19

Abandonó el hotel Parow. Sus necesidades habían cambiado. Quería ser más anónimo, tener menos testigos de sus idas y venidas. Condujo hasta el centro de la ciudad, donde podía pasar más tiempo sin llamar la atención. Desde un teléfono público del Golden Acre llamó al detective de Umtata para pedir noticias de Khoza y Ramphele.

—Creía que iba a pillarlos.

—No consigo llegar a ninguna parte.

—No es fácil, ¿eh?

—No, no lo es.

—Sí —dijo el detective, más tranquilo ante la capitulación—. Por nuestra parte tampoco hemos conseguido nada.

—¿Nada de verdad?

—Nada.

En Adderley Street compró el Die Burger y fue a desayunar en el Spur, en Strand Street. Hizo el pedido y abrió el periódico. La noticia principal era el Campeonato Mundial de Fútbol de 2010. Al pie de la primera plana había un artículo titulado: Pareja gay arrestada por la muerte de una niña. Lo leyó. Una mujer había sido arrestada como presunta sospechosa del asesinato de la hija de cinco años de su compañera. A la niña la habían golpeado en la cabeza con un taco de billar, al parecer en un arranque de furia.

Le sirvieron el café. Abrió el sobrecito de azúcar, lo vertió en la taza y revolvió el café.

¿Qué intentaba hacer?

Si los niños no pueden depender del sistema judicial para que los protejan, ¿a quién pueden acudir?

¿Cómo conseguirlo? ¿Sería capaz de proteger a los niños a través de sus actos? ¿Cómo podría saber la gente que no podía poner un dedo sobre un niño? No tendría que haber dudas; la pena de muerte se había restablecido.

Probó la temperatura del café con un cuidadoso sorbo.

Tenía demasiada prisa. Sucedería. Llevaría algo de tiempo transmitir el mensaje, pero sucedería. Sólo se trataba de no perder la concentración.

—No va a poder ser —dijo la jefa de comunicación de Woolworth, una mujer blanca de unos cuarenta y tantos. Estaba sentada junto a André Marais, la sargento de policía, en una sala de reuniones del edificio principal de la cadena, en Longmarket Street. El contraste entre las dos mujeres era marcado. «Sólo se trata de dinero y del entorno», pensó Griessel. «Si coges a esta mujer con las uñas bien arregladas por la manicura, con un ajustado vestido gris y la pones a cargo de la mesa de guardia, en Claremont, durante tres meses, con un sueldo de policía, la mirarías de otra manera».

Había seis personas sentadas alrededor de la mesa redonda: January, el gerente de la tienda de Waterfront, Kleyn, la mujer de comunicación, Marais, Griessel y su compañero de turno durante este mes, el inspector Cliffy Mketsu.

—Oh, sí que es posible —afirmó Griessel en tono despectivo. Disfrutaba a base de bien—. Porque no le gustará la alternativa, señora Kleyn. —Él y Mketsu se habían puesto de acuerdo en que esta vez él haría de malo y Cliffy sería el detective xhosa bueno.

—¿Qué alternativa? —La boca muy roja era pequeña debajo de la nariz recta y de los ojos maquillados. Antes de que Griessel pudiese responder, ella añadió—: Y es Ms. Kleyn.

—¿McClean? —preguntó Cliffy, un tanto extrañado, y deslizó la tarjeta de la mujer sobre la mesa—. Pero aquí dice…

—Ms. —dijo ella—. No es Mrs. o Miss. Es una forma moderna de dirigirse a una mujer que probablemente aún no ha calado en la policía.

—Déjeme que le diga algo que sí que ha penetrado en la policía, Ms. Kleyn —manifestó Griessel, convencido de que no sería difícil comportarse de una manera cruel con esa mujer en particular—. Ha calado en nosotros que esta tarde vamos a celebrar una conferencia de prensa y diremos a los medios que hay un asesino en serie que corre suelto por los pasillos de Woollies. Vamos a pedirles que por favor alerten al público, que no sospecha nada, a mantenerse alejado de Woollies antes de que otra inocente clienta de mediana de edad sea estrangulada con el cordón de una tetera. Este modus operandi ha calado en la policía, Ms. Kleyn. Así que no me diga que no va a pasar nada, como si yo hubiese venido a pedirle que nos permitiese hacer carreras de carritos por sus pasillos.

Incluso a través del maquillaje vio que su rostro había adquirido un color rojo morado.

—Benny, Benny —dijo Cliffy en tono moderado—. No creo que debamos lanzar amenazas. También debemos comprender el punto de vista de Ms. Kleyn. Sólo está considerando los mejores intereses de sus clientes.

—Sólo está considerando los mejores intereses de su compañía. Yo digo que hablemos con la prensa.

—Es un chantaje —afirmó Kleyn, con menos confianza.

—Es innecesario —señaló Cliffy—. Estoy seguro de que podemos llegar a algún acuerdo, Mrs. Kleyn.

—Tendremos que hacerlo —dijo january, el gerente de la sucursal en Waterfront.

—¿Dije Mrs.? Oh, lo siento —se disculpó Cliffy.

—No podemos permitirnos esa clase de publicidad —afirmó January.

—Es la fuerza de la costumbre —añadió Cliffy.

—No dejaré que me chantajee —dijo Kleyn.

—Por supuesto que no, Ms. Kleyn.

—Me voy —anunció Griessel, y se puso de pie.

—¿Puedo decir algo? —preguntó la sargento Marais con voz amable.

—Por supuesto, Ms. Marais —asintió Cliffy en tono jovial.

—¿Le preocupa que les pueda pasar algo a sus clientes en la tienda? —preguntó a Kleyn.

—Por supuesto que sí. ¿Puede imaginarse las consecuencias que tendría esa publicidad?

—Claro que puedo —manifestó Marais—. Pero hay una manera de eliminar el riesgo del todo.

—¿Cuál? —dijo Kleyn.

Griessel se sentó de nuevo.

—Lo único que queremos hacer es que el sospechoso entable contacto conmigo. Confiamos en que iniciará una conversación para conseguir ser invitado a la casa de una mujer. No podemos enfrentarnos a él en la tienda o intentar arrestarlo: no hay motivos. Por lo tanto, no hay riesgo de confrontación.

—No lo sé… —manifestó Kleyn, y se miró con aire dudoso sus largas uñas rojas.

—¿Ayudaría si fuera la única policía en el supermercado?

—Cuidado con lo que dice, sargento —le advirtió Griessel.

—Inspector, llevaré una radio, y sabemos que el supermercado es un entorno seguro. Ustedes pueden esperar en el exterior.

—Creo que es una buena idea —intervino Cliffy.

—No veo por qué debemos cambiar un buen procedimiento policial sólo porque a la Gestapo no le guste —afirmó Griessel y volvió a levantarse.

Kleyn respiró hondo, como si fuese a reaccionar, pero él no le dio la oportunidad.

—Me voy. Si ustedes quieren venderse, háganlo sin mí.

—Me gusta su propuesta —se apresuró a decirle Kleyn a André Marais, para que Griessel pudiese oírla antes de salir.

Thobela estaba en la recepción del Waterfront City Lodge cuando llegó el Argus. El repartidor dejó el paquete de periódicos en el mostrador de madera con un golpe sordo. El titular lo tenía delante de la nariz, pero él aún estaba rellenando la tarjeta de registro y su atención no se fijaba en las grandes letras:

EL POLICÍA ASESINO SE CENTRA EN LOS PEDÓFILOS

Su boli se detuvo sobre el papel. ¿Qué habían escrito allí, qué sabían? El recepcionista, detrás del mostrador, estaba ocupado con el teclado del ordenador. Se forzó a acabar de escribir y entregó la tarjeta. El recepcionista le dio la llave electrónica de su habitación y le explicó dónde estaba.

—¿Puedo coger un periódico?

—Por supuesto, se lo cargaré a su cuenta.

Cogió el periódico, y su maleta, y fue hacia las escaleras. Leyó.

Un día antes de que el propietario de la guardería Collins Pretorius (34) fuera sentenciado por varios cargos de violación y abusos, al parecer se ha convertido en la segunda víctima de quien podría ser un policía asesino, armado con una assegai, y dispuesto a vengar los crímenes contra niños.

Se dio cuenta de que estaba inmóvil y de que el corazón le latía desbocado. Alzó la mirada, subió las escaleras hasta el primer piso y esperó a llegar allí antes de continuar leyendo.

El encargado de investigar el caso, el inspector Bushy Bezuidenhout de la Unidad de Crímenes Graves y Violentos (CGV), no descartó la posibilidad de que el arma blanca fuese la misma que se utilizó para matar a Enver Davids de una puñalada, hace tres días.

En un reportaje exclusivo, después de una llamada anónima a nuestra redacción, Argus reveló ayer que el arma blanca era una assegai…

¿Cuánto sabían? Su mirada recorrió las columnas.

El inspector Bezuidenhout admitió que la policía de momento no tiene sospechoso alguno. A la pregunta de si el asesino podría ser una mujer, dijo que no podía comentar la posibilidad (ver página 16: El factor Artemisa).

Abrió la puerta de la habitación, dejó la maleta en el suelo y desplegó el periódico sobre la cama. Buscó la página 16.

La mitología griega tiene su protectora de los niños, una despiadada diosa cazadora llamada Artemisa, que castiga la injusticia con flecha de plata y una puntería feroz y letal. ¿Pero hasta dónde es verosímil una vengadora de crímenes contra los niños?

«Es posible que el vengador sea una mujer», dijo la doctora criminóloga Rita Payne. «Somos despiadadas cuando se trata de proteger a nuestros hijos, y hay varios casos documentados de madres que han cometido crímenes muy graves, incluso el asesinato, para vengar actos cometidos contra sus hijos».

Pero hay una razón por la cual la presunta Artemisa moderna podría no ser una mujer. «Una assegai no es un arma habitual en una mujer. En las ocasiones en que las mujeres utilizan un puñal o un cuchillo para apuñalar o herir a una víctima, es un arma de oportunidad, sin premeditación», añadió la doctora Payne.

No obstante, esto no descarta del todo un vengador femenino…

Él se sintió incómodo con esta información. Dejó el periódico a un lado y se levantó para abrir la cortina. Tenía una vista del canal y la ruta de acceso al Waterfront. Contempló la incesante corriente de coches y peatones y se preguntó qué le molestaba, cuál era la causa de esta nueva tensión. El hecho de que la policía le estuviese investigando como si fuese un vulgar criminal. Ya sabía que esto ocurriría, no se había hecho ilusiones al respecto. ¿Era porque el periódico lo publicaba como algo tan banal? ¿Qué más daba si era un hombre o una mujer? ¿Por qué no centrarse en la raíz del problema?

Alguien estaba haciendo algo. Alguien estaba luchando.

—Artemisa.

Escupió la palabra, pero le dejó un regusto desagradable.

Desde que le había mencionado a Sonia, el clérigo parecía haberse cansado. Su pelo raro se veía aplastado contra el cráneo, de cuando en cuando se lo alisaba con su manaza. Una sombra de barba había aparecido en su mandíbula, a la luz de la lámpara de la mesilla, la camisa azul claro estaba arrugada y las mangas remangadas colgaban desiguales. Sus ojos se mantenían fijos en ella con la misma concentración, con la misma absoluta atención, pero ahora sugerían algo nuevo. Creyó ver allí la sospecha, la premonición de una tragedia.

—Hoy has estado muy convincente, Benny —dijo Cliffy Mketsu mientras seguían a André Marais al coche.

—Me cabreó con todo ese jodido Ms. —respondió, y vio cómo se envaraba la espalda de la sargento Marais delante de él—. ¿Ahora cree que tengo algo en contra de las mujeres, sargento? —añadió.

Él sabía qué le estaba pasando. Sabía que estaba caminando por el borde del abismo, jesús, las pastillas eran un infierno: quería una copa, su cuerpo era una garganta reseca.

—No, inspector —dijo Marais con una docilidad irritante.

—Porque entonces estaría en un error. Sólo tengo algo contra las mujeres como ella —añadió con voz de falsete—: «Es una forma moderna de dirigirse a las mujeres que probablemente aún no ha calado en la policía». ¿Por qué siempre tienen algo que decir sobre la puta policía? ¿Por qué?

Dos hombres de color venían caminando hacia ellos por la acera. Miraron a Griessel.

—Benny… —dijo Cliffy con una mano apoyada en su brazo.

—Vale —Griessel sacó las llaves del bolsillo de la chaqueta cuando llegaron al coche. Abrió la puerta, entró y se tumbó sobre el asiento para abrir las otras puertas. Mketsu y Marais entraron. Metió la llave en el contacto—. ¿Por qué quiere ser una Ms.? ¿Para qué? ¿Qué hay de malo con Mrs.? O con Miss. Fue bastante bueno durante seis mil años y ahora ella quiere ser una jodida Ms.

—Benny.

—¿Para qué, Cliffy? —No podía hacer esto. Necesitaba una copa. Buscó el trozo de papel en el bolsillo, sin tener la seguridad de dónde lo había puesto.

—No lo sé, Benny —dijo Cliffy—. Vamos.

—Espera un momento.

—Si yo fuese ella, también querría ser una Ms. —manifestó André Marais en voz baja desde el asiento trasero.

Encontró el papel, se desabrochó el cinturón de seguridad y dijo:

—Perdonad. —Salió del coche. Leyó el número en el papel y lo marcó en el móvil.

—Barkhuizen —dijo la voz al otro lado.

Anduvo por la acera para alejarse del coche.

—Doc, esas píldoras que me dio no me sirven de nada. No puedo seguir. No puedo hacer mi trabajo. Soy un absoluto cabrón. Quiero pegarles a todos. No puedo seguir así, Doc, voy a comprarme un puto litro de brandy y me lo beberé, Doc, ¿me escucha?

—Le escucho, Benny.

—Bien, Doc, sólo quería decírselo.

—Gracias, Benny.

—¿Gracias, Benny?

—Es usted quien decide. Pero, hágame un favor, antes de servirse el primero.

—¿Qué quiere, Doc?

—Llame a su esposa. Y a sus hijos. Cuénteles la misma historia.