«¿Está seguro de que es culpable?», le había preguntado al Gran Jefe Madikiza, porque unas ideas surgidas de la nada se habían materializado en su cabeza y le hervía la sangre.
El gordo resopló y dijo que Davids había estado en su despacho antes de empezar a beber. Fanfarrón y engreído. La policía tenía su semen, en sus manos, la prueba del ADN, lo podrían haber enchironado de inmediato con una condena a perpetuidad con sus tubos de ensayo, sus microscopios, y luego perdieron el frasco, menudos tochos, y el fiscal se acercó al juez arrastrando los pies y diciendo: «Su señoría, la hemos jodido un poco, no hay ADN, no hay cargo de violación». No te podrás creer lo que les dijo el juez: «¿Qué clase de persona? —le preguntó el Gran Jefe a Thobela con profundo asco—. ¿Qué clase de persona viola a un bebé?».
Él no tuvo nada que decir.
«Y no se les ocurrió nada mejor que abolir la pena de muerte», dijo el Gran Jefe mientras se levantaba.
Thobela se despidió y se marchó. Fue a sentarse en su camioneta. Puso la mano detrás del asiento y tocó el pulido mango de la assegai. Acarició la madera con los dedos, adelante y atrás, adelante y atrás.
Alguien tenía que decirlo: «Hasta aquí y no más».
Adelante y atrás.
Así que les esperó.
Cuando el clérigo se apartó para sentarse en el borde de la mesa, comprendió que algo había cambiado entre ellos, se había abierto una brecha. Quizás era sólo por su parte que una cierta ansiedad se había apaciguado, un temor disipado, pero veía algo en su lenguaje corporal; más tranquilidad.
Si él tenía paciencia, dijo, le gustaría contarle toda la historia, toda. Para que él pudiese comprenderla. Quizá también la comprendería ella, porque era muy dura. Durante mucho tiempo había creído estar haciendo lo que debía, siguiendo el único camino disponible. Pero ahora… no estaba tan segura.
—Tómese su tiempo —dijo él con una sonrisa diferente. Paternal.
Lo último que Griessel podía recordar, antes de que le llevasen a urgencias del hospital Tygerberg y le inyectasen alguna mierda que le hacía sentir la cabeza esponjosa y distante, era a Matt Joubert sujetándole la mano. El superintendente superior, que le había repetido durante todo el trayecto en la ambulancia, una y otra vez: «No es más que el delírium trémens, Benny, no te preocupes. No es más que el delírium trémens». Su voz transmitía más preocupación que consuelo.
Ella fue a la universidad para estudiar fisioterapia. Toda la familia la había acompañado en un caluroso día de enero del Estado Libre. Su padre los había hecho arrodillar a todos en la habitación de la residencia y había rezado por ella una larga y dramática oración, que hacía que el sudor brotase de su frente ceñuda, y denunciaba en detalle las maldades de Bloemfontein.
Se había quedado en la acera cuando el Toyota Cressida blanco se había ido finalmente. Se sentía de perlas: del todo liberada, una sensación de absoluta euforia que la hacía flotar. «Sentía como si fuese a volar», fueron las palabras que utilizó. Hasta que vio a su madre mirar atrás. Por primera vez vio de verdad a su familia desde el exterior, y la expresión de su madre la alteró. En aquel breve momento, uno o dos segundos antes de que volviese a colocarse la máscara, leyó en el rostro de su madre el anhelo, la envidia y el deseo; como si hubiese querido quedarse atrás, escapar como había hecho su hija. Fue la primera comprensión de Christine, su primer conocimiento de que ella no era la única víctima.
Había tenido la intención de escribir a su madre después del comienzo de curso, una carta de solidaridad, amor y aprecio. Había querido decirle algo cuando su madre la llamó a la residencia por primera vez para saber qué tal le iban las cosas. Pero nunca había encontrado las palabras correctas. Quizás era culpa suya; ella había escapado y su madre no, quizás era el nuevo mundo, que no le dejaba tiempo o espacio para pensamientos melancólicos. Se había visto arrastrada por la vida estudiantil. La disfrutaba a fondo, la experiencia total. Las serenatas, los bailes, las reuniones en la residencia, las pausas para el café, los preciosos edificios antiguos, los bailes, los hombres, los espacios abiertos del campus y los arroyos y caminos arbolados. Era un trago dulce y ella lo bebió a fondo, como si nunca tuviese suficiente.
—No me creerá, pero durante diez meses no mantuve relaciones sexuales. Ciento por ciento célibe. Sí muchos magreos, hubo cuatro, cinco, seis tipos con los que salía. Una vez dormí toda la noche con un estudiante de medicina en su apartamento en Park Street, pero él tuvo que quedarse por encima de la cintura. A veces bebía, pero procuraba hacerlo sólo cuando salía con las chicas, como medida de seguridad.
Las cartas de su padre no tenían nada que ver con su celibato; largos y confusos sermones y referencias bíblicas que más tarde ni siquiera abría y las tiraba con toda intención al cubo de la basura. Era un contrato con su nueva vida: «No haré nada para convertirla en un… un desastre».
No tentaría al destino ni desafiaría a los dioses. Comprendió vagamente que no era racional, dado que no era una buena estudiante. Estaba siempre al borde del suspenso, pero mantuvo su parte del trato y los dioses continuaron sonriéndole.
Entonces conoció a Viljoen.
En una fuerte crítica a la forma de llevar el caso por parte del Estado, el juez Rosenstein citó los recientes informes periodísticos sobre el terrible aumento de los delitos contra los niños.
En este país se investigaron el año pasado 5800 casos de violaciones de niños menores de doce años, y unos diez mil casos donde chicos entre once y diecisiete años estaban involucrados. Sólo en la península se denunciaron el año pasado más de mil casos de agresiones a niños y el número va en aumento.
Lo que hace estas estadísticas todavía más escandalosas es el hecho de que sólo se denuncian alrededor del 15% de todos los delitos contra niños. Después están los niños como víctimas de asesinatos. No sólo se ven atrapados en el fuego cruzado de los tiroteos entre bandas, o se convierten en presas inocentes de los pedófilos, sino que ahora los matan en la insensata creencia de que pueden curar el sida, declaró.
Los hechos y las cifras indican con claridad que la sociedad está fracasando para nuestros niños. Ahora la maquinaria del Estado se muestra inadecuada para llevar a los autores de estos odiosos crímenes ante la justicia. Si los chicos no pueden depender del sistema judicial para que los protejan, ¿a quién deben acudir?
Thobela leyó el artículo de nuevo y lo guardó en el bolsillo de la camisa. Caminó hasta la playa, consciente de la sensación de la arena blanda bajo los zapatos. Se detuvo justo en el borde de los arcos de espuma blanca que se extendían a través de la arena, con las manos en los bolsillos. Veía a Pakamile y a sus dos amigos corriendo por la playa. Oía sus gritos, veía sus torsos desnudos y los granos de arena pegados a su piel como estrellas en un firmamento de chocolate, los brazos alzados como alas, mientras su escuadrilla volaba en formación apenas por encima del agua. Les había llevado a Haga Haga, en la costa Transkei, para el puente de Pascua. Habían acampado en tiendas y cocinado en una hoguera, los chicos nadaban y pescaban con sedales en las charcas que dejaba el mar entre las rocas y jugaban a la guerra en las dunas. Oía sus voces hasta bien entrada la noche en la otra tienda, las risas ahogadas y los susurros.
Parpadeó, la playa quedó desierta y él se sintió abrumado. Había dormido muy poco y sentía los efectos residuales del exceso de adrenalina.
Comenzó a caminar, en dirección norte, a lo largo de la playa. Buscaba la convicción absoluta que había sentido en el Yellow Rose, de que era eso lo que debía hacer; como si el universo le estuviese señalando el camino con un millar de dedos índices. Era como veinte años atrás, cuando él podía sentir la absoluta corrección de la Lucha: que sus orígenes, sus instintos, su propia naturaleza había sido creada para aquel momento, el absoluto reconocimiento de su vocación.
Alguien debía decir: «Hasta aquí. Si los chicos no pueden depender del sistema judicial para que los proteja, ¿a quién deben acudir?». Él era un guerrero y aún había guerra en esta tierra.
¿Por qué todo le sonaba ahora tan vacío?
Tenía que dormir; eso aclararía su perspectiva. Pero no quería hacerlo, no se sentía atraído por las cuatro paredes de la habitación del hotel; necesitaba el espacio abierto, el sol, el viento y un horizonte. No quería estar solo en su cabeza.
Siempre había sido un hombre de acción, nunca había podido mantenerse a un lado y mirar. Era lo que era y seguiría siendo: un soldado que se enfrentaba al violador de niños y sentía todos los jugos de la guerra inundar su cuerpo. Era lo correcto, sin importar cómo se sintiese ahora. Sin importar que esta mañana sus convicciones no tuviesen la misma fuerza.
Comenzarían a dejar en paz a los niños de esta tierra, los perros, él se aseguraría de que así fuera. En algún lugar se escondían Khoza y Ramphele, fugitivos por el momento, invisibles. Pero en un momento u otro reaparecerían, establecerían contacto o harían algo, y él recogería la pista y los cazaría, los arrinconaría y dejaría que la assegai hablase por él. En un momento u otro. Si querías cazar a la presa, tenías que ser paciente.
Mientras tanto, había trabajo que hacer.
No tenía idea de lo que pasaba con el dinero. Nunca había bastante. Mi padre depositaba todos los meses cien rands en mi cuenta. Cien rands. Por mucho que lo intentase, no duraban más de dos semanas. Quizá tres, si no compraba revistas, fumaba menos o fingía estar ocupada cuando las demás iban al cine, salían a comer o a beber… pero nunca había suficiente y no quería pedir más porque él hubiese querido saber qué hacía con el dinero y hubiese tenido que escuchar sus reproches. Oí que buscaban estudiantes para un servicio de camarera en Westdene. Se encargaban de las fiestas de bodas, banquetes, y pagaban noventa rands por un sábado por la noche si podías hacer de azafata o servir, y te daban un adelanto para la ropa. Tenías que vestir unos pantis negros y una falda tubo negra con una blusa blanca. Fui a preguntar y me dieron el trabajo dos encantadores gais de mediana edad que tenían una tremenda pelea cada quince días y luego hacían las paces antes del siguiente banquete.
El trabajo estaba bien en cuanto te acostumbrabas a estar de pie tantas horas, y aunque esté mal que lo diga, tenía un aspecto sensacional con la falda tubo… Pero sobre todo lo demás me gustaba el dinero. La libertad. El, el… no sé, caminar por Mimosa Malí y mirar los tejanos Diesel y decidir que los quería y comprarlos. Sólo la sensación, saber que el bolso nunca estaba vacío, aquello era fenomenal.
Al principio sólo trabajaba los sábados, después los viernes y, de cuando en cuando, un miércoles. Sólo por el dinero. Se podía decir que sólo por el… poder.
Entonces, en octubre hicimos la fiesta del Día del Golf en Schoemans Park. Salí a fumar un cigarrillo después del plato principal, y Viljoen estaba en el green del dieciocho con una botella en la mano y aquella expresión resabiada en el rostro. Me preguntó si quería un trago.
Tenían que haberle inyectado algo, porque era por la mañana cuando se despertó, poco a poco y con dificultad, y se quedó tumbado con el rostro hacia la pared del hospital. Pasó un rato antes de que se diese cuenta de que tenía una aguja con un delgado tubo clavado en el brazo. No temblaba.
Entró una enfermera que le hizo preguntas y su voz era ronca cuando respondió. Quizás había hablado demasiado alto, porque a ella la oía muy lejos. Le sujetó la muñeca y con la otra mano sostuvo un reloj pegado al pecho. Le pareció muy extraño que lo llevase allí. Le metió un termómetro en la boca seca y le habló con voz suave. Era una mujer negra con cicatrices en las mejillas, restos fósiles del acné. Su mirada reposaba dulcemente en él. Escribió algo en una tarjeta blanca y luego se marchó.
Dos mujeres de color acercaron una mesa rodante a la cama. Eran dos pájaros nerviosos que parloteaban. Colocaron una bandeja con el desayuno humeante en la mesa y dijeron: «Tiene que comer, sargento, necesita recuperarse». Después se fueron. Cuando llegó el doctor, el desayuno todavía estaba allí, frío y sin tocar, y Griessel yacía en posición fetal, las manos entre las piernas y la cabeza espesa, poco dispuesto a pensar, porque su cabeza sólo podía ofrecerle problemas.
El doctor era un hombre mayor, bajo y encorvado, calvo y con gafas. El pelo que le quedaba alrededor del cráneo le crecía largo y gris hasta la espalda. Leyó primero la tarjeta y luego se sentó junto a la cama.
—Lo he llenado hasta las cejas con tiamina y Valium. Ayudará con el reposo. Pero también tiene que comer —dijo en voz baja. Griessel sólo guardó silencio.
—Es un hombre valiente al renunciar al alcohol. —Matt Joubert debía haber hablado con él.
—¿Le dijeron que mi esposa me abandonó?
—No lo hicieron. ¿Fue por la bebida?
Griessel se incorporó un poco.
—La golpeé cuando estaba borracho.
—¿Durante cuánto tiempo ha sido dependiente?
—Catorce malditos años.
—Entonces es bueno que lo haya dejado. El hígado tiene sus límites.
—No sé si podré.
—Yo también sentía lo mismo y hace veinticuatro años que no pruebo una gota. Griessel se sentó.
—¿Era alcohólico?
Los ojos del médico parpadearon tras los gruesos cristales de las gafas.
—Por eso me llamaron esta mañana. Se podría decir que soy un especialista. Durante once años bebí como un cosaco. Me bebí la consulta, la familia, el Mercedes Benz. Tres veces juré que lo dejaría, pero fui incapaz de hacerlo. Al final no me quedó nada más que una pancreatitis.
—¿Ella lo aceptó de nuevo?
—Lo hizo —dijo el doctor y sonrió—. Tuvimos dos hijos más, sólo para celebrarlo. El problema es que se parecen a su padre.
—¿Cómo lo consiguió?
—El sexo jugó una parte importante.
—No, me refiero…
El doctor sujetó la mano de Griessel y se rio con los ojos cerrados.
—Sé a lo que se refiere.
—Oh. —Por primera vez Griessel sonrió.
—Un día a la vez. Y Alcohólicos Anónimos. También el hecho de que había tocado fondo. No quedaba medicamento alguno que me ayudase, excepto el disulfiram, eso que te hace vomitar si bebes. Pero sabía por literatura médica que es una porquería; si quieres dejar de beber, dejas de tomar bebidas.
—¿Ahora hay medicamentos que pueden conseguir que dejes de beber?
—No hay medicamentos que puedan hacer que dejes de beber. Sólo tú puedes.
Griessel asintió desilusionado.
—Pero pueden facilitar la desintoxicación.
—Quitan el delírium trémens.
—Aún no ha experimentado el delírium trémens, amigo mío. Viene entre tres y cinco días después de la abstinencia. Ayer experimentó unas convulsiones razonablemente normales, y, supongo, las alucinaciones de un bebedor que lo deja. ¿Olió olores extraños?
—Sí.
—¿Escuchó cosas extrañas?
—Sí. —Con énfasis.
—Abstinencia aguda, pero todavía no es el delírium trémens, y por eso debe estar agradecido. El delírium trémens es un infierno y aún no hemos encontrado la manera de detenerlo. Si se pone mal de verdad, podría tener ataques graves, un infarto o una apoplejía, y cualquiera de los tres pueden matarlo.
—Jesús.
—¿De verdad quiere dejarlo, Griessel?
—Sí.
—Entonces hoy es su día de suerte.