11

El clérigo se preguntó si ella estaría diciendo toda la verdad; buscó entre las palabras y el lenguaje corporal. Veía la furia, la vieja y la nueva, la involuntaria consciencia física. El continuo y practicado ofrecimiento de la boca, los pechos y el pelo. Sus ojos tenían una forma extraña, casi oriental. Eran pequeños. Sus facciones no eran delicadas, pero tenían una armonía atractiva. El cuello no era delgado, sino fuerte. Su mirada algunas veces se desviaba como si pudiese traicionar a algo: ¿el deseo de ser aceptada? ¿O era algo podrido? O malcriado, como una niña que todavía quiere salirse con la suya, anhelando atención y respeto, un ego que se alimenta de una corriente alterna; ahora valiente, ahora increíblemente frágil. Fascinante.

Él llamó a su esposa apenas pasadas las diez, cuando sabía que ya se habría duchado y que estaría sentada en la cama con la bata por encima de las rodillas, poniéndose crema en las piernas, y luego delante del espejo para hacer lo mismo en su rostro, con delicados movimientos de las yemas de los dedos. Ahora quería estar allí para mirarla, porque sus recuerdos de estas acciones no eran recientes.

—Estoy sobrio —fue lo primero que dijo.

—Está bien —respondió ella, pero sin entusiasmo, así que él no supo cómo continuar.

—Anna…

Ella no habló.

—Lo siento —dijo él, con emoción.

—Yo también, Benny. —Sin inflexión.

—¿No quieres saber dónde estoy?

—No.

Él asintió, como si lo hubiese esperado.

—Entonces te deseo buenas noches.

—Buenas noches, Benny. —Ella colgó el teléfono y él sostuvo el móvil junto a la oreja un poco más y supo que ella no creía que pudiese hacerlo.

Quizá tenía razón.

Ella vio que lo había hechizado.

—En noveno me acosté con un profesor. Y con un amigo de mi padre.

Pero él no reaccionó.

—¿Usted qué cree? —preguntó. De pronto necesitaba saberlo.

Él titubeó durante tanto tiempo que creció su nivel de ansiedad. ¿La había oído, la escuchaba? ¿O estaba asqueado de ella?

—Creo que intenta escandalizarme con toda intención —manifestó el clérigo, pero le sonreía y su tono era tan dulce como el agua.

Por un momento se sintió avergonzada. Sin darse cuenta, su mano voló al pelo, los dedos torcieron las puntas.

—Lo que me interesa es por qué quiere hacerlo. ¿Todavía cree que la juzgaré?

Sólo era una parte de la verdad, pero asintió con un gesto apenas visible.

—Apenas puedo disculparla por eso, porque sospecho que la experiencia le ha enseñado que eso es lo que hacen las personas.

—Sí —asintió ella.

—Permítame decirle que el aconsejar desde el punto de vista cristiano distingue entre la persona y el hecho. Lo que hacemos es algunas veces inaceptable para Dios, pero nosotros nunca somos inaceptables. Él espera lo mismo de mí, si debo hacer Su trabajo.

—Mi padre también creyó que hacia el trabajo de Dios. —Las palabras fueron automáticas, la vieja furia.

Él hizo una mueca, como si hubiese sentido un dolor, como si ella no tuviese derecho a hacer esa comparación.

—La Biblia ha sido utilizada para diversos fines. El miedo también.

—¿Entonces por qué lo permite Dios? —Sabía que la pregunta había estado ahí esperando y ella no lo había visto.

—Usted debe recordar…

Sus manos parecieron perder apoyo, ella pareció perder el miedo.

—No, dígamelo. ¿Por qué? ¿Por qué se escribió la Biblia de forma tal que cualquiera pueda usarla como le plazca? —Oía su propia voz, cómo subía en espiral, cómo elevaba la emoción con ella—. Si Él nos quiere tanto, ¿yo, qué le hice? ¿Por qué no me dio a mí también el camino fácil? ¿Como a usted y a su esposa? ¿Por qué me dio a Viljoen y después dejó que él se volase los sesos? ¿Cuál fue mi pecado? Él me dio a mi padre. ¿Qué posibilidad tenía yo después de aquello? Si Él me quería fuerte, ¿por qué no me hizo fuerte? ¿O más lista? Era una niña. ¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía saber que los mayores eran unos cabrones? —El sonido del insulto fue agudo y cortante, y ella lo oyó como lo había oído él y eso la hizo callar. Furiosa, se enjugó las lágrimas de las mejillas con el dorso de la mano.

Cuando el clérigo reaccionó, la sorprendió de nuevo.

—Tiene problemas —dijo con una voz apenas audible.

Ella asintió. Se sorbió los mocos.

Él abrió un cajón, sacó una caja de pañuelos de papel y la empujó por encima de la mesa. Algo en este gesto la desilusionó. Historia; ella no era la primera.

—Un problema muy grave.

Ella no hizo caso a los pañuelos.

—Sí.

Él puso una de sus grandes manos pecosas sobre la caja de cartón.

—¿Y tiene que ver con esto?

—Sí —contestó ella—, tiene que ver con eso.

—Y tiene miedo —dijo él.

Ella asintió.

Apretó una mano sobre la boca del hombre, la hoja de la assegai contra su garganta, y esperó a que se despertase. Lo hizo con una sacudida del cuerpo, con los ojos abiertos y desesperados. Acercó la cabeza a la pequeña oreja y susurró:

—Si te quedas callado, te daré una oportunidad.

Sintió el poder del cuerpo de Davids forcejeando contra su presión. Le cortó la garganta con la punta de la hoja, pero suavemente, sólo para que sintiese el pinchazo.

—No te muevas…

Davids se quedó quieto, pero su boca se movió debajo de la mano.

—Quieto —susurró él de nuevo, con el hedor de la bebida en su nariz. Se preguntó hasta qué punto estaría sobrio, pero no podía esperar más; eran casi las cuatro de la mañana.

—Salgamos, tú y yo. ¿Comprendido?

La cabeza afeitada asintió.

—Si haces algún movimiento antes de que salgamos, te rajo. Asintió.

—Ven. —Dejó que se levantase, se puso detrás con la assegai debajo de la barbilla de Davids, y un brazo alrededor del cuello. Salieron de la casa a oscuras, por la puerta principal. Notó la tensión en los músculos del hombre y supo que la adrenalina también circulaba por sus venas. Estaban en el exterior, en la acera, y él dio un rápido paso atrás. Esperó a que Davids se volviese, vio los furiosos ojos rojos del dragón, y sacó un cuchillo del bolsillo, un largo cuchillo de carnicero que había encontrado en un cajón de la cocina.

Se lo dio al hombre de color.

—Toma —dijo—. Ésta es tu oportunidad.

A las siete y cuarto, cuando Griessel entró en la sala de los inspectores del edificio de Crímenes Graves y Violentos en Bishop Lavis, no oyó las conversaciones.

Se sentó con la cabeza gacha, pasó, sin ver, las hojas del expediente en su regazo, en busca de un punto de partida para construir su informe oral. Notaba la cabeza como ida; los pensamientos pasaban como peces plateados que se movían sin rumbo por un mar verde, para aquí, para allá, evasivos, siempre fuera de su alcance. Le sudaban las manos. No podía decir que no tuviera idea de qué informar. Se reirían de él. Joubert le pondría de vuelta y media. Tenía que decir que estaba esperando el informe de los forenses. Jesús, si sólo pudiese mantener las manos quietas. Sentía náuseas, la urgencia de devolver, de vomitar toda la mierda.

El superintendente superior Matt Joubert dio dos palmadas y el agudo sonido le sacudió. Se acallaron las voces de los detectives.

—Es probable que todos estéis enterados —dijo Joubert, y una reacción se difundió por la audiencia—. Díselo, Bushy.

Había alegría en su voz y Griessel captó el buen humor. Algo estaba pasando.

Bezuidenhout estaba apoyado en la pared opuesta y Griessel intentó enfocarlo, sus ojos grandes parpadeaban como los intermitentes de un coche. Oyó la rasposa voz de Bushy.

—Anoche mataron a Denver Davids de una puñalada en Kraaifontein.

Un alegre tumulto estalló en la sala. Griessel estaba perplejo. ¿Quién era Davids?

El ruido atravesó a Griessel, con el asco creciendo en su interior. Joder, estaba a punto de echar las tripas por la boca.

—Sus camaradas fueron a beber a un tugurio en Kayeltsha y volvieron a la casa de Kraaifontein alrededor de la una, cuando se fueron a dormir. Esta mañana, poco después de las cinco, alguien llamó a la puerta para decir que había un hombre muerto en la calle.

Griessel supo que oiría el sonido.

—Nadie oyó o vio nada —dijo el inspector Bushy Bezuidenhout—. Tiene toda la pinta de una pelea a navajazos. Davids tenía cortes en las manos y en el cuello, pero ahora mismo la herida mortal parece ser una puñalada en el corazón.

Griessel vio a Davids caer hacia atrás, con la boca abierta, los empastes de sus dientes de un marrón óxido. El grito, al principio espeso como la melaza, una lengua que asomaba poco a poco, el sonido cada vez más débil, más aguado que la sangre. Y entonces llegó.

—Tendrían que haberle cortado las pelotas —dijo Vaughn Cupido.

Los policías se rieron y eso hizo que el sonido se acelerase, el largo y delgado rastro atravesó el éter. Griessel echó la cabeza hacia atrás, pero el sonido le encontró.

Entonces vomitó, un vómito seco con arcadas y oyó las risas y alguien que decía su nombre, ¿joubert? «¿Benny, estás bien? ¿Benny?». Pero él no estaba bien, el ruido estaba en su cabeza y nunca saldría de allí.

Fue primero a la habitación del hotel en Parow. Tenía la sangre de Davids en los brazos y la ropa. Las palabras del Gran jefe sonaron en su cabeza: «Pilló el sida en la cárcel de una maricona».

Se lavó el corpachón con mucho cuidado, se frotó con jabón y agua, después lavó las prendas en el baño, se puso ropa limpia y salió para dirigirse a la camioneta.

Eran las cinco pasadas cuando salió: por el este, el cielo comenzaba a cambiar de color. Tomó la N1 y luego la N7, y la dejó en la salida de Table View cerca de la humeante refinería donde aún brillaban mil luces. Las furgonetas taxi circulaban a tope. Condujo hasta Blouberg sin pensar en nada. Llegó al mar. Era una mañana despejada. Una brisa inconstante que aún buscaba una dirección acarició su piel con suavidad. Miró hacia lo alto de la montaña, donde los primeros rayos del sol proyectaban profundas sombras en los acantilados, como las arrugas de un viejo. Luego respiró hondo, inspirando y expirando.

Cuando su pulso recuperó la normalidad, sacó de la guantera, donde lo había guardado el día anterior, el artículo recortado del Argus.

—¿Alguien quiere hacerle daño? —preguntó el clérigo.

Ella se sonó la nariz ruidosamente y lo miró con una expresión de disculpa. Hizo una bola con el pañuelo de papel. Cogió otro y se sonó de nuevo.

—Sí.

—¿Quién? —Metió una mano debajo de la mesa y sacó una papelera de plástico blanca. Ella arrojó los pañuelos al interior, cogió otro y se secó los ojos y las mejillas.

—Hay más de uno —respondió, y las emociones la amenazaron de nuevo. Esperó un momento a que aminoraran—. Más de uno.