18

A la mañana siguiente ella le llamó a su habitación del hotel. Desde una cabina pública, con Sonia en el hombro.

—Quinientos rands —fue como se identificó a sí misma con una voz calma que no traicionó su ansiedad.

A él le costó sólo unos segundos deducir quién era.

—¿Puedes estar aquí a las seis? —preguntó.

—Sí.

—Habitación 1036, en el Holiday Inn, delante de la entrada del Waterfront.

—A las seis —repitió ella.

—¿Cómo te llamas?

Su cerebro pareció dejar de trabajar. No quería darle su nombre, pero no se le ocurría otro. No debía vacilar demasiado o él sabría que era una mentira; dijo la primera palabra que acudió a sus labios.

—Bibí.

Más tarde se preguntaría por qué. ¿Significaría algo, tendría alguna connotación psicológica, alguna pista que le permitiera comprenderse mejor a sí misma? De Christine a Bibí. Un salto, una nueva identidad, una nueva creación. En cierto sentido, era un nacimiento. También era un muro. Al principio, delgado como un papel, transparente y frágil. Al principio.

—He pensado mucho en ello —dijo, porque esta vez quería relatar la historia correctamente.

—El dinero era lo más importante. Como cuando juegas a la lotería y piensas en lo que harás con el premio. En tu imaginación te lo gastas en ti misma y en tu hija. Cosas sensatas: no vas a desperdiciar tu fortuna. No vas a hacer como los nuevos ricos. Por eso vas a ganar. Te lo deben. Te lo mereces.

»Pero el dinero no era lo más importante. Había otro aspecto, algo que sucedía desde mis días de la escuela. Cuando me acosté con el amigo de mi padre. Y el profesor. Cómo me sentía. Les controlaba, pero no me controlaba a mí misma. ¿Cómo puedo explicarlo? No estaba en mí. Sin embargo, sí que estaba.

Comprendió que no eran las palabras correctas para describirlo e hizo un gesto de irritación con las manos. El clérigo no respondió, sino que esperó expectante, o quizás estaba clavado en su silla.

Ella cerró los ojos, llevada por la frustración.

—Lo fácil es el poder —continuó—. El tío Sarel, el amigo de mi padre, un día me llevó en su coche cuando volvía caminando a casa por la tarde. Cuando abrí la puerta del coche y vi la mirada en su rostro, supe que me deseaba. Me pregunté qué diría, qué haría. Sujetaba el volante con las dos manos porque temblaba y no quería que yo lo viese. Fue entonces cuando sentí lo fuerte que era. Jugué con él. Dijo que quería hablar conmigo, sólo un rato, y ¿podíamos ir a dar una vuelta? Tenía miedo de mirarme y vi lo desesperado que estaba porque yo estaba muy tranquila, así que le dije: «Vale, será bonito». Me comporté como si fuese inocente, porque era lo que él quería. Habló, ya sabe, puras tonterías, sólo hablar, y se detuvo junto al río y yo seguí actuando y él me dijo: cómo me había estado mirando durante tanto tiempo y lo sexi que era, pero que me respetaba, y entonces yo le puse la mano en la polla y miré su rostro y su mirada, y su boca hizo un gesto ridículo y… y me excitó.

»Fue una bonita sensación saber que me deseaba, era bonito ver cuánto me deseaba, y me hacía sentir deseada. Tú padre cree que no eres nada, pero ellos no lo piensan. Algunos mayores creen que eres fantástica.

»Pero cuando tuvo sexo conmigo, fue como si yo no estuviese en mi cuerpo. Era alguna otra persona y yo quedaba de lado. Podía sentirlo todo, podía sentir su polla y su cuerpo y todo, pero estaba fuera. Miraba al hombre y a la chica y pensaba: ¿Qué está haciendo? Acabaré dañada. Pero eso también estaba bien.

»Fue lo más extraño de todo, que el daño también estaba bien.

Encontró a alguien que la reemplazase en Trawlers. Pasó el día con Sonia, paseó con su bicicleta por el frente marítimo hasta la piscina en Sea Point y regresó lentamente por el mismo camino. Pensó en cómo se vestiría y sintió la anticipación y aquella vieja sensación de estar fuera de sí misma, aquella vaga conciencia del daño y la extraña satisfacción que lo acompañaba.

A las cuatro de la tarde dejó a su hija con la canguro y se dio un baño, se lavó y secó el largo cabello. Se puso un tanga, el top estampado, los tejanos y las sandalias. A las cinco y media se montó en la bici y fue sin prisas para no llegar al hotel sin aliento y sudorosa. Era casi como una cita, pensó. Mientras se movía entre el tráfico de la hora punta en Kloof Street, vio a los hombres en sus coches que giraban la cabeza. Sonrió para sus adentros, porque ninguno de ellos sabía qué era y adonde iba. Aquí viene la puta en su bicicleta.

No era tan malo.

Él era un tipo normal. Sin peticiones extrañas. La recibió con una cortesía un tanto exagerada y le habló en susurros. Él quería que le acariciase, le tocase y se acostase a su lado. Pero primero ella tuvo que desnudarse y él se estremeció y dijo: «Dios, qué cuerpo tienes», y pasó sus dedos lentamente por sus pantorrillas, los muslos y el vientre. Le besó los pechos y le chupó los pezones. Luego el sexo. Llegó al orgasmo deprisa, gimiendo y con los ojos muy cerrados. Se quedó sobre ella y preguntó: «¿Qué te ha parecido?». Ella dijo que maravilloso, porque eso era lo que él quería oír.

Cuando volvió en bicicleta a su casa por la larga cuesta, pensó con cierta compasión que él lo que quería de verdad era hablar.

De su trabajo, de su matrimonio, de sus hijos. Lo que de verdad quería era expulsar la soledad de las cuatro paredes de la habitación del hotel. Lo que quería de verdad era un oído comprensivo.

Cuando más tarde se convirtió en su profesión a tiempo completo, comprendió que la mayoría de ellos eran así. Le pagaban para ser alguien, de nuevo, durante una hora.

Aquella noche se sintió afortunada, porque él podría haber sido una bestia. En su pequeño apartamento, mientras Sonia dormía, sacó los cinco billetes de cien rands nuevos de su bolso y los desparramó delante de ella. Casi una semana de trabajo en Trawlers. Si podía hacer sólo un hombre al día, durante sólo cinco días a la semana, serían diez mil rands al mes. Una vez pagadas las facturas, le quedarían siete mil para gastar. Siete mil rands.

Tres días más tarde compró un móvil y puso un anuncio en el Die Burger’s Snuffelgids. Leyó con mucha atención los otros anuncios en la sección de «servicios para adultos» antes de decidir la redacción: Bibí, nueva y muy fogosa. Rubia de veintidós años con un cuerpo de ensueño. Placer garantizado, sólo empresarios de alto nivel. Y el número.

Apareció un lunes por primera vez. El teléfono sonó apenas pasadas las nueve de la mañana. Con toda intención, no atendió de inmediato. Después, con una voz tranquila: «Hola».

Él no tenía habitación de hotel. Quería venir a su casa. Le respondió que no, sólo iba a hoteles y domicilios. Pareció desilusionado. Antes de que sonase de nuevo el teléfono, pensó: «¿Por qué no?». Pero había demasiadas razones. Era su apartamento y el de Sonia; aquí era Christine. A salvo, sólo ella conocía la dirección. Lo mantendría de esa manera.

Se estableció un patrón. Si llamaban por la mañana, eran hombres del lugar que querían venir a su casa. A última hora de la tarde y de la noche eran citas de hotel. La primera semana ganó dos mil rands, porque sólo aceptaba una llamada a última hora de la tarde, y luego apagaba el teléfono. El jueves su hija no se había encontrado bien y decidió no trabajar. La segunda semana decidió hacer dos por día, uno a última hora de la tarde y otro a primera hora de la noche. No podía ser demasiado malo y le daba tiempo para darse un buen baño, perfumarse… Doblaría los ingresos y compensaría por las noches en que no había clientes.

Clientes. Ésa no era su palabra. Una tarde recibió una llamada, una voz de mujer. Vanessa. «Estamos en el mismo ramo. Vi tu anuncio. ¿Quieres tomar un café?».

Aquella fue su iniciación en lo que Vanessa, su verdadero nombre era Truida, llamaba la Asociación de Putas Caras del Cabo. «Oh, es como un instituto femenino, sólo que no abrimos con la lectura de las Escrituras y rezos». Vanesa era Joven estudiante pelirroja, en los suburbios del norte. Ven y enséñame cómo. Cara y exclusiva.

Le recitó la historia de su vida en una cafetería en el Church Street Malí. Una mujer de facciones afiladas con un cutis impecable, una cicatriz en la barbilla y el pelo rojo de un tinte muy caro. Era de Ermelo. Había querido escapar de la opresión de su ciudad natal y de la vida de clase media de sus padres. Había hecho un curso de secretariado de un año en un colegio técnico de Johannesburgo y trabajado en Midrand para una compañía que reparaba compresores. Se enamoró de un joven sueco que conoció en un club de baile en Sandton. Karl. Su libido no tenía límites. Algunas veces se pasaban fines de semana enteros en la cama. Ella se convirtió en adicta a los intensos y múltiples orgasmos, al estímulo constante y a la tremenda energía. Por encima de todo, deseaba continuar satisfaciéndole, pese a que cada semana le costaba un poco más, un paso más en territorio desconocido. Era como una rana en el agua que se calienta poco a poco. Se sentía hipnotizada por su cuerpo, su pene, su conocimiento mundano. Alcohol, juguetes, éxtasis, juegos de rol. Una tarde él llamó a una prostituta para hacer un trío. Un mes más tarde la llevó a un «club»: una preciosa casa en un pequeño barrio privado cerca de Bryanston. Allí le conocían, un hecho que ella registró vagamente. La primera semana tuvo que mirar mientras él mantenía relaciones sexuales con dos de ellos, la segunda semana tuvo que participar —cuatro cuerpos moviéndose como serpientes— y llegó el momento en que él quiso mirar mientras ella tenía sexo con dos clientes varones en un enorme dormitorio en una cama con dosel.

Cuando oyó por primera vez lo que ganaban las chicas en Bryanston, se rio incrédula. Seis semanas después de que Karl la abandonase, fue al club y pidió un trabajo. Deseaba poder verle allí; quería el dinero porque había perdido totalmente el rumbo. Pero no estaba tan perdida como para no ver el funcionamiento de aquello. La mayoría de las chicas mantenían a hombres, que les pegaban, que les quitaban su dinero todos los domingos para comprarse bebida o drogas. Muchas de ellas dependían de los sobres de cocaína, algunas veces de heroína, que había a libre disposición. El club se quedaba con la mitad de las ganancias. Una vez que se quitó a Karl de la sangre, vino a Ciudad del Cabo, sola, con experiencia y un propósito.

—El truco está en ahorrar, para no acabar dentro de diez años en la calle como las putas de cincuenta rands, esperando a que alguien quiera una mamada rápida. Mantente apartada de las drogas y ahorra. Retírate cuando cumplas los treinta. ¿Sabes que hay que preguntarles el nombre?

—No.

—Cuando llaman, pregunta quién habla. Pregunta su nombre.

—¿Qué sentido tiene? La mayoría de ellos miente.

—Si mienten, es una buena noticia. Sólo los casados mienten. Nunca he tenido problemas con un casado. Son aquellos que no pueden conseguir una esposa a los que tienes que vigilar. El secreto está en usar el nombre que te dan cuando hablas con ellos. Una y otra vez. Es así como te vendes por teléfono. Recuérdalo, está mirando los escaparates y hay muchos anuncios y opciones, y él no puede reclamar quinientos rands a la Seguridad Social. Di su nombre, incluso si es falso. Dile que le crees y que confías en él. Dile que tú crees que es importante. Le masajeas el ego, le haces sentir especial. Por eso llama. Para que alguien le haga sentirse especial.

—¿Por qué me enseñas todos estos trucos?

—¿Por qué no?

—¿No estamos en la competencia?

—Cariño, sólo es cuestión de oferta y demanda. La demanda por parte de los hombres necesitados en este lugar es ilimitada, pero la oferta de putas que de verdad valgan quinientos rands la hora es…, Jesús, tendrías que ver a algunas de ellas. Y los hombres aprenden. Búscate otro lugar donde trabajar. No quieras que los clientes te molesten en casa. Lo hacen, se te aparecen borrachos un sábado por la noche sin cita y se plantan en tu umbral llorando: «Te quiero, te quiero».

»Una vez gané cincuenta y cinco mil rands en un mes; mierda, nunca cerré las piernas, fue un poco duro. Pero si puedes hacer tres tíos por día, puedes ganar treinta mil en un buen mes, libres de impuestos. Cosecha mientras brilla el sol, porque algunos meses son bajos. Diciembre es fantástico. Anúnciate también en el Argus, allí te encontrarán los turistas. También en el Sextrader en Internet. Si tiene acento, pide seiscientos.

»Es culpa de sus esposas. Todos dicen lo mismo. Mamá no quiere hacerlo más. Mamá no me la chupa. Mamá no quiere probar cosas nuevas. Escucha lo que te digo, somos terapeutas, veo cómo vienen y cómo se van.

Vanessa le habló de los otros miembros de la APCC: afrikáners e inglesas, blancas, mulatas, negras y una pequeña y delicada mujer de Tailandia. Christine sólo conoció a tres o cuatro de ellas y habló con otras por teléfono, pero no quería verse involucrada; quería mantener la distancia y el anonimato. Aunque siguió sus consejos. Buscó un apartamento en el Gardens Centre y puso el listón más alto. Fluyó el dinero.

Los días y las semanas establecieron una rutina. Las mañanas y los fines de semana eran de Sonia, excepto aquellas ocasiones en que la citaban para un fin de semana de cacería, pero el dinero hacía que valiese la pena. Trabajaba de doce de la mañana a nueve de la noche después recogía a su hija en la guardería, donde creían que era enfermera.

Cada trimestre llamaba a su madre.

Compró un coche al contado, un Volkswagen City Golf azul de 1998. Se mudaron a un apartamento más grande, con dos dormitorios en el mismo edificio. Lo amuebló pieza a pieza como un rompecabezas. Televisión vía satélite, una lavadora y un microondas. Una mountain bike por seis mil rands, sólo porque el vendedor la miró de arriba abajo y le mostró los modelos de setecientos noventa y nueve.

Un año después de haber colocado el primer anuncio, ella y Sonia se fueron a Knysna para disfrutar de dos semanas de vacaciones. En el camino de regreso se detuvo delante de un semáforo en la ciudad y vio el cartel que señalaba Ciudad del Cabo a la izquierda y Port Elizabeth a la derecha. En aquel momento quiso ir a la derecha, a cualquier otra parte, a una nueva ciudad, a una nueva vida.

Una vida normal.

Sus clientes habituales la habían echado de menos. Había muchos mensajes en el móvil cuando lo encendió.

Llevaba casi dos años en Ciudad del Cabo cuando llamó a casa de nuevo. Su madre lloró al oír la voz de su hija. «Tú padre murió hace tres semanas».

Ella oyó que las lágrimas de su madre no eran sólo por la pérdida: también expresaban reproche. Implicaban que Christine había contribuido al infarto. Reproche porque su madre había tenido que soportarlo todo ella sola. Porque no había tenido a nadie en quien apoyarse. No obstante, la emoción que experimentó Christine fue sorprendentemente aguda y profunda, y respondió con un grito de dolor.

—¿Qué ha sido ese ruido? —preguntó su madre.

Ella en realidad no lo sabía. Había pérdida, culpa, autocompasión y dolor, pero era la pérdida lo que la aturdía. Le había odiado tanto. Se echó a llorar y sólo más tarde analizó todas las razones: lo que había hecho, su ausencia, la responsabilidad en su muerte. La soledad de su madre y su súbita liberación. La pérdida permanente de la aprobación de su padre. La primera comprensión de que la muerte también la esperaba a ella.

Pero no pudo explicarse por qué después habló de Sonia.

—Tengo una hija, mamá.

Salió así, como un animal que hubiese estado vigilando la puerta de la jaula durante meses.

Su madre tardó mucho en responder, lo suficiente como para que ella desease no haberlo dicho. Pero la reacción de su madre no fue la que esperaba:

—¿Cómo se llama?

—Se llama Sonia, mamá.

—¿Tiene dos años? —Su madre no era estúpida.

—Sí.

—Mi pobre, pobre hija. —Lloraron juntas por todo. Pero cuando su madre preguntó más tarde: «¿Cuándo podré ver a mi nieta? ¿En Navidad?», ella se mostró evasiva.

—Trabajo en Navidad, mamá. Quizás en Año Nuevo.

—Puedo ir allí. Puedo cuidarla mientras tú trabajas. —Oyó la desesperación en la voz de su madre, una mujer que necesitaba algo bueno y bonito en su vida, después de años de sufrimientos. En aquel instante Christine quería dárselo. Estaba muy ansiosa por pagar su deuda, pero aún tenía un secreto que no podía compartir.

—Iremos a verte, mamá. En enero, te lo prometo.

No trabajó aquella tarde.

Aquella noche, después de que Sonia se quedase dormida, se cortó a sí misma por primera vez. No tenía idea de por qué lo hizo. Podría haber sido por su padre. Buscó en el baño y no encontró nada. Así que buscó en la cocina. En un cajón encontró el cuchillo que utilizaba para cortar las verduras. Lo llevó a la sala de estar, se sentó y se miró a sí misma y supo que no se cortaría donde se viese; no, con su profesión. Fue por eso que escogió el pie, la parte blanda entre el talón y la planta. Apretó el cuchillo y lo movió. La sangre comenzó a fluir y se asustó. Fue a la pata coja hasta el baño y puso el pie en el borde de la bañera. Sintió el dolor. Miró cómo las gotas resbalaban por el costado de la bañera.

Más tarde limpió el rastro de sangre. Sintió dolor. Rehusó pensar en él. Sabía que lo volvería a hacer.

Tampoco trabajó al día siguiente. Era a principios de diciembre, el mes de la bonanza. No quería continuar. Quería la clase de vida donde pudiera decirle a Sonia: «La abuela Martie vendrá a visitarnos». Estaba cansada de mentir en la guardería y a las otras madres. Estaba cansada de los clientes y de sus patéticas peticiones, de sus necesidades. La próxima vez quería decirle «sí» a un hombre apuesto y cortés que se acercase a su mesa en el McDonald’s y preguntase si podía invitarlas a un helado. Sólo una vez.

Pero era la temporada de vacaciones, el mes en el que corría el dinero.

Llegó a un acuerdo consigo misma. Trabajaría todo lo que pudiese en diciembre, de forma que pudiesen permitirse pasar el enero con su madre en Upington. Cuando regresase, se buscaría otro trabajo.

Mantuvo el acuerdo. Martie van Rooyen se volcó por entero en su nieta en aquellas dos semanas en Upington. También intuyó algo en la existencia de su hija.

—Has cambiado, Christine. Te has vuelto dura.

Le mintió a su madre sobre su trabajo, dijo que hacía esto y aquello, trabajaba aquí y allá. Se cortó el otro pie en el baño de su madre. Esta vez la sangre le dijo que debía parar. Parar del todo.

Al día siguiente le dijo a su madre que esperaba conseguir un empleo permanente. Y lo hizo.

Fue contratada como representante de ventas de una pequeña compañía que elaboraba cremas faciales medicinales a partir de extractos de bambú de mar. Tenía que visitar las farmacias del centro y los suburbios del sur. Duró dos meses. El primer problema fue cuando entró en la farmacia Link en Noordhoek y reconoció al farmacéutico como uno de sus antiguos clientes. El segundo tropiezo fue cuando su nuevo jefe apoyó la mano sobre su pierna mientras viajaban en su coche. La última piedra fue el talón de pago al final de mes. El sueldo bruto: nueve mil rands. Ingreso neto: seis mil cuatrocientos rands, incluidas las comisiones de venta, después de pagar los impuestos, el seguro de desempleo y quién sabe qué más habían restado.

Se repensó los planes. Tenía veintiún años. Como acompañante había ganado más de treinta mil rands en un mes y había ahorrado veinte mil. Después de comprar el coche y hacer otros cuantos gastos considerables, aún le quedaban casi doscientos mil en el banco. Si sólo pudiera trabajar otros cuatro años… hasta que Sonia fuese a la escuela. Sólo cuatro años, ahorrar doscientos, doscientos cincuenta al año, quizá más. Entonces podría permitirse un trabajo normal. Sólo cuatro años.

Casi funcionó. Excepto que un día atendió el teléfono y Carlos Sangrenegra dijo:

—¿Conchita?