Thobela fue al Waterfront y escogió con toda intención la carretera que seguía el trazado de la montaña para disfrutar de la vista del mar y la bahía. Lo necesitaba: espacio y belleza. El papel que había interpretado le inquietaba y no podía entender el porqué. Hacerse pasar por otra persona no era nada nuevo para él. En los días de Europa formó parte de su vida. Los alemanes orientales le habían enseñado hasta los últimos detalles. Vivir con la mentira había sido su forma de vida durante casi una década: los medios se justificaban por la meta de la libertad, de la lucha. ¿Había cambiado tanto?
Rodeó la ancha falda de la montaña y la vista se abrió debajo: barcos y grúas, una gran extensión de agua azul, los edificios de la ciudad y las carreteras, y la costa que se curvaba graciosamente hacia Blouberg. Quería volverse hacia Pakamile y decirle: «Mira allí, es la ciudad más hermosa del mundo». Y ver a su hijo mirar con asombro todo esto.
Ésa era la diferencia, pensó. Sentir como si el chico estuviese todavía con él, a su alrededor.
Antes de Pakamile, antes de Miriam, había estado solo; era el único juez de sus acciones y el único afectado por ellas. Pero el chico había ampliado sus fronteras y aumentado su mundo de forma tal que todo lo que decía y hacía tenía otras implicaciones. Mentirle a Lukas Khoza le hacía ahora sentirse tan incómodo como si hubiese estado engañando a Pakamile. Como el día que fueron a caminar por las colinas de la granja y él quería enseñarle a su hijo a utilizar el rifle con total responsabilidad, una herramienta que se debía tratar con cuidado.
El rifle había despertado al cazador que había en el chico. Mientras caminaba, apuntaba con el rifle descargado a los pájaros, las piedras y los árboles. Imitaba los sonidos del disparo con la boca. Sus pensamientos habían dado todo un círculo hasta que preguntó:
—¿Fuiste soldado, Thobela?
—Sí.
—¿Disparaste a personas? —le preguntó sin ninguna fascinación macabra: así son los chicos.
¿Cómo respondías? ¿Cómo le explicabas a un chico cómo habías participado en una emboscada con un fusil de francotirador en Munich, apuntando al enemigo de tu aliado; cómo apretabas el gatillo y veías la sangre y los sesos desparramados contra la pared azul brillante; cómo te escabullías como un ladrón en la noche, como un cobarde? Aquella era tu guerra, un deber heroico.
¿Cómo le describes a un chico aquel extraño y perdido mundo en el que vivías; explicarle el apartheid, la opresión, la revolución y la inquietud? ¿De Oriente y Occidente, de los muros y las extrañas alianzas?
Se sentó con la espalda apoyada en una piedra y lo intentó. Al final dijo que sólo había que tomar un arma contra la injusticia; sólo había que apuntar a las personas como último recurso. Cuando todas las demás formas de defensa y persuasión se habían agotado.
Como ahora.
Eso es lo que le gustaría decirle a Pakamile ahora. El fin justifica los medios. No podía permitir que la injusticia de su asesinato no recibiese castigo; no podía aceptarlo dócilmente. En un país donde el sistema les había fallado, éste era ahora el último recurso, incluso si este mundo era tan difícil de explicar, tan complicado de entender. Alguien tenía que plantarse. Alguien debía decir: «Hasta aquí hemos llegado».
Era eso lo que había intentado enseñarle al chico. Era eso lo que le debía a su hijo.
Llamó a las puertas toda la tarde, y hacia las cuatro el detective inspector Benny Griessel sabía que la víctima era Josephine Mary McAllister, de cuarenta y seis años, divorciada en 1994, una empleada administrativa capacitada y discreta de Benson Exports, en Waterkant Street. Era miembro de la Iglesia del Nuevo Evangelio en Sea Point, una mujer solitaria cuyo antiguo marido vivía en Pietermaritzburg y cuyos dos hijos trabajaban en Londres. Sabía que era socia de la biblioteca pública, que le gustaban los libros de Bárbara Cartland y Wilburg Smith, dueña de un Toyota Corolla de 1999, tenía 18 762,80 rands en una cuenta corriente en el Netbank, debía 6456,70 rands de la tarjeta de crédito, y el día de su muerte había sacado un billete de avión a Heathrow con la aparente intención de visitar a sus hijos.
También, como en los dos asesinatos anteriores, no tenía ni una sola pista importante.
Cuando arrastró sus maletas a través del umbral del apartamento de la mujer muerta, comprendió el riesgo de lo que estaba haciendo, pero se dijo que no tenía otra elección. ¿Adónde demonios podía ir? ¿A un hotel donde tenía el alcohol a su alcance con sólo llamar por teléfono? Los forenses ya habían estado allí y nadie tenía otra llave además de la que tenía en el bolsillo.
El apartamento de Josephine Mary McAllister no tenía ducha, sólo una bañera. La llenó hasta la mitad y se sumergió en el agua muy caliente, y observó cómo su corazón enviaba delicadas ondulaciones por la superficie con cada rítmico latido.
La vinculación a grandes rasgos entre McAllister, Jansen y Rosen era elemental. Todas eran de mediana edad, vivían solas en Green Point, en Mouille Point. No habían forzado la entrada. Todas habían sido estranguladas con un cordón eléctrico de la cocina de la víctima. ¿Cómo elegía el asesino a sus víctimas? ¿En la calle? ¿Se sentaba en el coche y vigilaba hasta que aparecía una víctima potencial? ¿Entonces iba y, sin más, llamaba a la puerta?
Imposible. Los bloques de edificios de McAllister y Rosen tenían puertas de seguridad y portero eléctrico. Las mujeres no abrían a hombres desconocidos; ya no. La casa de Jansen tenía una reja de acero delante de la puerta principal.
No, alguien se había hecho su amigo. Luego las había citado para el viernes por la noche y las venía a buscar o las traía a casa. Y utilizaba el cordón eléctrico, que encontraba en la cocina. ¿Lo llevaba a la sala de estar o al dormitorio? ¿Cómo se las apañaba para sorprenderlas? Porque no había señal de resistencia; ningún tejido debajo de las uñas, ningún otro golpe.
Debía de ser fuerte. Rápido y metódico.
El psicólogo forense de Pretoria dijo que el cabrón debía de tener antecedentes, posiblemente por delitos menores: asalto, robo, intrusión, incluso incendio. Lo más probable por agresiones sexuales, quizá violación. «No comienzan con el asesinato, van subiendo la escalera. Si le atrapa, encontrará en su posesión pornografía y objetos sadomasoquistas. Hay una cosa que sí le puedo decir: no se detendrá. Se está volviendo más habilidoso y más y más confiado».
Griessel cogió el jabón y se lavó el cuerpo. Se preguntó si ella había estado allí antes de que el asesino viniese a buscarla. Se había preparado a sí misma para la cita, sin saberlo, un cordero para el matadero.
Él lo atraparía.
Viernes por la noche. ¿Por qué los viernes? Se enjuagó el jabón.
¿Era el viernes la única noche en que estaba libre de responsabilidades? ¿Qué profesiones tenían libres los viernes por la noche? ¿Qué profesiones trabajaban los viernes por la noche? Sólo los malditos policías; el resto del mundo se iba de juerga. Y asesinaba.
Salió de la bañera, caminó chorreando agua hasta las maletas y sacó una toalla. Anna había colocado una sobre la pila de ropa.
Había hecho las maletas con mucho cuidado, como si le importase. Pero ahora él rebuscaba en las maletas. Tenía que colgar las prendas, si no se arrugarían.
Tendría que encontrar un lugar donde alojarse. Durante seis meses.
Escuchó el silencio del apartamento, consciente, de pronto, de que estaba solo. De que estaba sobrio. Escogió algunas prendas y se vistió.
A pesar de su enojo, Anna había guardado su ropa con esmero. Ahora debía de estar en la cocina, todavía con la ropa del trabajo, ocupada con las ollas y las sartenes, la radio sobre la mesa. Carla estaría sentada a la mesa del comedor con sus libros de deberes, enrollándose el pelo con la punta del lápiz. Fritz estaría delante del televisor, con el mando a distancia en la mano, dedicado a cambiar de canal continuamente, buscando impaciente. Siempre en activo. Él también había sido así; las cosas debían suceder.
Jesús, ¿qué había pasado con su vida?
Arrojada por la borda. Con la ayuda de Klipdrift, Coca-Cola y Jack Daniel’s.
Alcohólicos Anónimos, paso diez: continúe haciendo un inventario personal y, cuando se equivoque, apresúrese a admitirlo.
Suspiró con fuerza. El deseo lesionó sus costillas por dentro. No quería estar allí. Quería irse a su casa. Quería tener de nuevo a su familia, su esposa y sus hijos. Quería recuperar su vida. Tendría que comenzar de nuevo. Quería ser como antes: un policía de la comisaría de Parow que se reía de la vida. ¿Se podía empezar de nuevo? Ahora. ¿A los cuarenta y tres?
¿Por dónde empezar?
No hace falta que seas un genio para responderla. No estaba seguro de si lo había dicho en voz alta.
Iría a comprar un periódico y buscaría un lugar en los anuncios clasificados, porque este maldito apartamento le provocaba temblores. Pero primero debía llamar. Encontró la guía de teléfonos de la señora McAllister en un cajón del armario, junto al teléfono. La abrió cerca del principio, y deslizó el dedo por la lista, pasó una página, y miró de nuevo hasta que encontró el número.
Lo intentaría una vez más. Una última vez.
Marcó el número. No sonó mucho.
—Alcohólicos Anónimos, buenas tardes —dijo una voz de mujer.
Por casualidad Thobela compró el Argus. Era algo que hacer mientras comía pescado y patatas fritas de una caja de cartón, y las gaviotas esperaban como pordioseras en la barandilla para recibir una limosna. Desplegó el periódico sobre la mesa. Primero leyó el artículo principal sin mucho interés. Más intrigas políticas en el Western Cape, acusaciones de corrupción y las habituales negativas. Mojó las patatas en la salsa de marisco. Fue entonces cuando vio la pequeña noticia en la esquina inferior derecha.
POLIS TRATADOS COMO «INCOMPETENTES».
DESESTIMADO EL CASO DEL VIOLADOR DE UN BEBÉ
Leyó. Cuando acabó, apartó los restos de comida a un lado. Miró hacia las aguas en calma de la bahía. Barcos de placer con turistas quemados por el sol se alejaban en columna, para servir cócteles en Llandudno y Clifton cuando se pusiese el sol. Pero no veía el panorama. Permaneció allí con la mirada perdida e inmóvil durante largo tiempo, con sus anchas manos enmarcando el artículo. Luego lo leyó de nuevo.
Llamaron a la puerta del despacho y el ministro dijo:
—Adelante.
La mujer que asomó la cabeza era de edad madura, tenía el pelo negro corto y la nariz larga y elegante.
—Perdona que te interrumpa. He preparado algo de comer.
Las dos mujeres se evaluaron la una a la otra con una mirada. Christine vio la falsa seguridad, la obediencia, un cuerpo delgado oculto por un vestido recatado. Una mujer atareada, de manos hábiles, que sólo trabajaba en la cocina. La clase de mujer que utilizaba el sexo para tener hijos, no por placer. Una mujer que se apartaría, rígida, si la boca y la lengua del marido bajaban más allá de sus pequeños y flácidos pechos. Christine conocía el tipo, pero no quería demostrarlo e intentó permanecer invisible.
Él se levantó y se acercó a su esposa para coger la bandeja.
—Gracias, mamá —dijo.
—Es un placer —respondió ella, y le dirigió una sonrisa a Christine. Sus ojos dijeron por una fracción de segundo: «Conozco a las de tu clase», antes de cerrar la puerta con suavidad.
De una manera distante, el clérigo colocó la bandeja en la mesa: sandwiches, patas de pollo, pepinillos y servilletas.
—¿Cómo se conocieron? —preguntó Christine. Él había vuelto a su silla.
—¿Rita y yo? En la universidad. Se le había averiado el coche. Tenía un viejo Mini. Yo pasaba en mi bicicleta y me detuve.
—¿Fue amor a primera vista? Él se rio.
—Lo fue para mí. Ella tenía un novio en el ejército.
¿Por qué? Le hubiese gustado preguntar. ¿Qué vio en ella? ¿Por qué la escogió? ¿Se parecía a la esposa ideal de un ministro? ¿Una virgen? Pura. Se imaginó el romance, la corrección, y supo que ella se hubiese aburrido hasta morir a aquella edad.
—¿Así que se la robó? —preguntó ella, pero ya sin interés. Sintió que aparecían unos viejos celos.
—Al cabo de un tiempo. —Sonrió de una manera satisfecha—. Por favor, coma algo.
Ella no tenía hambre. Cogió un sandwich, vio la lechuga y el tomate, la manera cómo estaba cortado el pan en un triángulo perfecto. Lo dejó en el plato y lo apoyó sobre el regazo. Quería preguntar cómo se las había apañado para esperar, cómo había contenido sus deseos hasta después del matrimonio. ¿Los seminaristas se masturbaban, o eso también era pecado en su mundo?
Esperó hasta que él comenzó a comer un muslo de pollo, sujetando el hueso con los dedos. Se inclinó hacia adelante para poder comer sobre el plato. Sus labios brillaron con la grasa.
—Tuve relaciones sexuales por primera vez cuando tenía quince años —dijo ella—. El acto sexual como es debido.
Quería que se atragantase con la comida, pero su mandíbula sólo se detuvo por un segundo.
—Escogí al chico. Lo seleccioné. Al más listo de la clase. Podría haber tenido a cualquiera. Lo sabía.
Él estaba indefenso, con el muslo a medio comer en la mano y la boca llena de carne.
—Cuanto más rezaba mi padre para sacar los demonios de mí, más deseaba verlos. Cada noche. Cada noche teníamos que sentarnos en el vestíbulo y él nos leía la Biblia y rezaba largas oraciones y le pedía a Dios que expulsase a los demonios de Christine. Los pecados de la carne. Las tentaciones. Mientras, nos cogíamos de las manos y él sudaba y tronaba hasta que se sacudían los cristales de las ventanas y se me erizaba el pelo de la nuca. Yo solía preguntarme: ¿Qué demonios? ¿Qué aspecto tenían? ¿Qué hacían? ¿Qué sensación tendría si salieran? ¿Por qué la tenía tomada conmigo? ¿Era algo que yo no podía evitar? Al principio no tenía pistas. Pero entonces los chicos del colegio comenzaron a mirarme. Mi cuerpo.
No quería seguir teniendo el plato en el regazo. Lo dejó en la mesa y entrelazó las manos debajo de sus pechos. Debía calmarse; le necesitaba, pese a la esposa perfecta y todo lo demás.
Su padre la inspeccionaba cada mañana como a uno de sus hombres. No la dejaba salir hasta haber aprobado el largo de la falda. En ocasiones la enviaba de vuelta a su cuarto para arreglarse el pelo o lavarse un resto de maquillaje apenas visible, hasta que aprendió a salir un poco antes y maquillarse en el espejo del lavabo de la escuela. No quería renunciar a la recién descubierta atención de los chicos. Era una cosa extraña. A los trece había sido una de tantas: de pecho plano, pálida y tontorrona. Entonces todo empezó a crecer —los pechos, las caderas, las piernas, los labios—, metamorfosis que puso rabioso a su padre y tuvo un extraño efecto en todos los hombres de su alrededor. Los chicos empezaron a saludarla, los maestros empezaron a demorarse en su pupitre, los de sexto comenzaron a mirarla de reojo y a susurrar entre ellos con las bocas tapadas con la mano. Por fin se dio cuenta. Fue durante ese tiempo cuando su madre empezó a trabajar y Christine se convirtió en parte de un grupo que iba a una casa sin padres, después del colegio, para fumar y, de vez en cuando, beber. Colin Engelbrecht le había dicho desde detrás de la nube azul de un Chesterfield que se aceptaba oficialmente que ahora tenía el cuerpo más sexi de la escuela. Si ella estuviera dispuesta a mostrarle aunque sólo fuese una vez las tetas, él haría cualquier cosa.
Las otras chicas de la habitación le habían arrojado almohadones y gritado que era un cerdo. Ella se levantó, se desabrochó la camisa, se desenganchó el sujetador y mostró sus pechos a los tres chicos que había en la habitación. Estaba allí con sus grandes tetas y por primera vez en su vida sintió el poder, vio el entusiasmo en sus ojos, la debilidad de la lujuria en sus bocas abiertas. Cuan diferente del terrible disgusto de su padre…
Así llegó a saber qué eran los demonios.
Después de aquello, nada volvió a ser igual. Más tarde se dio cuenta de que habían comentado que hubiese mostrado los pechos, porque aumentó el nivel de interés y cambió el estilo de abordarla. Este acto había creado la posibilidad de hacer algo salvaje, la oportunidad de tener suerte. Así que ella comenzó a utilizarlo. Era un arma, un escudo y un juego. Aquellos a los que favorecía, de vez en cuando eran recompensados con la admisión en su cuarto y una larga sesión de sudorosas caricias en el asfixiante calor de Upington, el privilegio de besar y acariciar sus pechos, mientras ella les miraba las caras con absoluta concentración y disfrutaba del increíble y profundo placer: que ella era la responsable de ese éxtasis, de los jadeos, de las tremendas palpitaciones.
Pero cuando sus manos comenzaban a bajar, las devolvía suave pero firmemente por encima de la cintura, porque quería controlar lo que pasaría, y con quién. Cómo lo quería, tal como ella lo imaginaba cuando yacía en su cama, tarde, de noche, y se masturbaba, provocando lentamente al demonio con sus dedos hasta que la conducía a un tremendo orgasmo. Sólo para sentir, la noche siguiente, que estaba de nuevo dentro, acechando, a la espera de su mano.
Fue el día de deporte en la escuela, cuando estaba en octavo, cuando sedujo al apuesto, inteligente pero tímido, Johan Erasmus, con sus gafas con montura de oro y sus bellas manos. Se produjo en el césped, detrás del garaje del autocar. Era aquel chico que tenía mucho miedo de mirarla, que se ponía rojo como un tomate cuando ella le saludaba. Era dulce: sus ojos, su voz, su corazón. Quería hacerle un regalo porque él nunca se lo había pedido.
Y lo hizo.