Al principio Ciudad del Cabo no fue buena para ella. Para empezar, el viento soplaba un día tras otro, un viento del sudeste con la fuerza de una tempestad. Luego le robaron su única maleta en el Backpackers, en Kloof Nek, donde por cien rands la noche compartía una habitación con cinco protestones y arrogantes jóvenes turistas alemanes. Los apartamentos eran escasos y caros; el transporte público, complicado y poco fiable. Una vez fue caminando todo el trayecto hasta Sea Point para ver un apartamento, pero no era más que una covacha de cristales rotos y grafitos en las paredes.
Se alojó en el Backpackers durante dos semanas hasta que encontró un estudio en el ático de un viejo edificio de viviendas en Belle Ombre Street, en Tamboers Kloof. Lo que había sido en un tiempo un desván se había convertido en un pequeño espacio habitable: el baño y el lavabo contra una pared, la pila y un armario de cocina contra la otra; había una cama, una mesa y un armario destartalado. Otra puerta daba al tejado, desde donde podía ver parte de la ciudad, la montaña y el mar. Al menos era agradable y limpio, por seiscientos ochenta rands al mes.
Su mayor problema estaba en su interior, porque tenía miedo. Miedo del parto que se acercaba cada día, después, el cuidado del bebé, la responsabilidad; miedo de la furia de su padre cuando hiciese la llamada o escribiese la carta; pero ella aún no lo había decidido. Por encima de todo, miedo de que se le acabase el dinero. Cada día comprobaba el saldo en el cajero automático y lo comparaba con la lista de las cosas más esenciales que necesitaría: una cuna, ropa de bebé, pañales, biberones, leche, mantas, una cazuela, una sartén, una cocina de dos fuegos, una taza, un plato, un cuchillo, un tenedor y cuchara, una tetera, una radio. La lista seguía creciendo y su saldo continuaba disminuyendo hasta que encontró trabajo como camarera en una cafetería de Long Street. Trabajaba todos los turnos que podía; pretendía hacerlo mientras pudiese esconder la barriga debajo de sus pechos.
Los números del estado de cuentas gobernaban su vida. Se convirtieron en una obsesión. Seis ocho cero era el primer objetivo de cada mes, el monto de su alquiler no era negociable. Era la marca mínima de su libro de cuentas y la fuente de su inquietud en sus sueños por la noche. Encontró un mercado en Green Point Stadium y regateó el precio de cada artículo. En las tiendas de segunda mano de Gardens y de Kloff Street compró una cuna, una bicicleta y una alfombra roja y azul. Pintó la cuna con esmalte blanco sin plomo, y cuando vio que le sobraba pintura le dio un par de manos a una vieja bicicleta amarilla y verde con los neumáticos de carreras y el manillar curvo.
En el Cape Ads, que alguien había dejado en la cafetería, encontró el anuncio de una mochila para bebé. Llamó, discutió el precio, y consiguió que se la enviasen. Le permitiría montar en la bicicleta con el bebé a la espalda a lo largo de la montaña y junto al mar en Mouille Point, donde había hamacas, estructuras para trepar y un tren para niños.
Cada sábado cogía veinte rands para jugar a la loto. Se sentaba junto a la radio y esperaba oír los números ganadores que había marcado en la tarjeta con un bolígrafo. Fantaseaba con lo que haría con el dinero del bote. Una casa estaba al inicio de la lista; uno de aquellos castillos reconstruidos en la ladera de la montaña, con puertas automáticas en el garaje. Alfombras persas en el suelo y cuadros en las paredes. Un enorme cuarto de niños con aves marinas y nubes pintadas en el techo y una montaña de juguetes multicolores en el suelo. Un Land Rover Discovery con una silla para bebés en el asiento trasero. Un vestidor con prendas de marca y los zapatos ordenados en hileras en el zapatero. Una cafetera exprés. Un frigorífico de dos puertas de acero inoxidable.
Una tarde, alrededor de las tres, estaba sentada en la buhardilla con una taza de café instantáneo cuando oyó los ruidos sexuales que llegaban de alguno de los apartamentos de abajo. Una voz de mujer, los jadeos que subían poco a poco la escala del éxtasis, cada vez un poco más altos, un poco más fuertes. En los primeros minutos, el sonido no tenía significado, sólo otro ruido de la ciudad, pero lo reconoció y le resultó divertido a esa hora. Se preguntó si sería la única oyente, o si el sonido llegaba a otros oídos. Sintió un pequeño estímulo sexual que agitaba su cuerpo, seguido por la envidia a medida que los sonidos se aceleraban, más rápidos, más fuertes, más agudos. La envidia creció por todo aquello que no tenía, hasta que el agudo orgasmo la hizo levantarse y doblar el brazo con la taza casi vacía dispuesta a arrojarla contra todo lo que conspiraba contra ella. No apuntaba a un objetivo específico, su furia era demasiado general. La furia contra la soledad, las circunstancias, las oportunidades desperdiciadas.
No la tiró. Bajó el brazo lentamente, poco dispuesta a pagar por una taza nueva.
A principios de marzo no pudo seguir posponiendo la llamada. Fue en la bicicleta hasta el Waterfront para usar un teléfono público por si rastreaban la llamada. Llamó a su madre al despacho del abogado donde trabajaba. Fue una conversación corta.
—Dios mío, Christine, ¿dónde estás?
—Dejé la escuela, mamá. Tengo un trabajo. Sólo quería…
—¿Dónde estás? —La voz estaba cargada de histeria—. La policía también te está buscando. A tu padre le dará un ataque, llama todos los días a Bloemfontein.
—Mamá, dile que lo deje. Dile que estoy harta y cansada de sus sermones y su religión. No estoy en Bloemfontein y no me encontrará. Estoy bien. Soy feliz. Dile que me deje en paz. Ya no soy una niña. —No podía decir de dónde surgía esa furia. ¿La había desatado el miedo?
—Christine, no puedes hacer esto. Tú conoces a tu padre. Está furioso. Estamos terriblemente preocupados por ti. Eres nuestra única hija. ¿Dónde estás?
—Mamá, voy a colgar el teléfono. No te preocupes por mí, mamá, estoy bien. Te llamaré para hacerte saber que estoy bien. —Después pensó que tendría que haber dicho algo así como «te quiero, mamá». Pero colgó el teléfono, montó en la bicicleta y se fue.
Llamó de nuevo cuando Sonia tenía una semana, a principios de junio, porque entonces sentía una gran necesidad de oír la voz de su madre.
Thobela estaba bebiendo una Coca-Cola en la terraza del Wimpy, en St. Georges. Leyó el artículo de primera plana del Argus que hablaba de la muerte de Enver Davids, convertida en algo sensacional por la llamada de una mujer anónima.
Alguien le había visto con la assegai. Pero no lo había denunciado.
Había estado demasiado concentrado. No, no había sido lo bastante concienzudo, no lo había calculado todo. Había una testigo. Tendría que haber sabido que habría publicidad. Interés de los medios. Titulares sensacionalistas, especulaciones y acusaciones.
¿Podría el asesinato del violador de niños Enver Davids ser obra de una vigilante femenina y no de los Servicios Policiales Sudafricanos como se había sospechado antes?
Extrañas consecuencias.
¿Sería capaz la policía de rastrear a la mujer que había llamado? ¿Sería la mujer capaz de darles una descripción? En realidad, no importaba.
Pasó a otra página. En la página tres había un artículo sobre una encuesta hecha por una emisora de radio. ¿Había que reinstaurar la pena de muerte? El 87% de los oyentes había votado a favor.
En la página dos estaban las noticias de los delitos del día. Tres asesinatos en Khayelitsha. Un tiroteo entre bandas le había costado la vida a una mujer en Blue Downs. Un hombre había sido herido en Constantia durante el robo de un coche. En Montague Gardens habían robado a un camión blindado: dos guardias en la UCI. Una mujer de setenta y dos años había sido violada, asaltada y robada en su casa en Rosebank. Un granjero, en la provincia de Limpopo, había sido asesinado a tiros en su cobertizo.
Hoy ningún chico.
La camarera le trajo la cuenta. Dobló el papel y se echó hacia atrás en la silla. Observó a la gente caminar por el centro comercial, algunos decididos, otros paseando. Había tiendas, ropa y obras de arte. El cielo allá arriba era azul, una paloma bajó para posarse en el pavimento, con la cola y las alas bien extendidas.
Era un déjá vu, esta existencia. Una habitación de hotel en alguna parte con la maleta a medio deshacer, largos días a los que enfrentarse, tiempo para esperar antes de la próxima misión. París era su lugar de espera, otra ciudad, otra arquitectura, los idiomas; pero la sensación era la misma. La única diferencia era que en aquellos días los objetivos se habían escogido para él en una sombría oficina en Berlín oriental, y el pequeño paquete de documentos con las fotografías y las páginas mecanografiadas a un espacio lo recibía por correo. Su guerra. Su Lucha.
Una vida detrás. El mundo era un lugar diferente, pero qué fácil era volver de nuevo a las viejas rutinas: el estado de alerta, la paciencia, la preparación, la planificación, la anticipación a la próxima e intensa descarga de adrenalina.
Aquí estaba de nuevo. De nuevo en la lucha. El círculo se había cerrado. Era como si el período intermedio nunca hubiese existido, como si Miriam y Pakamile fuesen una fantasía, como un anuncio en mitad de una serie de televisión, una inquietante visión de aspiraciones de felicidad doméstica.
Pagó su bebida y caminó hacia el sur hasta los teléfonos públicos y volvió a marcar el número.
—¿Está disponible, ahora, el profesor Ackerman?
—Un momento.
La operadora le pasó la llamada. Volvió a utilizar el otro nombre y la cobertura de periodista free lance. Dijo que había leído un artículo en los archivos de Die Burgex donde el profesor declaraba que un pedófilo confirmado siempre reincidía. Quería comprender qué significaba.
El profesor exhaló un suspiro e hizo una larga pausa antes de responder.
—Bueno, más o menos significa lo que dice, señor Nulwazi.
—Nzuluwazi.
—Lo siento, soy terrible para los nombres. Significa que la línea oficial es que, estadísticamente, la rehabilitación fracasa en un grado considerable. En otras palabras, incluso después de una larga condena, no hay garantías de que no vuelvan a cometer el mismo crimen. —Había cansancio de toda una vida en la voz del hombre.
—La línea oficial.
—Sí.
—¿Eso difiere de la realidad?
—No.
—Tengo la impresión de que usted no apoya la línea oficial.
—No es una cuestión de apoyo. Es una cuestión de semántica.
—¿Cómo?
—¿Podemos hablar aquí de forma extraoficial, señor Nulwazi?
Esta vez él no hizo caso del error de pronunciación.
—Por supuesto.
—¿No me citará?
—Tiene mi palabra.
El profesor hizo otra pausa antes de responder, como si sopesase el valor de hacerlo.
—La cuestión es que yo no creo que se puedan rehabilitar.
—¿En absoluto?
—Es una enfermedad terrible. Aún tenemos que encontrar la cura. El problema es que, por mucho que queramos creer que nos estamos acercando a una solución, no parece haberla. —Todavía el desesperado y desconsolador cansancio—. Salen de la cárcel y antes o después recaen, y tenemos más niños convertidos en víctimas. El daño es enorme. Inconmensurable. Destruye vidas, total y absolutamente. Causa un trauma que cuesta de creer. Y parece haber más cada año. Sólo Dios sabe si nuestra sociedad crea más, o si la ausencia de la ley en este país los está animando a salir del armario. No lo sé…
—¿Está diciendo que no deberían ser puestos en libertad?
—Mire, sé que es inhumano mantenerlos para siempre en la cárcel. Los pedófilos lo pasan muy mal en las penitenciarías. Son considerados la escoria de la Tierra en aquel mundo. Los violan, los apalean y los humillan. Pero cumplen sus sentencias, pasan por los programas de rehabilitación y luego salen y recaen. Algunos de inmediato, otros después de un año, dos o tres. No sé cuál es la respuesta, pero tenemos que encontrar una.
—Sí —dijo Thobela—, tenemos que encontrar una.
Qué tediosa debía ser la existencia diaria de un clérigo, porque aún estaba sentado allí con el mismo interés. Continuaba escuchando con atención su relato, con una expresión de neutralidad simpática, los brazos relajados sobre la mesa. Silencio en la casa, en el exterior también, sólo el ruido de los insectos. A ella le resultaba extraño, acostumbrada como estaba al eterno ruido del tráfico, a la gente en movimiento en la ciudad. Siempre en movimiento. Allí no había adonde ir.
—No tenía más dinero. Si no tienes dinero, necesitas tener tiempo para hacer largas colas con tu hija apoyada en la cadera para que la vacunen, le den un jarabe para la tos o para que le detengan la diarrea. Si tienes un hijo y tienes que trabajar, tienes que pagar la guardería. Si trabajas de camarera, entonces tienes que pagar más para que un canguro la cuide durante la noche. Entonces tienes que volver caminando a tu casa con el bebé a la una de la madrugada en invierno, o tienes que pagar un taxi. Si no trabajas de noche, te pierdes los mejores turnos con las mejores propinas. Así que no te compras nada para ti, y esta semana lo intentas y a la semana siguiente lo intentas de nuevo, hasta que sabes que no puedes ganar.
»Ya no podía aguantarlo más; eran demasiadas cosas. Todos los lunes leía el Times Job Supplement y entregaba mi curriculum para cualquier posible empleo: secretaria, visitadora social, vendedora. Luego, si tenías suerte, te llamaban para una entrevista. Pero siempre era lo mismo. ¿No tiene experiencia? Ah, tiene una hija. ¿Está divorciada? Oh. Lo siento. Necesitamos a alguien con experiencia. Necesitamos a alguien que tenga coche. Necesitamos a alguien que sepa de contabilidad…
»Lo siento, éste es un puesto de afirmación positiva. Dejé la cafetería porque las propinas eran demasiado pequeñas y todavía era invierno y eso era fuera de temporada. Trabajé en Trawlers, una marisquería que había abierto en Kloof Street, y una noche un tipo me dijo: “¿Quieres ganar dinero de verdad?”. Así que le respondí: “Sí”. Entonces él me preguntó: “¿Cuánto?”. Yo no lo pillé y dije: “Todo lo que pueda”. Entonces él dijo: “Quinientos rands”, y yo pregunté: “¿Quinientos rands por qué, por día?”. Entonces él me sonrió de aquella manera y dijo: “En realidad, por noche”. Era un tipo normal, de unos cuarenta, con gafas y un poco de tripa, y dije: “¿Qué debo hacer?”. Él contestó: “Ya sabes”, y yo seguía sin pillarlo. “Trae un boli y te escribiré el número de habitación de mi hotel”, y por fin lo pillé y me quedé allí mirándolo. Quería gritarle qué se creía que era, y me quedé allí tan furiosa… Pero ¿qué podía hacer?, era un cliente. Así que fui a buscar su cuenta, y cuando volví ya se había ido. Había dejado una propina de cien rands y una nota con su número de hotel y había escrito: “¿Quinientos rands? Por una hora”. Me la guardé en el bolsillo, porque tuve miedo de que alguien la viese.
»Quinientos rands. Cuando tu alquiler es de seiscientos ochenta, entonces quinientos es mucho dinero. Tienes que pagar cuatrocientos cincuenta por la guardería y más los fines de semana, porque entonces consigues las mejores propinas, quinientos llenan un gran agujero. Si necesitas tres mil para pasar el mes y nunca sabes si los conseguirás y tienes que ahorrar para comprarte un coche, porque cuando tienes que ir a recoger a tu hija y está lloviendo… entonces sacas aquel trozo de papel del bolsillo y lo miras de nuevo. ¿Pero quién lo comprende? ¿Qué persona blanca lo entiende?
»Entonces piensas, ¿qué más da? Lo ves todos los días. Una pareja entra y él la invita a cenar y a las copas y ¿para qué? Para llevársela a la cama. ¿Cuál es la diferencia? Quinientos rands por una cena o quinientos por sexo.
»En cualquier caso, los hombres siempre me buscaban. Incluso cuando estaba embarazada, en la cafetería, y después, en Trawlers, todavía peor. Todo el tiempo. Algunos sólo te miran de aquella manera, otros dicen cosas como “Bonito culo, encanto” o “Estás como un tren”; algunos te preguntan sin más qué haces el viernes por la noche o “¿Estás comprometida, cariño?”. Los más vanidosos dejan anotado el número del móvil en la cuenta, como si fuese un regalo divino. Algunos te dan conversación y te preguntan: “¿De dónde eres?”. “¿Cuánto tiempo llevas en Ciudad del Cabo?”. “¿Qué estudias?”. Pero sabes lo que quieren de verdad, porque muy pronto te lo preguntan: “¿Tienes tu propio apartamento?” o “Es un placer hablar contigo. ¿A qué hora sales del trabajo? ¿Podríamos charlar un poco más?”. Al principio te crees que eres muy especial, porque algunos de ellos son guapos e ingeniosos, pero oyes que lo hacen con todas, incluso con las camareras más feas. Todo el tiempo, todos ellos, son como aquellos conejos con las pilas de larga duración, nunca se detienen; no importa si tienen dieciséis o sesenta, casados o solteros, están siempre alerta y es algo que nunca se acaba.
»Entonces vuelves a tu habitación y piensas en todo y en aquello que no tienes y piensas en que, en realidad, no tiene importancia, piensas en los quinientos rands y te acuestas y te preguntas cómo será, cómo será estar con un tipo durante una hora.