Fue en la camioneta hasta Ciudad del Cabo, porque la moto hubiera llamado demasiado la atención. La maleta estaba a su lado, en el asiento del pasajero. Desde Port Elizabeth a Knysna. Vio las montañas y los bosques y se preguntó, como siempre, qué aspecto habrían tenido mil años atrás, cuando sólo estaban Khoi y San y los elefantes bramaban en la densa vegetación. Más allá de George las casas de los ricos se alzaban como gordas garrapatas contra las dunas, compitiendo en silencio por una mejor vista del mar. Grandes casas, vacías todo el año, quizá para llenarse durante un mes en diciembre. Pensó en la chabola de planchas de cinc de la señora Ramphele en las llanuras quemadas por el sol de las afueras de Umtaka, cinco personas en dos habitaciones, y supo que los contrastes de este país eran demasiado grandes.
Pero nunca serían lo bastante grandes como para justificar la muerte de un niño. Se preguntó si Khoza o Ramphele habrían pasado por ese camino; si habrían conducido por esa carretera.
Mossel Bay, pasado Swellendam y cruzado el río Breede, luego Caledon y, a última hora de la tarde, llegó a Sir Lowry’s Pass. El cabo se extendía allá abajo y el sol le dio en los ojos mientras se ponía detrás de Table Mountain. No sintió la alegría de volver a casa, porque los recuerdos que le traía ese lugar le pesaban.
Condujo hasta Parow. Recordaba un pequeño hotel en Woortrekker Road, el New President, donde se alojaban las personas que querían permanecer anónimas, sin importar su credo o su color.
Era allí donde comenzaría.
Griessel se detuvo delante del edificio de la Unidad de Crímenes Graves y Violentos, en Bishop Lavis, y consideró sus opciones.
Podía sacar la maleta del maletero y arrastrarla por delante de Mavis en la recepción, dar la vuelta a la esquina y seguir por el pasillo hasta uno de los grandes baños que habían dejado después de que la vieja Escuela de Policía se convirtiese en las nuevas oficinas de la unidad. Allí podría ducharse, lavarse los dientes y afeitarse delante del espejo manchado y ponerse ropa limpia. Pero todos los jodidos polis de la península sabrían en media hora que, a Benny Griessel, su esposa le había echado de casa. Así funcionaban las cosas en la policía.
También podía ir a su despacho tal cual estaba, maloliente y desaliñado, y decir que había trabajado toda la noche, pero eso sólo mantendría la fachada temporalmente.
Había una botella de Jack Daniel’s en el cajón de su mesa y tres paquetes de Clorets; dos tragos para los nervios, dos Clorets para el aliento y estaría tan campante. Jesús, sentir el espeso líquido marrón pasándole por la garganta, todo el camino hasta el cielo. Cerró el maletero. Al diablo con la ducha; sabía lo que necesitaba.
Caminó deprisa, animado de pronto. Que te jodan, Anna. No podía hacerle esto; vería a un puto abogado, uno como Kemp, que no aceptaba mierdas de hombres o bestias. Él era el que llevaba el pan a la mesa, borracho o no; ¿cómo podía echarle? Él había pagado por aquella casa, cada mesa y cada silla. Saludó a Mavis, dobló la esquina, subió las escaleras, tocó la llave en el bolsillo. Le temblaba la mano. Abrió la puerta, la cerró al entrar, fue hasta su mesa, abrió el cajón de abajo, apartó el manual de procedimiento criminal y sintió el frío vidrio de la botella debajo. La sacó y desenroscó la tapa. Era el momento de echar lubricante. El testigo del aceite marcaba rojo. Sonrió ante su propio ingenio cuando se abrió la puerta y apareció Matt Joubert con una expresión de disgusto en el rostro.
—Benny.
Él se quedó transpuesto, con el cuello de la botella a quince centímetros del alivio.
—A la mierda, Matt.
Matt cerró la puerta.
—Deja esa mierda, Benny.
Él no se movió, no podía creer en su mala suerte. Cuando ya estaba tan cerca.
—¡Benny!
La botella tembló, como todo su cuerpo.
—No puedo evitarlo —dijo en voz baja. No podía mirar a Joubert a los ojos. El superintendente superior se acercó a él y le cogió la botella de las manos. Él la soltó a regañadientes.
—Dame el tapón.
Él se lo entregó con mucha solemnidad.
—Siéntate, Benny.
Él se sentó y Joubert dejó la botella con un fuerte golpe. Inclinó su corpachón contra la mesa, las piernas rectas y los brazos cruzados.
—¿Qué pasa contigo?
¿De qué serviría responder?
—¿Ahora eres un maltratador de mujeres y bebes en el desayuno?
Ella había llamado a Joubert. Echarlo no había sido suficiente; Anna también tenía que humillarlo profesionalmente.
—Jesús —dijo con mucho sentimiento.
—¿Jesús qué, Benny?
—Ah joder, Matt, ¿de qué sirve hablar? ¿En qué ayuda? Soy una mierda. Tú lo sabes, Anna lo sabe y yo lo sé. ¿Qué más hay que decir? ¿Qué lamento estar vivo?
Esperó una reacción pero no la hubo. El silencio flotó por la habitación, hasta entender que no encontraría simpatía por parte de su superior. Miró con cuidado para ver el rostro inexpresivo de su comandante. Poco a poco Joubert entrecerró los ojos y un resplandor rojo llenó su rostro. Griessel sabía que su jefe se cabreaba mucho y se retiró. Joubert lo sujetó sin hablar, lo levantó de la silla por el cuello y el brazo y lo empujó hacia la puerta.
—Matt. Jesús, ¿ahora qué? —Sintió el considerable poder del puño.
—Cállate, Benny —respondió el superintendente, y lo guio escaleras abajo, resonando sus pisadas en la superficie desnuda. Pasaron por delante de Mavis y cruzaron el vestíbulo. La mano de Joubert pesaba entre sus hombros. Entonces salieron al exterior, a la brillante luz del sol. Nunca antes Joubert había sido tan duro con él. Sus zapatos aplastaron la gravilla del aparcamiento en su marcha hacia el coche del superintendente superior. Dijo: «Matt» de nuevo porque notaba la presión en las tripas. Nunca antes había sido el objetivo de sus broncas. Joubert no respondió. Abrió la puerta del coche, su mano grande apretaba el cuello de Griessel, lo empujó hacia el interior y cerró de un portazo.
Joubert se puso al volante y giró la llave del contacto. Arrancaron con un brutal chirrido de neumáticos y el ruido pareció liberar la riada de furia contenida.
—Un mártir —dijo con profundo asco—. ¿Te pillo con una puta botella en la mano y es lo mejor que puedes hacer? ¿Hacerte el mártir? Bebes, pegas a las mujeres y lo único que veo es autocompasión. Benny, por amor de Dios, no es bastante bueno. En los catorce años, en los catorce putos años que he trabajado contigo nunca he visto a una persona joder tanto su vida sin ayuda del exterior. Tendrías que haber sido un maldito director, ¿pero dónde estás ahora, Benny? Cuarenta y tres años y sigues siendo un inspector, con una sed tan grande como el Sahara. Le pegas a tu esposa y te encoges de hombros y dices: «No puedo evitarlo, Matt». ¿Pegas a tu esposa? ¿Cómo se te ha ocurrido? ¿Desde cuándo? —Las manos de Joubert también comunicaban y la saliva golpeaba contra el parabrisas mientras el motor chillaba a altas revoluciones—. ¿Lamentas estar vivo?
Fueron hacia Voortrekker Roads. Griessel miraba adelante. Sentía el Jack Daniel’s de nuevo en sus manos, el deseo interior.
Cuando se calmó, respondió:
—Anoche fue la primera vez.
—¿La primera vez? ¿Qué clase de puta excusa es ésa? ¿Hace que todo esté bien? Eres un poli, Benny. Sabes que no hay nada que discutir. Además, mientes. Ella dice que se veía venir desde hace meses. Hace tres semanas la estuviste empujando, pero estabas demasiado borracho para hacerlo bien. ¿Y los chicos, Benny? ¿Qué les estás haciendo? Tus dos hijos tienen que ver al borracho de su padre llegar a casa hecho una mierda y pegarle a su madre. Tendría que encerrarte con la escoria, ella tendría que presentar una denuncia, pero sólo serviría para hacer más daño a tus hijos. ¿Y tú, qué haces? Ella te echa y tú vas corriendo a buscar una botella. Sólo en la bebida, Benny, es en lo único que piensas. Y en ti mismo. ¿Qué coño está pasando dentro de tu cabeza? ¿Qué le ha pasado a tu cerebro?
Por un instante él quiso responder, quiso gritar: «¡No lo sé, no lo sé, no quiero ser de esta manera, no sé cómo he llegado hasta aquí, déjame solo!». Porque él ya conocía estas preguntas, y sabía las respuestas; todo era inútil, no marcaba la diferencia. No dijo nada.
En Voortrekker Road el tráfico era denso, los semáforos en rojo. Joubert, cabreado, descargó una palmada en el volante. Griessel se preguntó adonde iban. ¿Al sanatorio? No sería la primera vez que Joubert le había dejado allí.
El superintendente superior soltó el aliento.
—¿Sabes en lo que pienso, Benny? Todo el tiempo… —Su voz se había suavizado un poco—. En un hombre que fue mi amigo. El pequeño sargento que vino aquí desde Parow, novato y lleno de marcha. Aquel que demostró a todo un grupo de arrogantes detectives, de Asesinato y Robo, cómo hacer el trabajo policial. El pequeño tipo de Parow; ¿dónde está, dónde se ha ido? Aquel que se reía y tenía una respuesta graciosa para todo. Aquel que era una leyenda. Joder, Benny, eras bueno; lo tenías todo. Tenías instinto y respeto. Tenías un futuro. Pero lo mataste. Te lo bebiste y lo jodiste todo.
Silencio.
—Cuarenta y tres años —continuó Joubert, y pareció enfurecerse de nuevo. Se coló entre los coches que tenía delante. Otro semáforo en rojo—. Y sigues siendo un jodido crío.
Luego el silencio reinó en el coche. A Griessel ya no le preocupaba saber adonde iban; pensaba en la botella que había estado tan cerca de su boca. Nadie le comprendía; habría que estar allí donde él había estado. Habría que conocer la necesidad. En los viejos tiempos, Joubert también había sido un bebedor, iba a infinidad de fiestas, pero nunca había estado en ese lugar. No lo sabía y por eso no lo entendía. Cuando miró de nuevo estaban en Bellville, en Cari Cronje Street.
Joubert dobló. Ahora conducía más tranquilo. Había un parque, árboles, hierba y unos pocos bancos. Aparcó.
—Ven, Benny —dijo y se apeó del coche.
¿Qué estaban haciendo allí? Sin prisas, abrió la puerta.
Joubert ya se alejaba. ¿Adónde iba; pensaba darle una paliza detrás de los árboles? ¿En qué ayudaría? El tráfico en la N1 sonaba con fuerza, pero nadie vería nada. Le siguió a regañadientes.
Joubert se detuvo entre los árboles y señaló con un dedo. Cuando Griessel llegó a su lado vio la figura en el suelo.
—¿Sabes quién es, Benny?
Debajo de una montaña de periódicos y cartones y una manta mugrienta se movió una figura cuando oyó la voz. El rostro sucio se giró hacia arriba, la barba muy crecida, el pelo largo y dos pequeños ojos azules hundidos en las órbitas.
—¿Le conoces?
—Es Swart Piet —respondió Griessel.
—Hola —dijo Swart Piet.
—No —negó Joubert—. Te presento a Benny Griessel.
—¿Vas a pegarme? —preguntó el hombre. Junto a su nido tenía un carrito del supermercado Shoprite. Dentro había una aspiradora rota.
—No —contestó Joubert.
Swart Piet miró de reojo al hombretón que tenía delante.
—¿Te conozco?
—Ése eres tú, Benny. Dentro de seis meses. En un año.
El hombre extendió una mano hecha un cuenco hacia ellos.
—¿Tienes diez rands?
—¿Para qué?
—Pan.
—La versión líquida —dijo Joubert.
—Debes ser un psíquico —dijo el hombre, y se río con un cacareo desdentado.
—¿Dónde están tu esposa y tus hijos, Swart Piet?
—Se marcharon hace tiempo. ¿Sólo un rand? ¿Cinco?
—Díselo, Piet. Dile de qué trabajabas.
—Neurocirujano. ¿Qué importancia tiene?
—¿Es esto lo que quieres? —Joubert miró a Griessel—. ¿Es esto lo que quieres ser?
Griessel no tenía nada que decir. Sólo veía la mano de Swart Piet, una garra sucia.
Joubert dio media vuelta y caminó de nuevo hacia el coche.
—Eh —dijo el hombre—. ¿Qué le pasa?
Griessel miró la espalda de Joubert que se alejaba. No iba a pegarle. Todo el viaje hasta allí para una lección infantil de moralidad. Por un momento amó al gran hombre. Luego comprendió algo más, se volvió y preguntó:
—¿Eras policía?
—¿Tengo pinta de tonto?
—¿Qué eras?
—Inspector de sanidad en Milnerton.
—¿Un inspector de sanidad?
—Ayuda a un hombre hambriento, compañero. Dos rands.
—Un inspector de sanidad —repitió Griessel. Sintió que la furia crecía en su interior.
—Oh, demonios —dijo Swart Piet—. ¿Eres el tipo del restaurante Saddles?
Griessel dio media vuelta y fue tras Joubert.
—Era un inspector de sanidad —gritó.
—Vale, un rand, amigo mío. ¿Un rand entre amigos?
El superintendente superior ya estaba sentado al volante. Griessel echó a correr.
—No puedes hacerme esto —gritó. Llegó a la ventanilla—. ¿Quieres compararme con un puto inspector de sanidad?
—No. Te comparo con un desgraciado que no puede dejar de beber.
—¿Le preguntaste por qué bebe, Matt? ¿Se lo preguntaste?
—Para él ya no tiene importancia.
—Que te follen —dijo Griessel, animado por el cansancio, la sed y la humillación—. No quiero que me comparen con la patrulla de las cucarachas. ¿A cuántos cadáveres tuvo que darles la vuelta? ¿A cuántos? Dímelo. ¿Cuántas víctimas infantiles? ¿Cuántas mujeres y ancianas muertas a palos por un teléfono móvil o un anillo de veinte rands? ¿Quieres al viejo Benny? ¿Buscas al cabronazo de Parow que no se asustaba de nada? Yo también lo estoy buscando. Lo busco cada día, cada mañana, cuando me levanto… Porque al menos él sabía que estaba en el lado correcto. Creía que podía marcar una diferencia. Creía que si trabajaba mucho y duro, podríamos ganar, ahora o más tarde, al infierno con el rango y al infierno con la promoción; la justicia triunfaría y eso sería lo único importante porque éramos los sombreros blancos. El tipo de Parow está muerto, Matt. Muerto y enterrado. ¿Y por qué? ¿Qué pasó? ¿Qué está pasando ahora? Nos superan en número. No estamos ganando; estamos perdiendo. Cada vez hay más y más de ellos y hay menos de nosotros. ¿De qué sirve? ¿De qué sirven tantas horas extraordinarias y los sufrimientos? ¿Somos recompensados? ¿Nos dan las gracias? Cuanto más duro trabajamos, más se cagan en nosotros. Míralo. Ésta es una piel blanca. ¿Qué significa? Veintiséis años en la policía y significa un carajo. No es la bebida; no estoy clavado en el rango de inspector debido a la bebida. Tú lo sabes. Es la discriminación positiva. Doy toda mi puta vida, aguanto toda esa mierda y viene la acción afirmativa. Ya hace diez años. ¿Acaso renuncié como De Kok, Rens y Jan Broekman? Míralos ahora, compañías de seguridad y ganando dinero a paladas y conduciendo un BMW y yéndose a casa cada día a las cinco de la tarde. ¿Dónde estoy yo? Un centenar de casos abiertos y mi esposa me echa a la calle y soy un alcohólico… Pero todavía estoy aquí, Matt. Yo no renuncié. —Luego se le acabó el combustible y se apoyó en el coche, la cabeza gacha—. Todavía estoy aquí.
—¡Eh! —gritó Swart Piet desde los árboles.
—Benny —dijo Joubert en voz baja.
Él levantó la cabeza poco a poco.
—¿Qué?
—Vamos.
—¡Eh!
Mientras caminaba para ir a la otra puerta, la voz del hombre llegó clara y aguda:
—¡Eh, tú! ¡Qué te follen!