Desde el apartamento del segundo piso, en Mouille Point, veías el mar si tenías el ángulo correcto desde la ventana. La mujer yacía en el dormitorio y el detective inspector Benny Griessel estaba en la sala de estar mirando las fotos sobre el piano cuando entraron el forense y el fotógrafo de la escena del crimen.
—Jesús, Benny, tienes un aspecto de mierda —comentó el forense.
—Los piropos no te servirán de nada —respondió él.
—¿Qué tenemos?
—Una mujer de cuarenta y tantos. Estrangulada con el cordón de la tetera. No forzaron la entrada.
—Eso suena conocido.
Griessel asintió.
—El mismo modus operandi.
—El tercero.
—El tercero —confirmó Griessel.
—Joder. —Porque eso significaba que no habría huellas digitales. El lugar estaría limpio.
—Pero éste aún no está maduro —señaló el fotógrafo.
—Es porque la mujer de la limpieza viene los sábados. A las otras víctimas las encontramos en lunes.
—Así que es un chico de viernes por la noche.
—Eso parece.
Cuando le rozaron para entrar en el dormitorio, el forense olisqueó con muchos aspavientos y dijo:
—Pero algo huele mal. —Luego añadió en voz baja en un tono amistoso—: Tendrías que darte una ducha, Benny.
—Tú haz tu puto trabajo.
—Sólo era un comentario —le respondió el otro y entró en el dormitorio. Griessel oyó el ruido de los cierres de los maletines al abrirse y al forense que le decía al fotógrafo—: Éstas son las únicas chicas que veo desnudas en la actualidad. Cadáveres.
—Al menos no te contestan —fue la respuesta.
Una ducha no era lo único que necesitaba Griessel. Necesitaba un trago. ¿Adónde podía ir? ¿Dónde dormiría esta noche? ¿Dónde podría guardar la botella? ¿Cuándo volvería a ver a sus hijos de nuevo? ¿Cómo podría concentrarse en esto? Había una tienda de licores en Sea Point que abría dentro de una hora.
Seis meses para escoger entre nosotros y la bebida.
¿Cómo creía ella que podría conseguirlo? ¿Echándole a la calle? ¿Presionándole todavía más? ¿Echándole?
Si consigues no beber puedes volver, pero ésta es tu última oportunidad.
Él no podía perderlos, pero no podía dejar de beber. Estaba jodido, totalmente jodido. Porque si no podía tenerlos, no podría dejar de beber. ¿Es que ella no podía entenderlo?
Sonó el móvil.
—Griessel.
—¿Otro más, Benny? —Era el superintendente mayor Matt Joubert. Su jefe.
—Es el mismo modus operandi —respondió.
—¿Alguna buena noticia?
—No hasta ahora. El hijoputa es muy listo.
—Mantenme informado.
—Lo haré.
—¿Benny?
—¿Sí, Matt?
—¿Estás bien?
Silencio. No podía mentirle a Joubert; los dos habían vivido demasiadas historias.
—Ven y habla conmigo, Benny.
—Más tarde. Deja que primero acabe aquí.
Comprendió que Joubert sabía algo. Habría Anna…
Ella iba en serio. Esta vez incluso había llamado a Matt Joubert.
Fue en moto hasta Alice, para ver al hombre que fabricaba armas artesanalmente. Como hacían sus antepasados.
El interior del pequeño edificio era oscuro; cuando sus ojos se ajustaron a la penumbra, buscó entre los haces de assegais en los bidones, los mangos hacia abajo y las pulidas hojas hacia arriba.
—¿Qué hace con éstos?
—Son para las personas con tradición —respondió el hombre de barba gris, que ocupaba sus manos en moldear un mango de una larga rama. El papel de lija raspaba rítmicamente arriba y abajo, arriba y abajo.
—La tradición —repitió él.
—Ahora no son muchos. No son muchos.
—¿Por qué hace también lanzas largas?
—También forman parte de nuestra historia.
Él se volvió hacia el haz de mangos cortos. Su dedo acarició las hojas; buscaba una forma determinada, un equilibrio específico. Sacó una, la probó, la dejó de nuevo y cogió otra.
—¿Qué quiere hacer con una assegai? —preguntó el viejo.
No respondió de inmediato, porque sus dedos habían encontrado la correcta. La notaba cómoda en la mano.
—Voy a cazar —dijo. Cuando alzó la mirada vio una gran satisfacción en los ojos de barba gris.
—Cuando tenía nueve años, mi madre me regaló unos discos para mi cumpleaños. Una caja de diez discos y un libro con dibujos de princesas y hadas. En cada disco había un cuento y cada relato tenía más de un final, tres o cuatro cada uno. No sabía muy bien cómo funcionaba, pero cada vez que los escuchaba, la aguja pasaba a uno de los finales. Una mujer relataba los cuentos. En inglés. Si el final era triste lo volvía a escuchar hasta que terminaba bien.
No tenía claro por qué lo había mencionado y el ministro dijo:
—Pero la vida no funciona de esa manera, ¿no?
—No, la vida no.
Él removió su té. Ella permaneció sentada con la taza en el regazo. Ahora tenía los dos pies apoyados en el suelo, y la escena podría pertenecer a una obra que estuviese viendo: la mujer y el clérigo en su despacho, tomando té en tazas de porcelana blanca. Tan normal. Ella podría haber sido una más de la congregación: inocente, buscando una guía para su vida. ¿Quizás hablaban de una relación? ¿Con algún joven granjero? Él la miraba de una manera paternal y ella lo sabía: le gusto, cree que soy buena.
—Mi padre estaba en el ejército —dijo.
Él probó el té para medir la temperatura.
—Era un oficial. Yo nací en Upington; entonces él era capitán. Al principio mi madre era ama de casa. Después trabajó en el despacho de un abogado. Algunas veces él estaba en la frontera durante largas temporadas, pero sólo lo recuerdo vagamente, porque todavía era pequeña. Soy la mayor; mi hermano nació dos años después que yo. Gerhard. Christine y Gerhard van Rooyen, los hijos del capitán Rooies y la señora Martie van Rooyen de Upington. El Rooies era sólo debido a su apellido. Era cosa del ejército; todos tenían un apodo. Mi padre era apuesto, con el pelo negro y los ojos verdes. Yo tengo sus ojos. Y el pelo de mi madre, así que supongo que muy pronto encanecerá; es lo que pasa con el pelo rubio. Hay fotos de cuando estaban casados, cuando ella también llevaba el pelo largo. Pero más tarde se lo cortó y llevaba media melena. Dijo que era por el calor, pero creo que era por mi padre.
Los ojos del clérigo se fijaban en su rostro, en su boca. ¿La escuchaba, la escuchaba de verdad? ¿La veía tal como era? ¿La recordaría más tarde, cuando ella le revelase su gran engaño? Estuvo callada por un momento, levantó la taza hasta sus labios, bebió un sorbo, y dijo muy consciente de sí misma:
—Me llevará mucho tiempo contárselo todo.
—Es una cosa que abunda por aquí —manifestó él con calma—. Hay muchísimo tiempo.
Ella señaló la puerta.
—Tiene una familia y yo…
—Saben que estoy aquí y saben que es mi trabajo.
—Quizá debería volver mañana.
—Relate su historia, Christine —dijo él en voz baja—. Sáquesela del pecho.
—¿Seguro?
—Del todo.
Ella miró la taza. Estaba medio llena. La levantó, se bebió lo que quedaba de un trago, la dejó en el platillo y la colocó en la bandeja en la mesa. Puso la pierna de nuevo debajo de ella y se cruzó de brazos.
—No sé cuándo se torció —dijo—. Éramos como todos los demás. Quizá no del todo, porque mi padre era soldado, y en la escuela siempre éramos los chicos del ejército. Cuando volaron los Flossies, todos aquellos aviones hacia la frontera, toda la ciudad lo sabía: nuestros padres iban a luchar contra los comunistas. Entonces éramos especiales. Me gustaba. Pero la mayor parte del tiempo éramos como todos los demás. Gerhard y yo íbamos a la escuela y por la tarde nuestra madre estaba allí y hacíamos los deberes y jugábamos. Los fines de semana íbamos de compras, hacíamos barbacoas, íbamos de visita, a la iglesia y todos lo diciembres íbamos a Hartenbos y no había nada extraño en nosotros. Nada de lo que yo me diese cuenta cuando tenía seis, ocho o diez años. Mi padre era mi héroe. Recuerdo su olor cuando venía a casa por la tarde y me abrazaba. Me llamaba su niña grande. Llevaba un uniforme con relucientes estrellas en las charreteras. Y mi madre…
—¿Todavía viven? —preguntó, de pronto, el ministro.
—Mi padre murió —respondió ella con tono firme, como si no quisiese dar más explicaciones.
—¿Y su madre?
—Hace mucho tiempo que no la veo.
—¿Por?
—Vive en Mossel Bay.
Él no dijo nada.
—Ahora lo sabe. El trabajo que hacía.
—¿Pero no siempre lo supo?
—No.
—¿Cómo se enteró?
Ella suspiró.
—Es parte de la historia.
—¿Cree que ella la rechazará? ¿Porque ahora lo sabe?
—Sí. No… creo que ella está en un viaje expiatorio.
—¿Porque se convirtió en una prostituta?
—Sí.
—¿Y ella es la culpable?
No podía seguir sentada. Se levantó deprisa y fue hasta la pared que tenía a su espalda para poner mayor distancia entre ellos. Luego se acercó al respaldo de la silla y lo sujetó.
—Quizá.
—¿Cómo?
Agachó la cabeza y dejó que la larga cabellera le cubriese el rostro. Se quedó así, muy quieta.
—Ella era hermosa —dijo, por fin, con la mirada en alto y las manos apartadas del respaldo de la silla. Se movió a la derecha, hacia la librería, sus ojos posados en los libros, pero sin verlos.
—Estuvieron en Durban de luna de miel. Y las fotos… Podría haber tenido a cualquier hombre. Tenía una figura preciosa. Su rostro… Era tan adorable, tan delicada. Se reía en todas las fotos. Algunas veces creo que fue la última vez que se rio.
Se volvió hacia el clérigo, apoyó el hombro en la librería, rozando los libros con una mano, acariciándolos.
—Tuvo que haber sido duro para mi madre cuando mi padre no estaba. Nunca se quejó. Cuando sabía que él volvía a casa, lo ponía todo en orden, de un extremo al otro. Limpieza de primavera, lo llamaba. Pero nunca para ella misma. Pulcra, sí. Limpia, pero cada vez utilizaba menos y menos maquillaje. Sus prendas se hicieron más sueltas y más apagadas. Se cortó el pelo. Ya sabe cómo es cuando vives con alguien todos los días; no adviertes los cambios graduales. —Se cruzó de brazos de nuevo para abrazarse a sí misma—. La relación con la iglesia… aquello fue cuando comenzó. Él volvió de la frontera y dijo que iríamos a otra iglesia. Ya no a la Iglesia Reformada Holandesa de la base; iríamos a una iglesia de la ciudad, una que se reunía los domingos en la sala de actos de la escuela primaria. Aplausos, desmayos y conversiones… Gerhard y yo lo hubiésemos disfrutado si nuestro padre no se hubiese mostrado tan serio al respecto. De pronto teníamos devociones familiares en casa todos los días y él rezaba largas plegarias sobre los demonios que estaban en nosotros. Comenzó a hablar de retirarse del ejército para convertirse en misionero, y caminaba con la Biblia todo el día, no la Biblia pequeña del soldado, sino una grande. Era un círculo vicioso, porque el ejército probablemente se mostró comprensivo al principio, pero más tarde comenzó a rezarle a Dios para que librase de los demonios al coronel y al brigadier y decía que Dios les abriría todas las puertas. —Sacudió la cabeza—. Tuvo que ser duro para mi madre, pero ella no hizo nada. —Volvió a sentarse—. Ni siquiera cuando comenzó conmigo.