Se sentó mirando a Sonia. La niña estaba en la cama grande, con una mano debajo del cuerpo, la otra como una pequeña albondiguilla junto a la boca abierta. Su pelo era fino y brillante a la luz del sol poniente que entraba por la ventana. Permaneció muy quieta mirando a su hija. No buscaba facciones que le recordasen a las de Viljoen, no disfrutaba con la perfección de sus miembros.
El cuerpo de su hija. Intocado. Sagrado, sin manchas, limpio.
Le enseñaría que su cuerpo era maravilloso. Que era hermosa. Que se le permitía ser hermosa. Podría ser atractiva y deseable; no era un pecado, no era una maldición, era una bendición. Algo que ella podría disfrutar y de lo que se podría sentir orgullosa. Le enseñaría a Sonia que podía ponerse maquillaje y ropa bonita y caminar por la calle y atraer la atención de los hombres y que eso estaba bien. Natural. Que ellos asaltarían sus bastiones como soldados en una guerra interminable. Pero ella tenía un arma para asegurarse de que aquel que ella escogiese la conquistaría: el amor por sí misma.
Era el regalo que le haría a su hija.
Se levantó y fue a buscar el cuchillo nuevo que había comprado en @home. Lo llevó al baño y cerró la puerta con llave. Se colocó delante del espejo y suave y lentamente pasó la hoja por su rostro, desde la ceja a la barbilla.
Cuánto anhelaba presionar la hoja. Cuánto anhelaba cortar la carne y sentir el ardor.
Se quitó la camiseta, se desabrochó el sujetador detrás de la espalda y lo dejó caer al suelo. Sostuvo la punta del cuchillo contra su pecho. Trazó un círculo alrededor del pezón. En su imaginación vio el resplandor de la hoja mientras cortaba profundos surcos a través del pecho. Vio las marcas entrecruzadas. Solamente dos años más.
Se sentó en el borde de la bañera y pasó los pies por encima. Apoyó el pie izquierdo en la rodilla derecha. Sostuvo el cuchillo junto a la base del dedo gordo. Cortó, rápido y profundo, directamente hasta el talón.
Cuando sintió el súbito dolor y vio la sangre que caía en el fondo de la bañera, pensó: «Estás enferma, Christine. Estás enferma, enferma, enferma».
—Al principio Carlos fue algo refrescante. Diferente. Conmigo. Creo que en Colombia se acepta mejor visitar a una trabajadora del sexo que aquí. Nunca tuvo aquella actitud de «qué pasa si alguien me ve» como la mayoría de mis clientes. Era un hombre pequeño y nervudo, sin un gramo de grasa en el cuerpo. Siempre se reía. Siempre se alegraba de verme. Decía que yo era la más bonita Conchita en el mundo. «Tú eres la bomba rubia de Carlos». Hablaba de él de esa manera. Nunca decía yo. «Carlos quiere clonarte y exportarte a Colombia. Eres muy hermosa para Carlos».
»Tenía las manos bonitas, es una de las cosas que recuerdo de él. Unas manos delicadas como las de una mujer. Hacía mucho ruido cuando estábamos en la cama, sonidos y palabras españolas. Gritaba tanto que una vez alguien llamó a la puerta y preguntó si todo iba bien.
»La primera vez me dio dinero de más, doscientos rands. “Porque tú eres la mejor”. Unos días más tarde me llamó de nuevo. “¿Recuerdas a Carlos? Bueno, ahora él no puede vivir sin ti”.
»Al principio me hizo reír. Cuando venía a mi apartamento en Gardens Centre. Antes de que comenzara a ir a verle, antes de que supiese lo que hacía. Antes de que se volviese celoso.
Antes de Carlos escribió la carta.
Tú eras una buena madre. Papá fue quien lo estropeó. Y yo. Por eso dejo a Sonia contigo. Ella quería añadir algo, palabras para decir que su madre merecía una segunda oportunidad con una hija, pero cada vez tachaba las líneas, hacía una bola con el papel y comenzaba de nuevo.
Muy tarde por la noche se sentaba en el borde de la bañera y se acariciaba las muñecas con el cuchillo. Entre la una y las tres, sola, Sonia dormía en su alegre dormitorio con gaviotas en el techo y Mickey Mouse en la pared. Sabía que no podía dejar que el cuchillo la cortase, porque no podía abandonar a su hija de esa manera. Tendría que diseñar otro plan con un daño más limitado.
Se preguntó cuánta sangre fluiría en la bañera.
¿Cómo de grande sería el alivio cuando desapareciese todo lo malo?
Carlos Sangrenegra, con su acento español y su extraño inglés, sus vaqueros ajustados y el bigote que cuidaba con tanto esmero. El pequeño crucifijo de oro en una cadena fina alrededor de su cuello, la única cosa que mantenía en la cama, aunque en realidad no estaba mucho en la cama. «El perrito, Conchita, a Carlos le gusta el perrito». Se colocaba con los pies bien separados en el suelo; ella se agachaba encima del borde de la cama. Desde el principio él era diferente. Era como un niño. Todo le excitaba. Sus pechos, el color de su pelo, sus ojos, su cuerpo, el vello púbico afeitado.
Entraba y se desnudaba, preparado y erecto, y nunca quería hablar primero. Nunca se sentía incómodo.
—¿No quieres hablar primero?
—A Carlos no le gusta pagar quinientos rands por hablar. Lo puede conseguir gratis en cualquier parte.
Aquellas primeras veces a ella le gustaba, quizá porque él disfrutaba tanto de ella, y también era muy verbal al respecto. Además, traía flores, algunas veces un pequeño regalo, y siempre dejaba un poco más de dinero cuando se marchaba. Ella tenía la percepción de que ésta era una costumbre sudamericana, esta generosidad, dado que nunca antes había tenido un cliente latinoamericano. Alemanes e ingleses, irlandeses (por lo general borrachos), norteamericanos, holandeses (que siempre encontraban algo de qué quejarse) y escandinavos (posiblemente los mejores amantes). Pero Carlos era el primero. Un colombiano.
Este origen no significaba nada para ella, sólo un retazo naranja en un atlas escolar que apenas recordaba.
—¿A qué te dedicas? —Después de su teatral orgasmo, él yacía con la cabeza entre sus pechos.
—¿Qué hace Carlos? ¿No lo sabes?
—No.
—Todos saben lo que hace Carlos.
—Oh.
—Carlos es un amante profesional. El campeón mundial de los pesos pesados del amor. Cada polvo es un combate ganado. Eso tendrías que saberlo, Conchita.
Ella sólo pudo reírse.
Él se duchó, se vistió y luego sacó unos cuantos billetes de la cartera y los dejó en la mesilla de noche.
—Carlos te da un poco más. —En aquel tono un poco más alto, como si fuese una pregunta, pero ella ya se había acostumbrado. Entonces metió la mano dentro del bolsillo del vaquero—. ¿No sabes lo que hace Carlos?
—No.
—¿No sabes cuál es la principal exportación de Colombia?
—No.
—Ay, Conchita, eres tan inocente —dijo él y sacó del bolsillo un pequeño paquete de plástico transparente, lleno de un fino polvo blanco—. ¿Sabes qué es esto?
Ella hizo un gesto con la mano para indicar que adivinaba.
—¿Cocaína?
—Sí, es cocaína, por supuesto que es cocaína. Colombia es el principal productor de cocaína del mundo, Conchita.
—¡Oh!
—¿Quieres? —Le tendió el paquete.
—No, gracias.
Aquello hizo que él se riese a carcajadas.
—¿No quieres nieve colombiana de categoría A superespecial sin cortar?
—No tomo drogas —respondió ella, un tanto avergonzada, como si fuese un insulto a su orgullo nacional.
De pronto él se puso serio.
—Sí, la Conchita de Carlos está limpia.
Ella atribuyó las primeras señales a su sangre latina, sólo otra característica que era refrescante y distinta. Él llamaba y decía:
—Carlos va ahora.
—¿Ahora?
—Por supuesto que ahora. Carlos echa de menos a su Conchita.
—Yo también te echo de menos, pero no puedo verte hasta las tres.
—¿Las tres de la tarde?
—Tengo otros clientes, ya sabes.
Él soltó una palabra en español, dos sílabas cortantes.
—Carlo-o-o-o-s —ella estiró el nombre para tranquilizarlo.
—¿Cuánto te pagan?
—Lo mismo.
—¿Te traen flores?
—No, Carlos…
—¿Te dan un poco más?
—No.
—¿Entonces por qué los recibes?
—Tengo que ganarme la vida.
Él permaneció en silencio hasta que ella pronunció su nombre.
—Carlos vendrá mañana. Carlos quiere ser el primero, ¿lo entiendes? El primer amor del día.
—Me llamó un día y dijo que enviaría a alguien a recogerme. Aparecieron dos tipos que no conocía en un BMW, uno de aquellos con un mapa de carreteras en una pantalla de televisión en el salpicadero, y me llevaron a Camp’s Bay. Nos bajamos del coche, pero no se podía ver la casa, estaba en lo alto de una ladera. Subías en un ascensor. Todo era de cristal y la vista de otro mundo, pero en realidad no había mobiliario. Carlos dijo que sólo la había comprado y que debía ayudarle, porque no era muy bueno con la decoración y comprando muebles.
»Quizás aquella fue la primera noche en que lo entendí. Llevaba allí media hora cuando consulté mi reloj, pero Carlos se enfureció y dijo: “No mires tu reloj”.
»Cuando fui a protestar, añadió: “Carlos se encargará de ti, ¿vale?”.
»Comimos en la terraza, sentados en una manta, y Carlos habló como si fuésemos novios. Los otros dos que me habían ido a buscar estaban por alguna parte, y me dijo que eran guardaespaldas y que no había motivo para tener miedo.
»Entonces me preguntó: “¿Cuánto ganas en un mes, Conchita?”. No me gustaba decirlo. Muchos lo preguntan, pero nunca respondo: no es asunto suyo. Así que le contesté: “Es algo privado”.
»Entonces él me lo soltó. “Carlos no quiere que su novia vea a otros tipos. Pero sabe que debes ganarte la vida, así que te pagará lo que ganas. Más. El doble”.
»Así que yo le respondí: “No, Carlos, no puedo” y eso le puso furioso por primera vez. La emprendió a manotazos con la comida de la manta, me gritó en español y creí que me pegaría. Cogí mi bolso y dije que lo mejor sería que me fuera. Yo estaba asustada; él era otra persona, su rostro… aparecieron los guardaespaldas, hablaron con él y de pronto se calmó y sólo dijo: “Lo siento, Conchita, Carlos lo siente mucho”. Pero yo le pedí, por favor, si ellos podían llevarme a casa, y dijo que lo haría él mismo, y durante todo el camino se disculpó e hizo chistes y cuando me bajé del coche me dio dos mil. Los acepté porque creí que si intentaba devolvérselos se pondría furioso de nuevo.
»A la mañana siguiente llamé a Vanesa y le pregunté qué debía hacer, ese tipo creía que era su novia, quería pagarme para que estuviese sólo con él, y ella respondió que era una mala noticia, que debía librarme de él, que esa clase de cosas arruinaría mi negocio. Le dije gracias y adiós, porque no quería mencionarle que ese tipo estaba en el negocio de las drogas, que tenía un temperamento terrible y que no tenía ni idea de cómo librarme de él.
»Llamé a Carlos y él dijo que lo sentía muchísimo, que era su trabajo lo que le hacía comportarse así. Me envió flores, y comencé a pensar que todo iría bien. Pero entonces ellos atacaron a uno de mis clientes, delante de la puerta de mi habitación en el Gardens Centre.
El dormitorio principal de la casa de Camp’s Bay tenía ahora una cama con dosel. Había contratado a un famoso y caro interiorista que había comenzado con el dormitorio; todo era blanco: las cortinas, las mantas y las sábanas, y las cortinas alrededor de la cama, que colgaban como velas de un barco. Se comportó como un niño pequeño, con las manos sobre sus ojos durante todo el recorrido del pasillo y luego: «¡Tachín!» y vigiló su reacción. Le preguntó cuatro o cinco veces: «¿Te gusta el dormitorio principal?» y ella respondió: «Es hermoso», porque lo era.
Él se zambulló en la cama y dijo: «Ven a Carlos», y se mostró exuberante, incluso más orgulloso de lo habitual, y ella intentó olvidarse de los guardaespaldas que rondaban por algún lugar de la casa.
Más tarde él permaneció sobre ella y trazó suavemente pequeños círculos alrededor de su pezón con la punta del crucifijo de oro.
—¿Dónde vives, Conchita?
—Ya lo sabes…
—No, ¿dónde vives?
—Gardens Centre —respondió ella, con la ilusión de que lo dejase correr.
—¿Crees que Carlos es estúpido porque parece estúpido? ¿Trabajas allí, pero dónde está tu casa, dónde está el lugar con tus fotos en la nevera?
—No puedo permitirme otro lugar, me pagas muy poco.
—¿Carlos te paga poco? Carlos te paga demasiado. El contable no deja de decirme: «Carlos, estamos aquí para obtener un beneficio, no lo olvides».
—¿Tienes un contable?
—Por supuesto. ¿Crees que Carlos es un pobretón? La cocaína es un gran negocio, Conchita, un negocio muy grande.
—Oh.
—¿Llevarás a Carlos a tu casa?
«Nunca», pensó ella, «nunca», pero respondió:
—Un día…
—¿No confías en Carlos?
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Conchita, puedes preguntarle a Carlos cualquier cosa.
—¿Mandaste que le pegasen a mi cliente?
—¿Qué cliente? —Pero no podía mantener la mentira y sus ojos mostraron una expresión astuta. «No es más que un niño», pensó ella, y se asustó.
—Sólo un cliente. Un tipo de cincuenta y tres años.
—¿Por qué crees que Carlos le pegó?
—Tú no. ¿Pero quizá tus guardaespaldas?
—¿El tipo compraba drogas?
—No.
—Ellos sólo pegan a las personas que no pagan las drogas, ¿vale?
—Vale. —Ella acababa de saber lo que deseaba. Pero no la ayudó en nada.