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—Su padre abusó de usted —dijo el ministro con certidumbre.

—No —respondió ella—. Muchas prostitutas lo dicen. El padrastro me manoseaba. O el novio de mi madre. O el padre. No puedo decir eso. No era su problema.

Ella buscó la desilusión en su rostro pero no había nada que ver.

—¿Sabe lo que desearía si tuviese que formular un único deseo? Saber qué le pasó. Me lo pregunté mil veces. ¿Qué vio que le hizo cambiar? Sé que ocurrió en la frontera. Sé más o menos en qué año, eso lo deduje. En algún lugar en Sudáfrica occidental o en Angola. ¿Pero qué?

»Si pudiera recordar un poco mejor cómo él era antes. Pero no puedo. Sólo recuerdo los malos tiempos. Creo que siempre fue un hombre serio. Y callado. Debía tener… no todos volvieron de la frontera de esa manera, así que tuvo que ser cierta clase de persona. Debía tener la… ¿cuál es la palabra?

—¿Tendencia?

—Sí. Debía tener la tendencia.

Ella buscó algo que hacer con las manos. Se inclinó hacia delante y cogió la cucharilla de la azucarera de porcelana blanca. En el mango tenía el escudo de armas municipal en el extremo curvo. Frotó el metal con la yema del pulgar y notó los relieves.

—En la escuela celebraban una fiesta todos los años. Un viernes de octubre. Por la tarde había juegos Boeresport y por la noche había casetas. Tómbolas y tiro al blanco. Braaivleis. Iban todos, toda la ciudad. Después de los juegos ibas a casa y te vestías bien para la noche. Tenía catorce años. Le pedí prestado el maquillaje a Lenie Heisteck y compré mi primer par de tejanos con mis ahorros. Me había puesto una blusa azul cielo, mi cabello era largo y creía que era bonita. Aquella noche me senté delante del espejo en mi habitación, me puse maquillaje y sombra de ojos a juego con mi blusa, y me pinté los labios de rojo. Quizás utilicé demasiado maquillaje, porque todavía era estúpida, pero me sentía muy hermosa. Eso es algo que los hombres no entienden. Verse bonita.

»¿Qué hubiese pasado si hubiese cogido mi bolso negro, hubiera entrado en la sala de estar y él hubiese dicho: “Estás preciosa, Christine”? ¿Qué hubiese pasado si se hubiese levantado, hubiera cogido mi mano y hubiese dicho: “Puedo tener el honor de este baile, princesa”?

Apretó la curva de la cucharilla contra su boca. Sintió la vieja y conocida emoción.

—No fue eso lo que sucedió —dijo el ministro.

—No —admitió ella—. No fue lo que sucedió.

Thobela se había aprendido de corrido la dirección del hermano de Khoza en Khayelitsha, pero no fue allí directamente. Llevado por un súbito impulso, dejó la ruta original dos salidas antes al oeste del aeropuerto y fue a Guguletu. Buscaba la pequeña casa en que había vivido con Miriam y Pakamile. Aparcó al otro lado de la calle y apagó el motor.

El pequeño jardín que él y el chico habían atendido con tanto cuidado y esfuerzo y regado en la arena de Cape Flats se había secado al final del verano. Había otras cortinas en las ventanas de la sala de estar.

Él y Miriam habían dormido en aquella habitación.

Más allá, gritaban voces infantiles. Miró y vio a los chicos jugar al fútbol, con los faldones de la camisa por fuera, los calcetines caídos sobre los tobillos. Una vez más, recordó cómo Pakamile lo esperaba cada tarde en aquella esquina alrededor de las cinco y media. Thobela solía montar una Honda Benly, una de aquellas pequeñas motocicletas indestructibles que le hacían parecer un espantapájaros, y el rostro del chico se iluminaba cuando aparecía por la esquina y entonces corría una pugna de velocidad con la moto en los últimos cien metros hasta su puerta.

Siempre feliz de verle, tan ansioso por hablar y entusiasta por trabajar en el jardín delantero con los girasoles, en el huerto de atrás con las judías, las calabazas y los grandes tomates rojos.

Tendió la mano sin prisa para girar la llave del contacto, poco dispuesto a alejarse de los recuerdos.

¿Por qué se lo habían quitado todo?

Luego se marchó, volvió a la N2, y pasó por delante del aeropuerto. Cogió la rampa de salida, giró a la derecha y se encontró en medio de Khayelitsha: el tráfico y la gente, pequeños edificios, casas, arena, olores y sonidos, grandes anuncios de Castle, Coca-Cola y Toyota, carteles pintados a mano de industrias caseras, peluquerías y vidrieros, tenderetes que vendían verduras junto a la carretera, perros y vacas. Una ciudad al margen de la ciudad, extendida sobre las dunas.

Escogió su ruta con cuidado, siguiendo las indicaciones del mapa que había estudiado, porque aquí era fácil perderse: había pocas señales de tráfico, las calles a veces eran anchas, otras muy angostas. Se detuvo delante de una casa, un edificio de ladrillos en el centro de una parcela. Había materiales de construcción apilados y habían levantado una habitación adicional hasta la altura de las ventanas, un viejo Mazda 323 estaba colocado sobre unos ladrillos, cubierto en parte con una lona.

Se apeó, fue hasta la puerta y llamó. En el interior sonaba la música, norteamericana. Golpeó de nuevo, más fuerte, y se abrió la puerta. Apareció una chica, de diecisiete o dieciocho años, en camiseta y tejanos.

—¿Sí?

—¿Es la casa de Lukas Khoza?

—No está aquí.

—Tengo un mensaje para John.

Ella entornó los ojos.

—¿Qué clase de mensaje?

—Trabajo.

—John no está aquí.

—Es una pena —dijo él—, le hubiese gustado el trabajo. —Se volvió para marcharse, y luego se detuvo—. ¿Se lo harás saber?

—Si lo veo. ¿Quién es usted?

—Dile que el tipo que da informes de buenos trabajos estuvo aquí. Él lo entenderá. —Se volvió de nuevo, como si hubiera perdido el interés.

—John no ha venido aquí desde hace años. Ni siquiera sé dónde está.

Caminó hacia la furgoneta y dijo, al tiempo que se encogía de hombros:

—Entonces le daré el trabajo a algún otro.

—Espere. Quizá mi padre lo sepa.

—¿Luke? ¿Está aquí?

—Está en el trabajo. En Maitland. En el matadero.

—Quizá me pase por allí. Gracias.

Ella no le dijo adiós. Se quedó en el umbral, la cadera apoyada en el marco y le miró. Mientras él se sentaba al volante se preguntó si ella le había dicho la verdad.

Ella le contó al ministro la noche en que su padre la había llamado puta. Cómo había estado a su lado en el baño y la había obligado a quitarse el maquillaje con una toalla, jabón y agua. Había llorado mientras él la reprendía y decía que en su casa no. Que no habría ninguna puta en su casa. Fue aquella noche cuando comenzó. Cuando aquello ocurrió dentro de ella. Mientras recordaba los reproches, se dio cuenta de lo que estaba pasando entre ella y el clérigo, porque era un territorio conocido. Le estaba explicando la razón y él quería escucharla. Ellos. Los hombres la miraban, después de que ella hubiese hecho su trabajo, después de que ella hubiese cedido su cuerpo para ellos con manos suaves y palabras acariciadoras, y querían escuchar su historia, su trágico relato. Era algo primitivo. Querían que fuese buena de verdad. La puta con un corazón de oro. La puta que casi era una chica cualquiera. El ministro también lo temía; la miraba fijamente, tan dispuesto a simpatizar con ella. Pero al menos con él, lo otro estaba ausente. Sus clientes, casi la mayoría sin excepción, querían saber si era también algo sexual; buena de verdad, pero también calentona. Su fantasía del mito de la ninfómana. Era consciente de todas estas cosas mientras continuaba con su relato.

—He pensado mucho en aquello, porque fue donde todo comenzó. Aquella noche. Incluso ahora, cuando lo pienso, aparece toda la furia. Sólo quería parecer bonita. Por mí misma. Por mi padre. Por mis amigos. Él no quería verlo, sólo quería ver todo lo demás, la maldad. Y luego el tema religioso fue a peor. Nos prohibió bailar, ir al cine, dormir en casa de las amigas o ir de visita. Nos lo reprochaba.

El ministro sacudió la cabeza como si dijese: «Son cosas que hacen los padres».

—No conseguía entenderlo. Gerhard, mi hermano, no hacía nada. Teníamos los mismos padres y la misma casa y todo, pero él no hacía nada. Sólo se volvió retraído y leía libros en su habitación, se escapaba en sus historias y en su cabeza. ¿Y yo? Yo fui a buscar problemas. Quería convertirme en aquello a lo que mi padre tenía tanto miedo. ¿Por qué? ¿Por qué era así? ¿Por qué me hicieron así?

El ministro miraba mientras ella hablaba, miraba sus manos y sus ojos, las expresiones que pasaban en rápida sucesión por su rostro. Observaba sus modales, el pelo que utilizaba con tanta habilidad, los dedos que marcaban sus palabras con pequeños movimientos y los miembros que hablaban en un ininterrumpido y deliberado lenguaje corporal. Lo colocó junto a las palabras y su contenido, el dolor y la sinceridad y la obvia inteligencia, y comprendió algo de la mujer: disfrutaba con aquello. En algún nivel, probablemente inconsciente, disfrutaba con la luz de las candilejas. Como si, sin importar la basura que habían descargado sobre ella, algo en su psique permaneciera incólume.

A las doce, el hambre hizo que Griessel dejase de prestar atención al expediente de asesinato en el que estaba abstraído. Fue entonces cuando recordó que hoy no habría sandwich, ni paquete de comida envuelto en film transparente.

Levantó la mirada del papeleo y la habitación de pronto le pareció enorme. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo se las apañaría?

Thobela cometió un error de juicio con Lukas Khoza. Le encontró en el matadero, con un delantal de plástico manchado de sangre, ocupado en lavar la sangre de las baldosas de un blanco sucio del suelo del matadero con una manguera roja. Salieron para que Khoza pudiese fumar.

Thobela dijo que buscaba a su hermano, John, porque tenía un trabajo para él.

—¿Qué clase de trabajo?

—Ya sabe, trabajo.

Khoza lo miró con desagrado.

—No, no lo sé y no quiero saberlo. Mi hermano es una basura y si usted es de su clase, también lo es. —Le miraba con las piernas separadas en una postura desafiante, el cigarrillo en una mano, entre el edificio del matadero y los corrales del ganado. Unos cerdos grandes de color rosado se movían inquietos detrás de las rejas de acero, como si intuyesen el peligro.

—Ni siquiera sabe de qué clase de trabajo hablo —dijo Thobela, consciente de que había escogido una aproximación errónea, que había sido víctima de una generalización.

—Probablemente los trabajos que siempre hace. Asaltos. Robo. Destrozará el corazón de nuestra madre.

—Esta vez no.

—Miente.

—No miento. Lo juro. No le quiero para un propósito criminal —dijo con firmeza.

—No sé dónde está. —Khoza aplastó la colilla, furioso, debajo de la gruesa suela de sus botas de goma blanca, y volvió hacia la puerta que tenía detrás.

—¿Hay alguien más que pueda saberlo?

Khoza se detuvo, menos violento.

—Quizá.

Thobela esperó.

Khoza titubeó durante bastante rato.

—El Yellow Rose —dijo, y abrió la puerta. Un grito agudo, casi humano, escapó del interior. Detrás de Thobela los cerdos se movieron apremiantes y se aplastaron contra los barrotes.