—Me llamo Benny Griessel y soy alcohólico.
—Hola, Benny —saludaron las treinta y dos voces en alegre coro.
—Anoche me bebí una botella de Jack Daniel’s entera y pegué a mi esposa. Esta mañana me ha echado de casa. Llevo un día sin beber. Estoy aquí porque no puedo controlar la bebida. Estoy aquí porque quiero recuperar a mi esposa, a mis hijos y mi vida.
Mientras oía la desesperación en su voz, alguien comenzó a aplaudir, y entonces toda la sala de la pequeña y mísera iglesia resonó con un aplauso.
Permaneció en la oscuridad delante del gran y vulgar edificio, e instintivamente hizo un inventario de las salidas, las ventanas y la distancia hasta su camioneta. El Yellow Rose debió de haber sido alguna vez una granja, el hogar de algún pequeño granjero en los años cincuenta, antes de que la gran ola de Khayelitsha pasara por allí.
Debajo del alero había un cartel de neón con el nombre y una brillante rosa amarilla. En el interior sonaba música rap. No había cortinas en las ventanas. La luz las atravesaba y trazaba grandes marcas a través del aparcamiento, alegres luces sobre un traicionero alquitrán negro.
En el interior, los clientes se apretujaban alrededor de las mesas baratas. Vio algunos turistas europeos, con la forzada bonhomía de las personas nerviosas, como misioneros en una aldea de caníbales. Se abrió paso y vio dos o tres taburetes vacíos en la barra de pino. Dos camareros negros se ocupaban de atender los pedidos. Las camareras se acercaban hasta ellos, cada una con una rosa amarilla de plástico sobre sus senos, pegada en las finas camisetas.
—¿Qué tomas, gran perro? —le preguntó el camarero con un tono vagamente norteamericano. Biehg dawg.
—¿Tienes Windhoek? —preguntó en su lengua nativa.
—¿Lager o light, amigo?
—¿Eres xhosa?
—Sí.
Le hubiese gustado decirle: «Entonces háblame en xhosa», pero se contuvo, porque necesitaba información.
—Lager, por favor.
La cerveza y el vaso aparecieron ante él.
—Once rands con ochenta.
¿Once rands con ochenta? Alquimistas S.A. Le dio quince.
—Quédate con el cambio.
Levantó la copa y bebió.
—Espero que todavía os sintáis con ganas de aplaudir cuando acabe —dijo Griessel cuando se apagó la ovación—. Porque esta noche diré lo que debía haber dicho en 1996. Puede que no os guste lo que vais a escuchar. —Miró a Vega, la mujer negra con la sonrisa comprensiva que presidía el encuentro. Un mar de cabezas se volvió hacia él, cada rostro como un eco del apoyo incondicional de Vega. Se sentía muy incómodo—. Tengo dos problemas con Alcohólicos Anónimos. —Su voz llenó el salón como si estuviese solo—. Uno es que no tengo la sensación de encajar aquí. Soy policía. El homicidio es mi especialidad. Todos los días. —Sujetó el respaldo de plástico azul de la silla que tenía delante. Vio cómo sus nudillos se quedaban sin sangre por la tensión y miró a Vega porque no sabía dónde mirar—. Bebo para hacer que se callen las voces.
Vega asintió como si le comprendiese. Él buscó otro punto focal. Había carteles en una pared.
—Gritamos cuando morimos —continuó, con voz tranquila y poco a poco porque necesitaba decirlo bien—. Todos nos aferramos a la vida. Nos aferramos muy fuerte, y cuando alguien nos suelta los dedos, caemos. —Vio cómo sus manos lo demostraban delante de él: dos feroces garras que se abrían—. Entonces es cuando gritamos. Cuando comprendemos que de nada nos servirá sujetarnos porque estamos cayendo demasiado rápido.
La sirena de niebla en Mouille Point sonó a lo lejos y muy profunda. En la iglesia reinaba un silencio absoluto. Respiró hondo y les miró. Había incomodidad, la alegría se había congelado.
—Los oigo. No puedo evitarlo. Los oigo cuando entro en una escena, cuando todavía están allí tendidos. El grito pende en el aire, espera que alguien lo oiga. Y cuando lo oyes, se te mete en la cabeza y se te queda allí.
Alguien tosió nervioso a su izquierda.
—Es el más terrible de los sonidos —dijo, y les miró, porque ahora quería su apoyo.
Ellos evitaron su mirada.
—Nunca he hablado de esto —confesó. Vega se movió como si fuese a decir algo. Pero ahora no debía hablar—. La gente creerá que no estoy bien de la cabeza. Eso es lo que pensáis. Ahora mismo. Pero no estoy loco. Si lo estuviese, el alcohol no me ayudaría. Sólo lo haría empeorar. El alcohol ayuda. Ayuda cuando entro en el escenario de un crimen. Me ayuda a soportar el día. Me ayuda cuando llego a casa y veo a mi esposa y a mis hijos y les oigo reír, pero sé que aquel grito también espera en el interior de ellos. Sé que está esperando allí y que un día saldrá y me asusta que sea yo quien lo escuche. —Sacudió la cabeza—. Eso sería imposible de soportar. —Miró al suelo y susurró—: Lo que más me asusta es saber que aquel grito está dentro de mí. —Miró a los ojos de Vega—. Bebo porque también me quita ese miedo.
—¿Cuándo fue la última vez que estuvo aquí John Khoza? —preguntó Thobela al camarero.
—¿Quién?
—John Khoza.
—Oye, tío, hay muchos perros que vienen aquí.
Suspiró y sacó un billete de cincuenta rands y lo empujó con la palma a través de la barra.
—Intenta recordar.
El billete desapareció.
—¿Un chico flacucho con la piel picada de viruela?
—Ése es.
—La mayoría de las veces habla con el Gran Jefe; tendrás que preguntárselo a él.
—¿Cuándo fue la última vez que vino para hablar con el Gran Jefe?
—Yo hago turnos, tío. No estoy aquí todo el tiempo. No he visto a John desde hace años. —Se alejó para servir a algún otro.
Thobela se bebió otro trago de cerveza. El sabor amargo le era conocido, la música estaba demasiado fuerte y las notas del bajo vibraban en su pecho. Al otro lado de la sala, cerca de la ventana, había una mesa de siete. Unas risotadas muy estrepitosas. Un hombre de color muy musculoso, con intrincados tatuajes en los brazos, hacía equilibrios sobre un taburete. Se bebió una jarra grande de cerveza, gritó algo, aunque sus palabras se perdieron, y sostuvo en alto la jarra vacía.
Todo era demasiado hueco, jovialidad demasiado forzada para Thobela. Siempre había sido así, desde Kazajistán, aunque había pasado mucho tiempo. Ciento veinte hermanos negros en un campo de entrenamiento soviético que bebían, cantaban y reían por la noche. Que añoraban el hogar, cansados hasta los huesos. Camaradas y guerreros.
Volvió el camarero.
—¿Dónde puedo encontrar al Gran Jefe?
—Se puede arreglar. —El camarero permaneció expectante, sin parpadear.
Sacó otros cincuenta. El barman no se movió. Otro. Una palma barrió el dinero.
—Dame un minuto.
—El segundo problema es con los Doce Pasos. Me los he recorrido y puedo entender que funcionen para otras personas. El paso uno es fácil, porque sé que mi pu… que mi vida está fuera de control, el alcohol se ha encargado de ello. El paso dos dice que un «Poder más grande que nosotros nos puede curar». El paso tres dice que «Debemos entregarle a Él nuestra voluntad y nuestra vida».
—Amén —exclamaron un par de ellos.
—El problema —dijo con todo el tono de disculpa que pudo imprimir a su voz— es que no creo que exista tal Poder. No en esta ciudad.
Incluso Vega evitó su mirada. Por un momento, él permaneció de pie en silencio. Luego suspiró.
—Eso es todo lo que puedo decir. —Se sentó.
Cuando se acabó su segunda cerveza vio al Gran jefe que se acercaba desde el otro lado del local, un hombre negro, gordo, con la cabeza afeitada y un anillo de oro en cada dedo. Se detuvo en una mesa aquí y otra allá, casi gritando mientras hablaba con los clientes —desde el bar sus palabras se perdían en el estrépito— hasta que llegó a Thobela. Había pequeñas gotas de sudor en su rostro, como si hubiese hecho un gran esfuerzo. Las joyas brillaron cuando le tendió la mano derecha.
—¿Te conozco? —Su voz era muy aguda y femenina y los ojos eran pequeños y estaban alerta—. Madison Madikiza; me llaman el Gran Jefe.
—Tiny. —Utilizó un apodo del pasado.
—¿Tiny? Entonces mi nombre es Skinny[1] —dijo el Gran Jefe. Tenía una risa que le entrecerró los ojos y sacudió todo su cuerpo mientras se sentaba en un taburete. Una copa alta apareció delante de él, con un contenido transparente como el agua.
—Salud. —Bebió media copa y se secó la boca con la manga. Movió el índice arriba y abajo en dirección a Thobela—. Te conozco.
—Ah… —Se le aceleró el pulso y se fijó con mayor atención en las facciones del hombre. No quería que le pillaran desprevenido. El reconocimiento significaba problemas. Habría connotaciones, una huella con principio y final.
—No, no me lo digas, ya me vendrá. Dame un momento. —Los pequeños ojos le miraron de arriba abajo, frunció el entrecejo y las arrugas aparecieron en la calva—. Tiny… Tiny… ¿no eras tú…? No, aquel era otro Tiny.
—No creo…
—No, espera, debo ubicarte. Joder, nunca olvido una cara… sólo dime, ¿cuál es tu trabajo?
—Esto y aquello —respondió él con cautela. Los dedos chasquearon.
—Orlando Arendse —dijo el Gran Jefe—. Tú eras escolta de Orlando. Alivio.
—Eso fue hace mucho tiempo.
—La memoria es como un elefante, amigo mío. Noventa y ocho, noventa y siete, por ahí. Yo todavía trabajaba para Shakes Senzeni, Dios se apiade de su alma. Tenía un taller en Guts y yo era el capataz. Orlando pidió celebrar una reunión sobre la división del territorio, ¿lo recuerdas? Una gran reunión en Stikland y tú estabas junto a Orlando. Después Shakes dijo que había sido muy listo, porque así no podíamos hablar xhosa entre nosotros. Joder, amigo, el mundo es un pañuelo. Oí que Orlando se retiró, que los nigerianos se han hecho cargo del narcotráfico.
—La última vez que vi a Orlando fue hace dos o tres años. —Recordaba el encuentro, pero no al hombre que tenía delante. Había algo más, una realización de las alternativas; si se hubiese quedado con Orlando, ¿dónde estaría ahora?
—¿Qué haces en la actualidad?
Ahora podía mantener su tapadera con mayor convicción.
—Trabajo por libre. Organizo trabajos…
—¿Qué podría haber hecho cuando Orlando se retiró? ¿Abrir un club nocturno? ¿Ocuparse de algo en la periferia de la ley? ¿Hasta qué punto era una verdad potencial la historia que se estaba inventando?
—¿Un intermediario?
—Un intermediario. —Hubo un momento en que hubiera sido posible, podría haber sido cierto. Pero eso era el pasado. ¿Qué había delante? ¿Adónde iba?
—¿Tienes algo para Johnny Khoza?
—Quizá.
Se oyeron unos gritos por encima de la música y se dieron la vuelta. El fornido hombre de color bailaba sobre la mesa con el torso desnudo. Un dragón tatuado escupía un desteñido fuego rojo a través de su pecho, mientras los curiosos lo animaban.
El Gran Jefe Madikiza sacudió la cabeza.
—Tendremos follón —dijo y miró a Thobela—. No creo que Johnny esté disponible, amigo. Oí que se ha fugado. Lo pillaron en Ciskei por asalto a mano armada y asesinato. Asaltó una gasolinera; Johnny nunca piensa en grande. Así que cuando se torció el juicio le costó una pasta comprar una llave, ya sabes lo que digo. No sé dónde está, pero lo cierto es que no está en el Cabo. Hubiese venido arrastrándose hace mucho, si estuviese aquí. En cualquier caso, tengo mucho más talento en mis libros; sólo dime lo que necesitas.
Por primera vez se le ocurrió la posibilidad de que quizá no podría pillarlos. La posibilidad de que su búsqueda fuese inútil, que se hubiesen metido en un agujero, en alguna parte, donde no podría encontrarlos. La frustración le pesaba, le hacía sentirse torpe e impotente.
—La cosa es —dijo, aunque ya sabía que no iba a funcionar— que Khoza tiene información de un posible trabajo. Un contacto interior. ¿No hay nadie que pudiera saber dónde está?
—Tiene un hermano… no sé dónde.
—¿Nadie más? —¿Adónde acudir? Si no podía encontrar a Khoza y a Ramphele, ¿entonces qué? Con un esfuerzo se libró del sentimiento y se concentró en lo que decía el Gran Jefe.
—No sé gran cosa. Johnny es poca cosa, uno de tantos que intentan impresionar. Todos son iguales; vienen aquí con una actitud importante, gastan su dinero delante de las chicas como si fueran grandes bandidos, pero roban gasolineras. No tienen clase. Si Johnny te ha dicho que tiene un contacto interior para un trabajo serio, deberías ir con cuidado.
—Lo haré. —La granja no era una opción. No podía volver. La tremenda frustración que le dominaba acabaría por volverlo loco. ¿Qué hacer?
—¿Dónde puedo encontrarte si oigo algo?
—Volveré.
El Gran Jefe entrecerró los pequeños ojos.
—¿No confías en mí?
—No confío en nadie.
La risa burbujeó como el champaña de un barril, y una mano regordeta le palmeó el hombro.
—Bien dicho, amigo mío… —Se escuchó un ruido más fuerte que la música. La mesa del dragón bailarín se había roto bajo sus pies y él había caído de forma espectacular, para diversión de los curiosos. Permaneció en el suelo sosteniendo en alto la jarra de cerveza con un gesto triunfante.
—Joder —dijo el Gran Jefe y se levantó del taburete—. Sabía que las cosas acabarían por desmadrarse.
El hombre de color se alzó despacio e hizo un gesto de disculpa en dirección a Madikiza. Él asintió con una sonrisa forzada.
—Esa mierda pagará por la mesa. —Se volvió hacia Thobela—. ¿Sabes quién es?
—Ni idea.
—Enver Davids. Ayer salió libre de la acusación de haber violado a un bebé. Por un legalismo técnico. La jodida policía perdió su expediente, ¿te lo puedes creer?, un fallo administrativo; no puedes salir de una cosa así. Es un cabrón de cuidado. Pilló el sida en la cárcel de una maricona. Más tiempo de celda que Duracell. Le dieron la condicional y él va y viola a un bebé, supuestamente para curarse del sida… Ahora viene y bebe aquí, porque su propia gente lo colgaría, vaya mierda de tío.
—Enver Davids —dijo Thobela con voz pausada.
—Esa mierda —repitió el Gran Jefe, pero Thobela ya no le oía. Algo comenzaba a tener sentido. Veía una salida delante de él.
Sus manos temblaban en el volante. Tenían vida propia. Sentía frío en la calurosa noche de verano y sabía que era la abstinencia. Sabía que comenzaba, sería una noche terrible en el departamento de Josephine Mary McAllister.
Acercó la mano a la radio, encontró la tecla con dificultad, y la apretó. Música. Mantuvo el volumen bajo. A esa hora de la noche las calles de Sea Point estaban llenas de coches y peatones, personas que iban a alguna parte con un propósito. Excepto él.
Habían formado un círculo a su alrededor cuando todos acabaron. Se reunieron a su alrededor, lo tocaron como si quisieran transferirle algo a través de las manos. ¿Fuerza o creencia? Rostros, demasiados rostros. Algunas caras relataban una historia en los anillos alrededor de los ojos y la boca, como los anillos de un árbol. Historias conmovedoras. Otros eran máscaras que ocultaban secretos. Pero los ojos, todos eran iguales: penetrantes, resplandecientes de voluntad, como se aferra alguien, en medio de una inundación, a una delgada rama verde. Ya lo vería, dijeron. Ya lo vería. Lo que él veía era que formaba parte del Club de la Última Oportunidad. Sentía la misma desesperación, sentirse arrastrado por la riada.
El temblor le sacudió como una fiebre. Oía sus voces y subió el volumen de la música. El ritmo llenó el coche. Más fuerte. Rock, afrikaans, intentó seguir las palabras.
Ek wil huis toegaan na Mamma toe,
Ek wil huis gaan na Mamma toe.
Demasiado sintetizador, pensó, no del todo bien, pero bueno.
Die rivier is vol, my trane rol.
Aparcó delante del edificio, pero no salió del coche. Dejó que sus dedos corriesen por el imaginario mástil de un bajo; era lo que necesitaba la canción, más bajo. Dios, sería muy bueno sujetar otra vez un bajo. El miembro tembloroso se sacudió bajo su propio ritmo y le hizo desear reírse a mandíbula batiente.
‘n Bokkie wat vanaand by my will é…
Nostalgia. ¿Dónde estaban los días, dónde estaba el cabrito de veinte años que tocaba el bajo en la orquesta de la poli hasta que se sacudían las paredes?
Sy kan maar le, ek is’n loslappie.
Emoción. Le ardían los ojos. Joder, no, no era un bebé. Apagó la radio, abrió la puerta y salió deprisa, para poder alejarse de ese lugar.