Era una mujer de color con tres hijos, y un marido en la cárcel. Era la recepcionista del taller Quay Delta en Paarden Island y nunca había sido su intención desviarlo todo por la tangente.
El Argus llegaba todos los días a las doce y media, cuatro periódicos para la sala de espera, para que los clientes pudiesen entretenerse con la lectura mientras esperaban que acabasen la reparación de sus coches. Tenía la costumbre de echar una rápida ojeada a los titulares. Hoy lo hizo con mayor interés, porque esperaba encontrar algo.
Lo encontró en la primera página, justo por debajo del pliegue del periódico. El titular no era correcto.
LA POLICÍA, VINCULADA A LA MUERTE
DE UN PRESUNTO PEDÓFILO
Se apresuró a leer el artículo y chasqueó la lengua.
El Servicio de Policía Sudafricana (SPS) podría ser el responsable del asesinato, al estilo de los vigilantes, de un presunto violador de niños llamado Enver Davids, cometido anoche.
Un portavoz del Fórum de Derechos Humanos del Cabo, el señor David Rosenthal, dijo que su organización había recibido «información sensible de una fuente muy fidedigna dentro de los servicios policiales» a este respecto. La fuente indicó que la Unidad de Crímenes Graves y Violentos (CGV) estaba involucrada en la muerte.
Davids, enfermo de sida, exonerado de los cargos de asesinato y violación infantil después de que tres días más tarde la CGV perdiese las pruebas de ADN pertenecientes al caso, fue encontrado muerto a puñaladas en la calle Kraaifontein a primeras horas de esta mañana.
El superintendente superior Matt Joubert, jefe de la CGV, negó rotundamente la acusación, y calificó la insinuación de que dos de sus detectives habían seguido y matado a Davids como algo «malicioso, espurio y carente de toda verdad». Admitió que su unidad estaba inquieta y frustrada después de que un juez criticase con dureza el manejo del caso y luego lo descartase…
La mujer sacudió la cabeza.
Tendría que hacer algo. Esa mañana, cuando fue a su cocina a oscuras a buscar el frasco de Vicks Vaporub para el pecho de su hija, había visto un movimiento a través de la ventana. Había sido testigo de la terrible danza en la acera. Reconoció el rostro de Davids a la luz de la farola. De una cosa estaba segura: el hombre de la assegai corta no era un policía. Conocía a los polis; podía reconocer a un poli a un kilómetro de distancia. Había tenido a demasiados en su puerta. Como esa mañana, cuando habían venido a preguntarle si había visto algo y ella había dicho que no sabía nada…
Buscó el número de teléfono del Argus en la cabecera y marcó. Preguntó por el periodista que había escrito el artículo.
—No fue la policía quien mató a Enver Davids —dijo sin introducción.
—¿Con quién hablo?
—No tiene importancia.
—¿Cómo lo sabe, señora?
Ella había esperado la pregunta. Pero no podía decirlo o la pillarían. Darían con ella si daba demasiada información.
—Podría decir que tengo conocimiento de primera mano.
—¿Está diciendo que estuvo involucrada en esa muerte, señora?
—Lo único que digo es que no fue la policía. Absolutamente, no.
—¿Es usted miembro del Pagad?
—No, no lo soy. No fue un grupo. Fue una persona.
—¿Es usted esa persona?
—Voy a colgar el teléfono ahora mismo.
—Espere, por favor. ¿Cómo puedo creerla, señora? ¿Cómo sé que no es una loca?
Ella pensó por un momento. Luego dijo:
—Lo mató una lanza. Fue con una assegai. Puede ir y verificarlo.
Colgó el teléfono.
Así comenzó la historia de Artemisa.
Joubert y su esposa inglesa fueron a visitarlo aquella tarde. Lo único que podía ver era cómo se tocaban el uno al otro, el gran superintendente y su esposa pelirroja de ojos amables. Llevaban casados cuatro años y todavía se tocaban como una pareja en plena luna de miel.
Joubert le habló de la acusación de que la unidad era responsable de la muerte de Davids. Margaret Joubert le trajo revistas. Hablaron de todo menos de su problema. Cuando se marchaban, Joubert le sujetó el hombro con su mano grande y dijo: «Aguanta, Benny». Cuando se hubieron marchado, se preguntó cuánto hacía que él y Anna no se tocaban el uno al otro de esa manera.
No podía recordarlo.
Joder, ¿cuándo había sido la última vez que habían follado? ¿Cuándo había sido la última vez que había querido? Algunas veces, en su estado de borrachera, algo le impulsaba a pensarlo, pero cuando llegaba a casa el alcohol había derretido la mina en su lápiz.
¿Qué pasaba con Anna? ¿Sentía ella la necesidad? Ella no bebía. Se había mostrado dispuesta antes de que él comenzase a beber en serio. Siempre dispuesta cuando él lo estaba, de vez en cuando dos veces por semana, rodeando con sus delicados dedos su erección y jugando el juego ritual que había comenzado espontáneamente y que nunca habían abandonado. ¿Dónde has conseguido esto, Benny?
—En unas rebajas en Checkers, así que compré cuatro.
O si no:
—Se lo cambié a un judío por dieciocho centímetros de salchicha bóer. No te preocupes, era calvo.
Él pensaba algo nuevo cada vez, e incluso cuando era menos ingenioso y más banal ella se reía. Todas las veces. Su sexo siempre había sido jovial, alegre, hasta que el orgasmo la volvía seria. Después se abrazaban el uno al otro y ella decía: «Te quiero, Benny».
Otra cosa que se había ido a la mierda, sistemáticamente, como todo lo demás.
Lo anhelaba. ¿Dónde estaban esos días? Señor, ¿podría alguna vez recuperarlos? Se preguntó qué hacía ella cuando la dominaba el deseo. ¿Qué había hecho ella durante los últimos dos o tres años? ¿Se ocupaba de sí misma? ¿O había…?
Terror. ¿Qué pasaba si había alguien? Jesús, le pegaría un tiro. Nadie tocaba a su Anna.
Se miró las manos, los puños apretados, los nudillos blancos. Poco a poco, poco a poco, el doctor le había dicho que tendría picos emocionales, ansiedad… Debía calmarse.
Abrió los puños y se acercó las revistas.
Car. Margaret Joubert le había traído revistas de hombres, pero los coches no eran lo suyo. Tampoco lo era Popular Mechantes. Había un boceto de un avión futurista en la portada. El titular decía: «¿De Nueva York a Londres en treinta minutos?».
—A quién le importa —dijo.
Lo suyo era beber, pero no publicaban revistas sobre eso. Apagó la luz. Sería una larga noche.
La mujer del cibercafé, en Long Street, tenía una hilera de piercings en el borde de la oreja y un objeto brillante en una de las aletas de la nariz. Thobela se dijo que estaría más bonita sin los adornos.
—No sé usar estas cosas —dijo.
—Son veinte rands la hora —le informó ella como si eso lo descalificase inmediatamente.
—Necesito a alguien que me enseñe —explicó él, paciente, descansado después de la siesta.
—¿Qué quiere hacer?
—Oí que puedes leer los periódicos. Ver también lo que escribieron el año pasado.
—Archivos. Lo llaman archivos de Internet.
—Ah… ¿Podría enseñarme?
—No nos ocupamos de enseñar.
—Le pagaré.
Vio cómo funcionaban las sinapsis tras sus ojos verde claro: el potencial de ganarse un buen dinero a costa de un negro estúpido, pero también la posibilidad de que fuese una tarea lenta y aburrida.
—Doscientos rands una hora, pero tendrá que esperar hasta que acabe mi turno.
—Cincuenta —dijo él—. Esperaré.
La había pillado por sorpresa, pero ella se recuperó bien.
—Cien, lo toma o lo deja.
—Cien y usted paga el café.
Ella le tendió una mano y sonrió.
—Hecho. Me llamo Simone.
Él vio que tenía otro objeto brillante en la lengua.
Viljoen no era alto, apenas media cabeza más alto que ella. No era muy apuesto, y llevaba una pulsera de cobre en la muñeca y una fina cadena de oro alrededor del cuello que a ella nunca le había gustado mucho. No es que él fuese pobre; sólo que no le interesaba el dinero. El sol del Estado Libre había blanqueado su camioneta de ocho años hasta tal extremo que a duras penas se podía decir cuál era el color original. Un día sí y otro también estaba en el aparcamiento del Schoemans Park Golf Club mientras él daba clases de golf, vendía pelotas en la tienda o jugaba una vuelta o dos con los socios más importantes.
Era un golfista profesional. En teoría. Sólo había durado tres meses en el Sunshine Tour antes de que se le acabase el dinero, porque no podía patear con presión. Le entraban los temblores, él los llamaba los yips. Se preparaba para patear, se alejaba, se alineaba y se acomodaba de nuevo pero siempre pateaba demasiado corto. Los nervios le habían destrozado.
—Se convirtió en el profesional del Schoemans Park. Le encontré aquella noche en el green del dieciocho con una botella en la mano. Fue extraño. Fue como si nos reconociésemos el uno al otro. Éramos de la misma clase. Gente un tanto marginal. Cuando estás en la residencia, lo pillas rápido; que tú no acabas de pertenecer allí. Nadie dice nada, todo el mundo es agradable el uno con el otro y socializas, te ríes y te preocupas por los exámenes, pero nunca estás dentro de verdad.
—Pero Viljoen lo vio. Lo supo, porque él también era así.
—Comenzamos a hablar. Fue tan… natural, desde el principio. Cuando tuve que entrar, me preguntó que hacía después y le dije que tenía que buscar a alguien para volver a la residencia, así que no podía hacer nada y él dijo que me llevaría. Así que cuando todos se hubieron marchado, me preguntó si quería hacerle de caddy, porque quería jugar unos hoyos. Creí que estaba un poco borracho. Le dije que no se podía jugar al golf en la oscuridad, pero él respondió que eso era lo que todo el mundo creía, pero que él me enseñaría.
La noche de verano de Bloemfontein… Ella olía la hierba segada, oía los sonidos nocturnos y veía la media luna. Recordaba cómo la luz de la galería de la casa club se reflejaba en la bronceada piel de Viljoen. Veía sus hombros anchos, su extraña sonrisa, la expresión de sus ojos y aquella aureola a su alrededor, aquella terrible soledad que cargaba con él. El sonido del palo golpeando la bola y la manera de volar en la oscuridad y él diciendo: «Vamos, caddy, no dejes que los aplausos de la multitud te distraigan». Su voz era suave, burlona. Antes de cada golpe bebían de la botella de vino blanco semiseco, todavía frío de la nevera. «Por la noche no tengo los yips», dijo y metía todos los putts, largos y cortos. En la oscuridad hacía que la bola rodase en líneas perfectas, sobre el lomo de los greens, hasta que caía en el hoyo. En la calle del hoyo seis la besó, pero para entonces ella sabía que le gustaba muchísimo y que todo estaba bien, absolutamente bien.
—Jugó nueve hoyos en la oscuridad y en ese tiempo me enamoré —fue todo lo que le dijo al ministro. Ella parecía querer preservar los recuerdos de aquella noche, como si pudiesen borrarse si los sacaba de la oscuridad y los dejaba a la luz.
En el bunker junto al hoyo nueve se sentaron. Él rellenó la tarjeta y anunció que había hecho treinta y tres.
«Son muchos», se burló ella.
«Muy pocos», dijo él riendo. Un sonido apagado, casi femenino. La besó de nuevo. Lenta y cuidadosamente, como si le preocupase hacerlo bien. Con el mismo cuidado la acostó y la desnudó, doblando cada prenda y dejándola sobre la hierba en el borde del bunker. Se arrodilló sobre ella y la besó, desde el cuello hasta los tobillos, con una expresión de absoluto asombro en su rostro: que a él le hubiesen concedido este privilegio, esta oportunidad mágica. La penetró. Había en sus ojos una enorme emoción y su ritmo se aceleró, su urgencia creció y creció y se perdió dentro de ella.
Ella tuvo que arrastrarse de nuevo al presente, donde el clérigo esperaba con aparente paciencia a que rompiese el silencio.
Se preguntó por qué los recuerdos estaban tan vinculados al olor, porque ahora ella le olía, aquí: desodorante, sudor, semen, hierba y arena.
—En el hoyo nueve me dejó embarazada —dijo, y tendió una mano para coger un pañuelo de papel.