woolworths.
—El pez ha mordido el anzuelo —informó Cupido.
Cliffy asintió.
Mamá ha salido.
—Mantened la calma —dijo Griessel, pero se lo dijo a sí mismo.
Thobela soltó un gruñido de enfado con su voz profunda cuando se levantó de la cama de hotel con un movimiento súbito. Llevaba acostado desde las tres de la tarde con las cortinas echadas para ocultar el sol, los ojos cerrados y oyendo los latidos de su corazón. La cabeza le zumbaba por la falta de sueño y notaba los miembros pesados como plomo. Agotado. Con una respiración controlada, intentó eliminar la tensión de su cuerpo. Envió sus pensamientos lejos del presente, los envió a las plácidas aguas del río Cata, a la niebla que se extendía como un espectro sobre las redondeadas colinas de la granja… para darse cuenta, unos momentos más tarde, de que sus pensamientos habían saltado a otro lugar y estaban bombardeando otra información a través de su conciencia al ritmo marcado por el latir de sus sienes.
Pretorius intentaba coger el arma en el armario.
Una eternidad antes de que alcanzase al hombre, y la alarma que aullaba, aullaba, al ritmo de sus latidos.
Una mujerona delante de una niña pequeña y el taco de billar que subía y bajaba, subía y bajaba con un propósito demoníaco y la sangre manaba de la cabeza de la niña, y supo que ése era el problema: la mujer, la mujer. Nunca había ejecutado a una mujer. Su guerra era contra los hombres, siempre lo había sido. En nombre de la lucha, diecisiete veces. Dieciséis en las ciudades de Europa, uno en Chicago: hombres, traidores, asesinos, enemigos, condenados a muerte en las salas de los comités de la Guerra Fría, y él era el enviado a ejecutar la sentencia. Ahora dos en nombre de la Nueva Guerra. Animales. Pero hombres.
¿Dónde quedaba el honor en la ejecución de una mujer? Cuanto más forzaba sus pensamientos en otra dirección, más regresaban, hasta que se levantó con aquel profundo ruido y apartó las cortinas. Había movimiento en el exterior, la brillante luz del sol y color. Miró el canal y la entrada al Waterfront. Los trabajadores salían a pie hacia el centro de la ciudad, hacia las hileras de taxis de Adderley Street. Negros y mulatos, vestidos con los monos de brillantes colores de los peones. Se movían con un propósito, presurosos por comenzar el fin de semana, en algún lugar, en casa o en una chabola. Con la familia. O los amigos.
Su familia estaba muerta. Quería abrir la ventana y gritar: «Que os follen a todos, mi familia está muerta».
Respiró hondo, apoyó las palmas en el frío alféizar y agachó la cabeza. Tenía que dormir; no podía seguir así.
Se volvió hacia la habitación. Las sábanas estaban arrugadas. Las arregló, las alisó con sus grandes manos, tiró y estiró hasta que estuvieron lisas. Esponjó las almohadas y las puso bien ordenadas, una junto a la otra. Después se sentó en la cama y cogió la guía de teléfonos del cajón de la mesilla de noche, encontró el número y llamó al Gran Jefe Madikiza en el Yellow Rose.
—Soy Tiny. El que buscaba a John Khoza, ¿me recuerdas?
—Te recuerdo, hermano. —El estrépito del club nocturno ya se escuchaba en el fondo a esa hora de la tarde.
—¿Has oído algo?
—Haiziko. Nada.
—Manten la oreja pegada al suelo.
—Está allí todo el tiempo.
Se levantó y abrió el armario. La pila de ropa limpia en el estante superior era muy baja, la montaña de ropa sucia era muy alta: calcetines, ropa interior, pantalones y camisas, cada prenda en su pila separada.
Cogió dos pequeñas botellas de detergente y suavizante de la maleta, y separó la colada en pequeños montones. El ritual tenía veinte años, desde su temporada en Europa, cuando había aprendido a vivir de la maleta. Estar al mando, ordenado y organizado. Porque la llamada podía llegar en cualquier momento. En aquellos días lo había convertido en un juego, separar las prendas según el color le había hecho sonreír, porque era el apartheid: la ropa blanca aquí, la negra allá, los colores mezclados en su propia pila; cada grupo temeroso de que el color del otro pudiese mancharlo. Siempre había lavado primero la ropa negra, porque «aquí los negros iban primero».
Lo hizo ahora, sólo por el hábito. Sumergió y frotó la tela en el agua jabonosa —enjuagar una vez, luego otra, retorcer las prendas en largos gusanos para quitarles el agua— hasta que se le hincharon los músculos. Tenderlas. Luego las prendas de color, y las blancas podían esperar hasta el final.
A la mañana siguiente llamaría a recepción, pediría una tabla de planchar y una plancha, y haría lo que más le gustaba: planchar las camisas y los pantalones con una plancha caliente con chorros de vapor hasta poder colgarlas en las perchas del armario con las superficies perfectamente lisas y las rayas bien marcadas.
Colgó la última camisa blanca en el respaldo de la silla y luego permaneció indeciso en el centro de la habitación.
No podía quedarse allí.
Necesitaba pasar el tiempo hasta intentar dormir de nuevo. También debía pensar a fondo el tema de la mujer.
Recogió el billetero, lo guardó en el bolsillo del pantalón, cogió la tarjeta llave de su habitación y salió, bajó las escaleras y al exterior. Dio la vuelta en la esquina para tomar Dock Road, donde la gente aún caminaba hacia su fin de semana. Se situó detrás de un grupo de cinco hombres de color y se mantuvo a la par hasta Coen Steytler. Espió su conversación, sin perder palabra de la tranquila charla con mucha atención, todo el camino hasta Adderley.
No fue culpa de André Marais que la Operación Woollies acabase en un absoluto caos. Había hecho su papel de mujer solitaria de mediana edad con gran habilidad y con un vago y atento interés, mientras el hombre comenzaba a charlar con ella entre las estanterías de vino y las bolsas de patatas fritas.
Más tarde recordaría que había esperado a un hombre mayor. Éste apenas si tenía treinta: alto, un tanto regordete, con una sombra de barba oscura. La elección de sus prendas era curiosa: el estilo de su americana a cuadros estaba pasado de moda, la camisa verde era de un tono un poco demasiado brillante, los zapatos marrones sin lustrar. «Inofensivo» fue la palabra en la punta de su lengua, pero sabía que la apariencia no contaba cuando se trataba de un crimen.
Él le preguntó, en inglés con acento afrikáner, si sabía dónde estaba el café para las cafeteras de filtro, y ella le respondió que creía que estaba por aquel pasillo.
Con una sonrisa tímida, él le había dicho que era adicto al café de filtro y ella respondió que, por lo general, compraba café instantáneo porque no podía permitirse un café más caro. Él manifestó que era incapaz de apañarse sin una buena taza de café de filtro por la mañana, con una manera de disculparse encantadora, como si fuese un pecado. «Mezcla italiana», dijo.
Por curioso que fuese, le explicó a Griessel más tarde, en aquel momento le gustó. Había una vulnerabilidad en él, una humanidad que encontraba un eco en ella misma.
Sus carros estaban uno al lado del otro, el de ella con diez o doce artículos, el de él, vacío.
—¿Ah, sí? —dijo Marais, casi segura de que él no era el que estaban buscando. Quería deshacerse del tipo.
—Sí, es muy fuerte —explicó él—. Me mantiene alerta cuando estoy en la Brigada Móvil.
Ella sintió que se le contraían las tripas, porque sabía que era una mentira. Conocía a los polis, los podía oler desde un kilómetro, y él no era poli.
—¿Eres policía? —Procuró mostrarse impresionada.
—Soy el capitán Johan Reyneke —respondió él, y le tendió una mano un tanto femenina, al tiempo que sonreía con sus prominentes caninos—. ¿Cómo se llama?
—André —dijo ella, y sintió que el corazón le latía más deprisa. No había capitanes en la Brigada Móvil; debía de tener una razón para mentir.
—André —repitió él, como si quisiese memorizarlo.
—Mi madre quería poner el nombre de su padre, y luego no tuvo más que hijas. —Utilizó la explicación de rutina, aunque no había habido pregunta alguna en su voz. Con dificultad, mantuvo la suya en calma.
—Oh, me gusta. Es diferente. ¿En qué trabaja, André?
—Oh, soy una empleada administrativa, nada excitante.
—¿Y su marido?
Ella le miró a los ojos y mintió.
—Estoy divorciada —dijo, y bajó la mirada, como si sintiese vergüenza.
—No importa —señaló él—. Yo también estoy divorciado. Mis hijos viven en Johannesburgo.
Iba a añadir que sus hijos también se habían marchado de casa, parte de la historia que Griessel y ella se habían inventado, pero entonces sonó una voz detrás, una voz de mujer, muy aguda.
—¿André?
Miró por encima del hombro y reconoció a la mujer, Molly, aunque no recordaba el apellido. Era la madre de uno de los compañeros de escuela de su hijo, una de aquellas madres muy involucradas y superansiosas. «Oh, Dios», pensó, «ahora no».
—Hola —saludó André Marais, que miró al hombre y vio cómo entrecerraba los ojos. Ella le hizo un gesto, en un intento por comunicarle que hubiese preferido no tener esa interrupción.
—¿Cómo estás, André? ¿Qué estás haciendo aquí? Vaya coincidencia. —Molly se le acercó con un cesto en la mano, antes de darse cuenta de que los dos carros tan juntos debían significar algo. Leyó el lenguaje corporal del hombre y la mujer y sumó dos y dos—. Oh, lo siento, espero no haber interrumpido nada.
André supo que debía librarse de la mujer, porque veía por el abrir y cerrar de las manos de Reyneke que estaba tenso. Toda la operación pendía de un hilo y quería responder: «Sí, estás interrumpiendo algo» o «Lárgate». Pero antes de que pudiese encontrar las palabras correctas se despejó el rostro de Molly:
—Oh, debéis estar trabajando juntos —comentó—. ¿Usted también está en la policía? —Le tendió la mano a Reyneke—. Soy Molly Green. ¿Están realizando una investigación o algo por el estilo?
El tiempo se detuvo para André Marais. Miraba la mano extendida a la que Reyneke no hizo caso, vio cómo sus ojos pasaban de una mujer a otra en un lento movimiento; vio los engranajes moviéndose en su cerebro. Entonces él empujó el carro en su dirección y le gritó algo mientras el carro chocaba contra ella y le hacía perder el equilibrio.
Molly gritó.
André se tambaleó contra la estantería de los vinos, las botellas cayeron y se hicieron añicos en el suelo. Ella cayó de culo, moviendo los brazos como molinetes para recuperar el equilibrio, luego echó mano al bolso, metió los dedos dentro y buscó la pistola reglamentaria mientras su cabeza le decía que debía avisar a Griessel. Su otra mano estaba en el pequeño micro que sujetaba junto a la boca y gritó:
—¡Es él, es él!
Reyneke estaba a su lado y le arrebató la pistola de la mano. Marais intentó levantarse, pero las sandalias resbalaron en el vino y cayó de espaldas, con un codo sobre un fragmento de cristal. Sintió un dolor agudo. Retorció el cuerpo para ponerse de lado y vio en qué dirección corría.
—¡Entrada principal! —gritó, pero al darse cuenta de que su cabeza estaba apartada del micro, lo cogió de nuevo—. ¡Entrada principal, detenedle! —gritó—. ¡Tiene mi pistola!
Entonces vio la sangre que manaba de su brazo en un grueso chorro. Cuando levantó el brazo para mirar la herida vio que el tajo le llegaba hasta el hueso.
Griessel y Cliffy saltaron y corrieron cuando oyeron el grito de Molly Green en la radio. Cliffy se giró a destiempo y se llevó por delante una mesa donde dos hombres comían sushi.
—Lo siento, lo siento —dijo y vio que Griessel iba adelante con la Z88 en la mano, vio los rostros de los transeúntes y oyó gritos aquí y allá. Corrieron, los zapatos golpeaban el suelo. Oyó la voz de Marais en el auricular:
—¡Entrada principal, detenedle!
Griessel llegó a la amplia puerta de Woolworths, con la pistola sujeta con las dos manos y apuntó a algo en el interior de la tienda, pero Cliffy intentaba detenerse y resbaló en el suelo pulido. Antes de chocar contra Griessel, vio al sospechoso, con los faldones de la chaqueta levantados, la gran pistola en la mano, que se detuvo a diez pasos de ellos, también esforzándose por no resbalar.
Pero Cliffy y Griessel estaban hechos un ovillo en el suelo. Se oyó un disparo y una bala silbó en alguna parte.
Cliffy oyó las maldiciones de Griessel, los agudos gritos a su alrededor.
—Lo siento, Benny, lo siento —dijo, al tiempo que miraba a un lado y otro, y veía al sospechoso dar media vuelta y dirigirse a las escaleras mecánicas. Cupido y Keyter, pistolas en mano, bajaban por las otras escaleras mecánicas, pero de hecho eran las escaleras que subían. Por un instante fue muy divertido, como una escena de una vieja película de Charles Chaplin: dos policías que saltaban furiosos por los escalones, pero sin avanzar mucho. En sus rostros, las extrañas expresiones de frustración, gravedad, decisión, y la absoluta certeza de que se estaban comportando como verdaderos idiotas.
Griessel se había levantado y ya corría detrás del sospechoso. Cliffy consiguió levantarse y lo siguió escaleras arriba con grandes saltos hasta el final. Griessel había girado a la derecha y vio al fugitivo que se dirigía a la salida en el segundo piso. Oyó gritar a Griessel, miró atrás. Griessel vio el miedo en el rostro del fugitivo, que se detuvo y apuntó a Benny con la pistola. Sonó el disparo y algo golpeó a Cliffy, lo tumbó en el suelo y lo arrojó contra la ropa de hombre: la moda formal. Sabía que le habían alcanzado en el pecho, estaba enredado entre pantalones y chaquetas, con la mirada puesta en el agujero cerca de su corazón. «Voy a morir», pensó Cliffy Mketsu. «Me ha disparado en el corazón». No podía morirse ahora. Griessel debía ayudarlo. Rodó sobre sí mismo. Se sentía pesado, pero con la cabeza ligera. Apartó las prendas con el brazo derecho; no tenía sensación en el izquierdo. Vio a Griessel lanzarse sobre el fugitivo. Un maniquí masculino con ropa de playa se tambaleó y cayó. Una horrible pamela voló a través del aire en un elegante arco, se desplomó un perchero de camisetas. Vio la mano derecha de Griessel que subía y bajaba. Griessel le estaba pegando con la pistola. Vio el chorro de sangre que saltaba. La mano de Griessel se movía arriba y abajo. Haría que Benny se sintiese mejor. Necesitaba descargar la rabia. «Pégale, Benny, pégale; es el cabrón que me disparó».
Thobela Mpayipheli esperaba que cambiase el semáforo en la esquina de Adderley y Riebeeck Street cuando oyó una voz a su lado.
—¿Por qué se te ve tan triste?
Un chiquillo estaba allí, las manos apoyadas en las angostas caderas. ¿Diez, once años?
—¿Tengo cara triste?
—Como un gato al que le han mangado la leche. Dame un poco de pasta para comprar pan.
—¿Cómo te llamas?
—¿Cómo te llamas tú?
—Thobela.
—Dame un poco de pasta para comprar pan, Thobela.
—Primero dime tu nombre.
—Moses.
—¿Qué vas a hacer con el dinero?
—¿Para qué te dije que era?
Entonces apareció otro, más pequeño, más flaco, con unas prendas que le iban grandes, la nariz mocosa. Sin pensarlo, Thobela sacó el pañuelo.
—Cinco rands —dijo el pequeño con la mano tendida.
—Pírate, Randall. Yo lo vi primero.
Él quería soplarle los mocos a Randall, pero el chico saltó hacia atrás.
—No me toques.
—Quería limpiarte la nariz.
—¿Para qué?
Era una buena pregunta.
—¿Nos vas a dar el dinero? —preguntó Moses.
—¿Cuándo comiste por última vez?
—Veamos, ¿qué mes es éste?
En la penumbra de última hora de la tarde apareció otra figura delgada, una niña con el pelo ensortijado. No dijo nada, sólo permaneció allí con la mano tendida, la otra mano sujetaba los bordes de una vieja chaqueta de hombre.
—Oh, joder —dijo Moses—. Lo tenía todo controlado.
—¿Sois parientes? —preguntó Thobela.
—¿Cómo vamos a saberlo? —preguntó Moses y los otros dos se rieron.
—¿Queréis comer?
—Joder —exclamó Moses—. Vaya suerte la mía. Otro jodido negrata gilipollas.
—Dices muchos tacos.
—Soy un chico de la calle, joder.
Él miró al trío. Sucios, descalzos. Con ojos vivarachos.
—Voy al Spur. ¿Queréis venir?
Atónitos.
—¿Qué?
—¿Eres un pervertido? —preguntó Moses con los ojos entrecerrados.
—No, tengo hambre.
La niña dio un codazo en las costillas de Moses y le miró con los ojos como platos.
—En el Spur nos echarán —dijo Randall.
—Diré que sois mis hijos.
Por un momento los tres permanecieron en silencio y luego Moses se echó a reír, una carcajada que fue subiendo todas las notas de la escala.
—Nuestro papaíto.
Thobela comenzó a caminar.
—¿Venís?
Fue diez o doce pasos más allá cuando la pequeña mano de la niña sujetó un dedo de su mano derecha y permaneció allí todo el camino hasta el Spur Steak Ranch, en Strand Street.