17

Griessel estuvo buscando el cebo durante todo el día, una mujer policía de mediana edad para que empujase un carrito arriba y abajo en el Woolworths del Waterfront el viernes por la noche. Con un poco de suerte, el cabrón podría elegirla. Alguien acabó por sugerirle a la sargento Marais, en Claremont, a punto de cumplir los cuarenta, que podía encajar en el papel. La llamó por teléfono y quedó de acuerdo para hablar con ella.

Fue por la M5, porque era más rápido, y salió en Lansdowne para ir hasta Main Road. En la rampa de salida, apenas a la izquierda de la carretera, había un anuncio, muy ancho y alto. Castle Lager. Cerveza. A la mierda, no había bebido cerveza en años, pero el cartel mostraba un vaso con gotas de humedad corriendo por los lados, una capa de espuma blanca y el contenido del color de la orina. Tuvo que frenar en el semáforo y mirar el maldito vaso de cerveza. Podía saborearla, aquel sabor seco y amargo. Podía sentirla deslizándose por su garganta, pero por encima de todo podía sentir el calor extendiéndose por su cuerpo por la medicina de la barriga.

Cuando volvió a sus sentidos, alguien le estaba pitando, un único e impaciente bocinazo. Se sobresaltó y se puso en marcha, y sólo entonces comprendió qué había pasado y se asustó por la fuerza del encantamiento.

Pensó: ¿qué coño voy a hacer? ¿Cómo se lucha contra algo como esto, con o sin pastillas? Jesús, no había bebido cerveza en años.

Se dio cuenta de que estaba apretando el volante e intentó respirar, intentó recuperar la respiración mientras conducía.

Antes de que se levantase de detrás de la mesa, ya supo que la sargento era perfecta. Tenía aquel aspecto desvalido, con más kilometraje en el odómetro de lo que correspondía a los años del modelo; llevaba el pelo teñido de rubio. Dijo que su nombre era André. Su sonrisa mostraba uno de los dientes delanteros un tanto torcido. Parecía esperar algún comentario referente a su nombre.

Se sentó delante de ella y le habló del caso y de sus sospechas. Añadió que ella sería ideal, pero que no podía obligarla a tomar parte en la operación.

—Estoy dentro —dijo la sargento.

—Podría ser peligroso. Tendremos que esperar a que él intente algo.

—Estoy dentro.

—Háblelo con su marido esta noche. Consúltelo con la almohada. Puede llamarme mañana.

—No será necesario. Lo haré.

Griessel habló con el jefe de la comisaría, le pidió permiso, aunque no necesitaba hacerlo. El fornido capitán de color se quejó de que no tenía suficiente personal, le faltaban hombres, y Marais era una persona clave: ¿quién haría su trabajo mientras no estaba allí? Griessel explicó que sólo serían los viernes a partir de las cinco y que el pago de las horas extraordinarias no aparecería en el presupuesto de la comisaría. El capitán asintió.

—De acuerdo.

Fue a Gardens a última hora de la tarde con la dirección de su piso en un trozo de papel, en el asiento del pasajero.

Friend Street… ¿qué coño de nombre era ese? Mount Nelson’s Mansions. Número uno dos ocho.

Él nunca había vivido en esa zona. Durante toda su vida había estado en los suburbios del norte, desde el colegio en Parow Arrow, aparte del año en Pretoria, en la Escuela de Policía, y de tres años en Durban como agente. Jesús, nunca había querido volver allí, al calor, la humedad y el hedor. Curry y maría y todo en inglés. En aquellos días tenía un acento que se podía cortar con un cuchillo y los souties y los indios se burlaban de él o le insultaban, tanto si eran sus colegas como personas a las que detenía. Macaco gilipollas. Cerdo de mierda. Soplapollas.

Mount Nelson’s Mansions. Había una verja de acero delante y una gran puerta de seguridad. Tuvo que aparcar primero en la calle y apretar un botón junto a una placa que decía «conserje» para entrar y recoger las llaves y el mando a distancia de la reja. Un edificio de ladrillos que nunca había sido una mansión, de unos treinta o cuarenta años de antigüedad. Ni bonito, ni feo, entre dos bloques de apartamentos pintados de blanco.

El conserje era un viejo xhosa.

—¿Es policía? —le preguntó.

—Lo soy.

—Eso está bien. Necesitamos a un policía.

Sacó las maletas del coche y las arrastró por las escaleras hasta el primer piso. Uno dos ocho. La puerta necesitaba una mano de barniz. Tenía una mirilla en el centro y dos cerraduras. Encontró las llaves correctas y abrió la puerta. El suelo de parqué, los muebles destartalados, excepto la barra de la cocina sin taburetes, unos pocos armarios de cocina y una vieja cocina Defy de tres fuegos y un horno. Una escalera de madera. Dejó las maletas y subió las escaleras. Arriba había una cama, una cama de una plaza, que había estado guardada en el garaje, su garaje. Su antiguo garaje. Sólo la cabecera y los pies y el colchón de gomaespuma, con una desteñida funda azul estampada. La ropa de cama estaba en una pila a los pies. La almohada, la funda, las sábanas, las mantas. Había un armario empotrado. Una puerta daba a un baño pequeño.

Bajó para recoger las maletas.

Ni siquiera una maldita silla. Si quería sentarse, tendría que hacerlo en la cama.

Nada con lo que beber, comer o hervir agua. Lo había jodido todo. Tenía menos que cuando había ido a la Escuela de Policía.

Jesús.

En la habitación del hotel, Thobela buscó en la «P» de la guía telefónica. Había un nombre, Colin Pretorius, escrito así, y la dirección, 122 Chantelle Street, Parow. Fue hasta el Sanlam Centre en Voortrekker Road y compró una guía callejera de Ciudad del Cabo.

Mientras el sol desaparecía detrás de Table Mountain, fue hasta Hannes Louw Drive y giró a la izquierda en Fairfield, luego a la derecha en Simone y, después de una larga curva, a la izquierda en Chantelle. Los números pares estaban a la derecha. El número 122 era una casa sencilla con barrotes contra ladrones y una reja de seguridad. En el jardín había dos cipreses ornamentales, unos arbustos y el césped verde bien segado, rodeado por un muro en la parte de atrás y por los lados. Ninguna señal de vida. En la pared del garaje, encima de la puerta, había un cartel azul y plata: Cobra Security. Armed Rapid Response.

Tenía un problema. Era un negro en un suburbio blanco. Sabía que el hecho de conducir una camioneta ayudaría, le mantendría libre del color y anónimo en el atardecer. Pero no sería siempre. Si daba vueltas demasiado tiempo o pasaba demasiadas veces, alguien se fijaría en el color de su piel y comenzaría a hacerse preguntas.

Dio una vuelta más a la manzana y pasó de nuevo delante del 122. Esta vez se fijó en las casas vecinas y en el largo trozo de parque que seguía la curva de Simone Street. Luego tuvo que marcharse, de regreso al centro comercial. Necesitaba unas cuantas cosas.

Griessel se sentó en la cama sin hacer nada y miró el armario. Su ropa no alcanzaba a llenar una tercera parte del espacio. Era el espacio vacío lo que le fascinaba.

En casa, su armario estaba lleno de ropa que no se había puesto en años: prendas que le iban pequeñas o estaban tan anticuadas que Anna le había prohibido usarlas.

Pero aquí podía contar con los dedos de una mano cada tipo de prenda que ella había metido en la maleta para él, a excepción de los calzoncillos: unos ocho o nueve, que había apilado en el estante del medio.

La colada. ¿Cómo se las apañaría? Ya tenía dos días de ropa sucia apilada en un montón en el fondo del armario, junto al único par de zapatos. Y planchar; joder, hacía años que él no cogía una plancha. Cocinar, lavar platos. ¡Pasar la aspiradora! El dormitorio tenía una moqueta marrón sucio que iba de pared a pared.

—Joder —dijo y se levantó.

Pensó de nuevo en el anuncio de cerveza.

Dios, no, aquello era lo que le había metido en esta situación. No debía. Tendría que encontrar algo que hacer. Había expedientes en su maletín. Pero ¿dónde trabajaría? ¿En la cama? Necesitaba un taburete para la barra del desayuno. Era demasiado tarde para salir a buscar uno ahora. Quería un café. Quizás el Pick & Pay de Gardens estuviera abierto. Cogió la cartera, el móvil y las llaves de su nuevo apartamento y bajó las escaleras hasta la vacía sala de estar.

Thobela compró una linterna pequeña, pilas, prismáticos y un juego de destornilladores, y se sentó en un restaurante a estudiar el mapa.

Su primer problema era cómo entrar en el suburbio. No podía aparcar cerca de la casa porque la camioneta estaba matriculada a su nombre. Alguien podría anotar el número de la matrícula. O recordarlo. Tendría que aparcar en alguna otra parte e ir caminando, pero seguía siendo arriesgado. Todas las casas tenían el cartel de una compañía de seguridad privada en la pared. Habría vehículos de patrulla, ojos atentos, dispuestos a llamar a un número de emergencia. «Hay un negro en nuestra calle».

Las probabilidades eran mejores durante el día —podía ser un jardinero de camino al trabajo—, pero por la noche los riesgos se multiplicaban.

Estudió el mapa. Su dedo siguió Hannes Louw Drive donde se cruzaba con la Ni. Si aparcaba al norte de la autopista, y utilizaba la estrecha franja de llanura y zonas verdes… Era una opción larga y lenta, pero se podía hacer.

En el caso en el que Collins Pretorius es acusado de molestar y violar a un niño, un chico de once años de edad declaró ayer cómo el acusado le llamó a su despacho hace tres años y le mostró material de naturaleza pornográfica. El acusado cerró la puerta con llave y más tarde comenzó a acariciarle y animó al chico a que hiciese lo mismo.

El siguiente problema sería entrar en la casa. La fachada era demasiado visible, tenía que entrar por la parte de atrás, donde el muro le ocultaba de los vecinos. Había barrotes. El contrato de seguridad significaba una alarma. Y un botón de emergencia.

La mujer, cuyo nombre no se ha hecho público, declaró que los síntomas de estrés de su hijo de cinco años, que incluían una agresión aguda, orinarse en la cama y falta de concentración, habían obligado a los padres a consultar a un psicólogo infantil. En la terapia, el chico habló de los abusos que había sufrido durante un período de tres meses a manos de Pretorius, propietario de una guardería.

Había dos alternativas. Esperar a que Pretorius volviese a casa o entrar. La primera opción era demasiado imprevisible, demasiado difícil de controlar. La segunda era complicada, pero no imposible.

Pagó su bebida. No tenía hambre. Demasiadas expectativas, una vaga tensión, un afilar de los sentidos. Fue a buscar su camioneta al aparcamiento y se marchó.

Durante el arresto, la policía confiscó el ordenador de Pretorius, numerosos CD-ROM y vídeos. El inspector Dries Luyt de la Unidad de Violencia Doméstica declaró ante el tribunal que la cantidad y la naturaleza de la pornografía infantil encontrada era la «peor que había visto la unidad».

Se sumó al tráfico.

Pensó en cuando estuvo con Pakamile, la semana anterior a su muerte, en el paisaje montañoso de Mpumalanga, más allá de Amers foort. Juntos, con las motos y otros seis estudiantes, en el brillante sol de la mañana, entre bonitas casas de madera y la mirada de su hijo fija en el instructor que les hablaba con tanto entusiasmo.

«El mayor enemigo del motociclista es la fijación de objetivo. Está en nuestra sangre. Por desgracia, la conexión entre los ojos y el cerebro funciona de esta manera: si miras un bache o una piedra, acabarás tragándotelo. Asegúrense de no mirar nunca directamente al obstáculo. A los pilotos de combate se les enseña a mirar a noventa grados del objetivo en el momento en que aprietan los botones de disparo de misiles. Una vez que has visto un obstáculo en la carretera, sabes que está allí. Busca la manera de evitarlo; mantén los ojos en la trayectoria segura. Tú y la moto la seguiréis automáticamente».

Estaba allí sentado pensando en que esto no sólo era una lección de motociclismo; la vida también funcionaba así. Aunque te dieras cuenta tarde o muy tarde. Algunas veces no veías las piedras. Como cuando volvió después de la guerra. Dispuesto para el combate, atento y preparado para la nueva Sudáfrica. Preparado para utilizar su entrenamiento, sus habilidades y su experiencia. Un alumno de la universidad de la KGB, licenciado en la escuela de francotiradores de la Stasi, un veterano con diecisiete eliminaciones en ciudades de Europa.

Nadie le había aceptado.

Excepto Orlando Arendse. Durante seis años protegió las rutas del narcotráfico y cobró deudas de la droga, hasta que comenzó a ver las piedras y los baches, hasta que necesitó buscar una trayectoria segura para no acabar aplastado por las rocas.

¿Y ahora?

Aparcó junto a Hendrik Verwoerd Drive, muy alto, en la cima del Tygerberg, desde donde se veía el Cabo extendiéndose delante hasta llegar a Table Mountain, resplandeciente en la noche.

Se sentó allí un momento, pero sin mirar el panorama.

El instructor de motociclismo estaba equivocado: evitar los obstáculos en la vida no era suficiente. ¿Cómo escoge un niño una trayectoria a través de toda esta maldad, todas esas terribles trampas? Quizá la vida necesitaba a alguien que despejase los obstáculos.

Cuando Griessel volvió al apartamento con las manos llenas de bolsas de Pick & Pay, el doctor Barkhuizen estaba delante de su puerta, con la mano en alto para llamar.

—He venido para ver si estaba bien.

Más tarde se sentaron en el suelo de la cocina y tomaron café instantáneo en las tazas nuevas con dibujos de flores, y Griessel le habló del anuncio de cerveza. El doctor dijo que sólo estaba en el principio. Comenzaría a ver aquello que antes había sido invisible. Todo el mundo conspiraría para tentarlo, el universo lo animaría a probar sólo un sorbo, sólo una copa.

—El cerebro es un órgano fantástico, Benny. Parece tener vida propia, una vida que nosotros desconocemos. Cuando bebes mucho, comienza a gustarle el equilibrio químico. Cuando lo dejas, comienza a hacer planes para recuperar el equilibrio. Es como una fábrica de pensamientos astutos, alojada en alguna parte, que envía las mejores intenciones a nuestro estado consciente. «Ah, no es más que una cerveza». «¿Qué mal puede hacer una copa?». Otra muy eficaz es la siguiente: «Me la merezco, llevo sufriendo toda una semana y me merezco una pequeña». O, todavía peor, aquella que dice: «Necesito tomar un trago ahora o perderé el control».

—¿Cómo coño se combate?

—Me telefonea.

—No puedo hacer eso cada vez…

—Sí, puede. A cualquier hora, día y noche.

—No será así para siempre, ¿verdad?

—No, Benny, le enseñaré las técnicas para domar a la bestia…

—Ah.

—La otra cosa de la que quiero hablar es de las voces.

Se sentó en las profundas sombras nocturnas de los arbustos descuidados en el parque que bordeaba Simone Street. Enfocó los prismáticos hacia la casa de Pretorius, a trescientos metros, en Chantelle Street.

Un suburbio blanco de noche. Fuerte Blanco. Ningún chico jugando en el exterior. Las puertas cerradas con llave, los garajes y las rejas de seguridad que se abrían con mando a distancia electrónico, el resplandor azul de las pantallas de televisión en las salas de estar. Las calles estaban silenciosas, aparte del Toyota Tazz blanco de Cobra Security que patrullaba al azar, o a algún ocupante que volvía tarde a casa.

A pesar de estas precauciones —las murallas, las torres, los fosos—, los chicos ni siquiera estaban seguros aquí; sólo hacía falta un intruso como Pretorius para anular todas las barreras.

Había movimiento en la casa del pedófilo, las luces que se encendían y se apagaban.

Sopesó sus opciones, consideró la ruta que le llevaría lejos de las farolas, a través de los jardines traseros, hasta el muro de la casa de Pretorius. Acabó por decidir que la opción más rápida era aquella con la mayor oportunidad de éxito: calle abajo.

Se levantó, guardó los prismáticos en el bolsillo y estiró los miembros. Prestó atención al ruido de algún coche, dejó las sombras y comenzó a caminar con aire decidido.

—Doc, no son voces. No es como si yo escuchase charlas. Es… como alguien gritando. Pero no sólo fuera, está aquí dentro, aquí, en el fondo de mi cabeza. Oír ni siquiera es la palabra correcta, porque también hay colores. Algunos son negros, otros rojos; joder, me hace parecer un loco, pero es verdad. Llego al escenario de un crimen. Digamos el caso en el que estoy trabajando ahora. La mujer está tumbada en el suelo, estrangulada con el cordón de la tetera. Ves por las marcas en el cuello que la han estrangulado por detrás. Comienzas a reconstruir cómo sucedió; es tu trabajo, tienes que volver a montarlo todo. Sabes que le dejó entrar, porque no han forzado la entrada. Sabes que estuvieron juntos en la habitación porque hay una botella de vino y dos copas, o las tazas de café. Sabes que tuvieron que hablar, que estaba tranquila, sin sospechar nada, ella estaba de pie allí y él estaba detrás diciéndole algo y de pronto tenía esa cosa alrededor de su cuello y ella estaba asustada, qué coño, ella intentaba meter los dedos debajo del cordón. Quizás él la hizo girar, porque es un enfermo, quería ver sus ojos, quería ver su rostro, porque es un loco del control y ahora ella le ve y sabe…

Tenía que tomar una decisión rápida. Anduvo alrededor de la casa y pasó por delante de la puerta trasera. Vio que era el mejor punto de entrada, no había reja de seguridad, sólo una cerradura normal. Tendría que entrar rápido: cuanto más tiempo estuviese en el exterior, mayor era la posibilidad de que le viesen.

Tenía la assegai en la espalda, bajo la camisa, el mango apenas asomaba por debajo del cuello y la hoja oculta debajo del cinturón. Levantó la mano y sacó el arma. Levantó el pie calzado con la bota, apuntó a la cerradura, y abrió la puerta de un tremendo puntapié.

El veredicto en el caso contra el propietario de la guardería Collins Pretorius, acusado de varios cargos de violación infantil, abusos y posesión de pornografía infantil, se espera para mañana. Pretorius no prestó declaración.

La cocina estaba a oscuras. Pasó a la carrera hacia las luces. Siguió por el pasillo, dobló a la izquierda, donde supuso que estaba la sala de estar. El sonido de la televisión. Corrió, con la assegai en la mano. Sala de estar, sofá, sillas, las voces de una serie. Nadie. Se giró, vio un movimiento en el pasillo. El hombre estaba allí, congelado en la luz del umbral, con la boca entreabierta.

Por un momento se miraron el uno al otro desde los extremos opuestos del pasillo y entonces la presa se movió y él atacó. La alarma debía estar en el dormitorio. Tenía que detenerle. La puerta comenzó a cerrarse. Bajó el hombro, seis, cinco, cuatro pasos, se cerró la puerta, tres, dos, uno, el ruido de una llave girando en la cerradura y golpeó la puerta como el ruido de un disparo de cañón, el dolor le sacudió el cuerpo.

La puerta se resistió.

No iba a conseguirlo. Dio un paso atrás, dispuesto a descargar un puntapié, pero sería demasiado tarde. Pretorius iba a activar la alarma.

—La imagen en mi cabeza, Doc… es como si ella estuviese colgando del borde de un precipicio, aferrándose a la vida. Mientras él la estrangula, a medida que la fuerza la abandona, siente que afloja las manos. Sabe que no debe caer, no quiere hacerlo, quiere vivir, quiere trepar hasta la cima, pero él le estruja la vida y ella comienza a caer. Hay un miedo terrible, porque abajo está la oscuridad; abajo es negro, rojo o marrón. No puede aguantar más y cae.

Sintió un momento de pánico: la puerta cerrada con llave, el agudo dolor en el hombro, el conocimiento de que la alarma sonaría. Pero respiró hondo, tomó la decisión y golpeó la puerta con el tacón. La adrenalina corría espesa por sus venas. La madera se rajó. La puerta se abrió. La alarma comenzó a sonar en algún lugar del tejado. Pretorius estaba delante del armario, con una mano en alto, palpaba para coger un arma. Lo empujó contra el armario, una figura alta y delgada, con gafas y flequillo. Cayó. Thobela se le echó encima, una rodilla sobre el pecho y la assegai en la garganta.

—Estoy aquí por los chicos —dijo en voz alta por encima del estrépito de la alarma, ahora ya sereno.

Los ojos parpadearon al ver la assegai. No había miedo. Alguna otra cosa. Expectación. Un cierto satanismo.

—Sí —asintió Pretorius.

Hundió la larga hoja a través del esternón del hombre.

—Cuando caen, gritan. La muerte está allá abajo y la vida arriba, y el grito sube, siempre sube hasta la cima, se queda allí. Se mueve deprisa, se parece a… se parece al agua cuando se vacía un cubo. Es todo lo que queda. Lleno de un horrible pavor. Y pérdida…

Griessel permaneció callado por unos momentos; cuando continuó, lo hizo con voz queda.

—Lo que más me asusta es que sé que no es real, Doc. Si lo racionalizo, sé que está en mi imaginación. ¿Pero, de dónde viene? ¿Por qué mi cabeza hace esto? ¿Por qué el grito es tan agudo, claro y fuerte? ¿Por qué tan condenadamente desesperante? No estoy loco. De verdad que no. Dicen que si estás un poco loco estás bien, porque los que están locos de verdad no tienen ni idea.

Barkhuizen se rio. Pilló a Griessel por sorpresa, pero era una risa simpática y él respondió con una sonrisa.

Corrió a través de la casa mientras la alarma seguía sonando con su monótono aullido.

Salió por la puerta de atrás, dio la vuelta a la casa hacia la calle iluminada. Dobló a la derecha. Vio el parque al otro lado, la seguridad de la oscuridad y las sombras. Sentía un millar de ojos fijos en él. Las piernas se movían rítmicamente, el aliento, acompasado; metió la cabeza entre los hombros en un gesto instintivo y tensó los músculos de la espalda esperando la bala que llegaría, los oídos atentos a un grito o al ruido del coche patrulla, mientras sus pies machacaban el pavimento.

Cuando llegó a la vegetación, acortó el paso, porque su visión nocturna estaba dificultada por las farolas. Tenía que buscar su camino con cuidado y no tropezar con nada. No podía permitirse torcerse un tobillo o romperse un ligamento.

—Usted sabe de dónde vienen en realidad —dijo Barkhuizen.

—¿Doc?

—Lo sabe, Benny. Piénselo. Hay factores que contribuyen a ello.

Su trabajo. Creo que todos ustedes sufren del síndrome de estrés postraumático, con todos esos asesinatos y muertes. Pero no es la fuente real. Es otra cosa. La cosa que le hizo beber, la que me hizo beber también a mí.

Griessel le miró durante un largo rato y entonces agachó la cabeza.

—Lo sé —admitió.

—Dígalo, Benny.

—Doc…

—Dígalo.

—Tengo miedo de morirme, Doc. Tengo mucho miedo a morir.

Se sentó al volante. Aún respiraba con fuerza, chorreando sudor, tenía el corazón desbocado, Jesús, tenía cuarenta años; demasiado viejo para esta mierda.

Metió la llave en el contacto.

Había una diferencia. Los diecisiete objetivos para la KGB… la mayoría de veces había actuado de una manera distante, mecánica, incluso a regañadientes, si se trataba de algún pálido oficinista con los hombros caídos y la mirada perdida.

Pero esta vez no. Esta vez había sido diferente. Cuando la assegai atravesó el corazón del hombre, había sentido euforia. Una absoluta corrección. Quizá, por fin, había encontrado su verdadera vocación.