El inspector detective Benny Griessel abrió los ojos y vio a su esposa delante, que le sacudía el hombro con una mano y le susurraba apremiante:
—Benny, Benny, por favor.
Estaba tumbado en el sofá de la sala de estar, eso al menos lo sabía. Debía de haberse quedado dormido allí. Olió el café; notaba la cabeza espesa y dolorida. Un brazo aplastado debajo, dormido, la circulación cortada por el peso del cuerpo.
—Benny, tenemos que hablar.
Él gimió e hizo un esfuerzo por sentarse.
—Te he traído café.
La miró, observó las profundas arrugas en su rostro. Seguía inclinada sobre él.
—¿Qué hora es? —Las palabras lucharon para conectarse con las cuerdas vocales.
—Son las cinco de la mañana, Benny. —Se sentó a su lado—. Bébete el café.
Tuvo que coger la taza con la mano izquierda. Sintió el calor de la taza en la palma.
—Es temprano —protestó.
—Tengo que hablar contigo antes de que los chicos se despierten.
Por el tono, el mensaje transmitido penetró en su conciencia. Se sentó bien erguido y se derramó el café sobre la ropa; aún vestía la del día anterior.
—¿Qué he hecho?
Ella apuntó con el índice a través de la habitación. La botella de Jack Daniel’s estaba en la mesa del comedor junto al plato con la cena que no había probado. El cenicero rebosaba de colillas y los cristales de un vaso roto estaban junto a los taburetes tumbados del mostrador del desayuno.
Bebió un sorbo de café. Le quemó la boca, pero no le quitó el gusto amargo de la noche pasada.
—Lo lamento —dijo.
—Lamentarlo ya no es suficiente —afirmó ella.
—Anna…
—No, Benny, ya no. Ya no puedo hacer esto nunca más. —Su voz carecía de inflexiones.
—Jesús, Anna. —Tendió una mano hacia ella, vio cómo temblaba, con la borrachera todavía dentro de su cuerpo. Cuando intentó apoyar una mano en su hombro, ella rechazó el contacto y fue entonces cuando vio la pequeña hinchazón en el labio, que ya comenzaba a tomar un color morado.
—Se acabó. Diecisiete años. Ya es suficiente. Es más de lo que se le puede pedir a cualquiera.
—Anna, yo… fue la bebida, sabes que no lo pretendía. Por favor, Anna, sabes que no fui yo.
—Anoche tu hijo te ayudó a levantarte de aquella silla, Benny. ¿Lo recuerdas? ¿Sabes lo que le dijiste? ¿Recuerdas todas las maldiciones e insultos, hasta que se te pusieron los ojos en blanco? No, Benny, no puedes, ni siquiera puedes recordarlo. ¿Sabes lo que te dijo él a ti, tu propio hijo? ¿Cuándo estabas tumbado allí con la boca abierta y con tu aliento apestoso? ¿Lo sabes? —Las lágrimas asomaron a sus ojos pero las contuvo.
—¿Qué dijo?
—Dijo que te odia.
Él lo oyó.
—¿Y Carla?
—Carla se encerró en su habitación.
—Hablaré con ellos, Anna. Lo arreglaré todo. Saben que es el trabajo. Saben que yo no soy así…
—No, Benny.
Oyó en su voz que era definitivo y se le encogió el corazón.
—Anna, no.
Ella no quería mirarlo. Su dedo siguió la hinchazón en su labio y sus palabras la alejaron.
—Es lo que les digo cada vez: es el trabajo. Es un buen padre, sólo es el trabajo, debéis entenderlo. Pero ya no me lo creo. Ellos tampoco se lo creen… porque eres tú, Benny. Eres tú. Hay otros policías que pasan por las mismas cosas todos los días, pero no se emborrachan. No maldicen, gritan y rompen cosas y pegan a sus esposas. Ahora se acabó. Acabado del todo.
—Anna, lo dejaré, tú sabes que lo he hecho antes. Puedo. Sabes que puedo.
—¿Durante seis semanas? Ésa es tu plusmarca. Seis semanas. Mis hijos necesitan más que eso. Ellos merecen más que eso. Yo merezco más que eso.
—Nuestros hijos…
—Un borracho no puede ser padre.
La autocompasión le envolvió. El miedo.
—No puedo evitarlo, Anna. No puedo evitarlo, soy débil, te necesito. Por favor, os necesito a todos; no puedo seguir sin vosotros.
—Ya no te necesitamos, Benny. —Se levantó y él vio las dos maletas en el suelo detrás de ella.
—No puedes hacer esto. Ésta es mi casa. —Suplicaba.
—¿Quieres echarnos a la calle? Porque si no te vas tú, nos vamos nosotros. Puedes escoger, porque no seguiremos viviendo bajo el mismo techo. Tienes seis meses, Benny, es lo que te damos. Seis meses para escoger entre nosotros y la bebida. Si puedes dejar de beber puedes volver, pero ésta es tu última oportunidad. Podrás ver a los chicos los domingos, si quieres. Puedes llamar a la puerta y si hueles a alcohol te la cerraré en las narices. Si estás borracho no te molestes en volver.
—Anna… —Sintió las lágrimas que se acumulaban. No podía hacerle esto a él; no sabía lo terriblemente difícil que era.
—Evítame la escena, Benny, conozco todos tus trucos. ¿Te llevo las maletas a la calle, o te las llevas tú mismo?
—Necesito una ducha, necesito lavarme, no puedo salir así.
—Entonces las llevaré yo misma —dijo ella, y cogió una maleta con cada mano.
Había una atmósfera de débil desesperación en el despacho del detective. Los expedientes se amontonaban en absoluto desorden, el escaso mobiliario estaba destartalado y los viejos carteles de las paredes hacían vacías proclamas sobre la prevención del delito. Un retrato de Mbeki en un marco barato colgaba torcido. Las baldosas del suelo eran de un color gris sucio. Un ventilador roto estaba en un rincón con el polvo acumulándose en la rejilla metálica delante de las palas.
El aire estaba cargado con el opresivo olor del fracaso.
Thobela se sentó en la silla de acero con el tapizado gris azul y la espuma del relleno que salía por una esquina. El detective estaba de pie, de espaldas a la pared. Miraba de reojo, a través de la sucia ventana, el aparcamiento. Tenía los hombros estrechos y encorvados y canas en la barba.
—Se lo pasé a Inteligencia Criminal de la jefatura Provincial. Ellos se encargaron de introducirlo en la base de datos nacional. Es así como funciona.
—¿Una base de datos para los prófugos?
—Puede llamarlo así.
—¿Cómo es de grande la base de datos?
—Grande.
—¿Y sus nombres se quedan allí en un ordenador? El detective suspiró.
—No, señor Mpayipheli, las fotos, el prontuario criminal, los nombres y las direcciones de las familias y contactos forman parte del expediente. Se envía todo y se distribuye. Hacemos un seguimiento hasta donde podemos. Khoza tiene familia en el Cabo. La madre de Ramphele vive aquí en Umtata. Alguien irá a verlos…
—¿Va ir a Ciudad del Cabo?
—No. La policía del Cabo hará las investigaciones.
—¿Qué significa «hará las investigaciones»?
—Alguien irá y preguntará, señor Mpayipheli, si la familia de Khoza sabe algo de él.
—Ellos dicen que no, ¿y entonces no pasa nada?
Otro suspiro, éste más profundo.
—Hay realidades que usted y yo no podemos cambiar.
—Eso es lo que la gente negra solía decir del apartheid.
—Creo que aquí hay una diferencia.
—Sólo dígame, ¿cuáles son las probabilidades de que usted los atrape?
El detective se apartó de la pared sin prisa. Arrastró una silla delante de Thobela y se sentó con las manos entrelazadas. Habló pausadamente, como alguien muy cansado.
—Podría decirle que las probabilidades son buenas, pero quiero que me entienda con toda claridad. Khoza tiene una condena anterior; estuvo en la cárcel durante dieciocho meses por robo. Luego el robo a mano armada en la gasolinera, el tiroteo… y ahora la fuga. Hay un patrón. Una espiral. No se detiene a personas como él; sus delitos son cada vez más graves. Y ésa es la razón de que las probabilidades sean buenas. No puedo decirle que los atrapemos ahora. No puedo decirle cuándo los atraparemos. Pero lo haremos, porque no podrán evitar meterse en problemas.
—¿Durante cuánto tiempo?
—No lo puedo decir.
—Adivine.
El detective sacudió la cabeza.
—No lo sé. ¿Nueve meses? ¿Un año?
—No puedo esperar tanto.
—Lamento su pérdida, señor Mpayipheli. Comprendo cómo se siente. Pero hay algo que debe recordar, usted es sólo una víctima entre muchas más. Mire todos estos expedientes. Hay una víctima en cada uno. Y aunque usted vaya y hable con el CP, no solucionará nada.
—¿El CP?
—El comisario provincial.
—No quiero hablar con el comisario provincial. Estoy hablando con usted.
—Ya le he dicho cómo es.
Él señaló el documento sobre la mesa y dijo en voz baja:
—Quiero una copia del expediente.
El detective no reaccionó de inmediato. Comenzó a fruncir el entrecejo mientras consideraba las posibilidades.
—No está permitido.
Thobela asintió con un gesto comprensivo.
—¿Cuánto?
Los ojos lo evaluaron, calcularon una cantidad. El detective echó los hombros hacia atrás.
—Cinco mil.
—Es demasiado —dijo, y se levantó para ir hacia la puerta.
—Tres.
—Quinientos.
—Me estoy jugando el empleo. No lo haré por quinientos.
—Nunca lo sabrá nadie. Su trabajo está a salvo. Setecientos cincuenta.
—Mil —dijo el poli con ilusión.
Thobela se volvió.
—Mil. ¿Cuánto tardaré en tener una copia?
—Tendré que hacerla esta noche. Venga mañana.
—No. Esta noche.
El detective le miró, ahora sus ojos no se veían tan cansados.
—¿Por qué tanta prisa?
—¿Dónde nos podemos encontrar?
La pobreza aquí era terrible. Chabolas de tablas y planchas de cinc, el penetrante hedor de la putrefacción y la basura en la calle, sin ser recogida. Un calor paralizante que subía desde el suelo…
La señora Ramphele echó a cuatro chicos —dos adolescentes, dos bebés— fuera de la chabola y le invitó a sentarse. El interior estaba ordenado, limpio y caliente, así que el sudor le manchó la camisa en grandes círculos. Había libros escolares sobre una mesa y fotos de los chicos en una alacena destartalada.
Ella creyó que era de la policía y él no la sacó del malentendido, mientras la mujer se disculpaba por su hijo, diciendo que no siempre había sido así; era un buen chico, llevado por el mal camino por Khoza, y lo fácil que era que eso ocurriera, cuando no había nada que hacer ni tampoco esperanza alguna. Andrew había buscado trabajo, había ido al Cabo, había acabado el octavo curso y había dicho que no dejaría que su madre siguiese viviendo así, que acabaría el bachillerato más tarde. No había trabajo. Nada. East London, Uitenhage, Port Elizabeth, Jeffreys Bay, Knysna, George, Mossel Bay, Ciudad del Cabo… demasiadas personas, pocos empleos. De vez en cuando enviaba algo de dinero; ella no sabía de dónde lo sacaba, pero confiaba en que no fuese robado.
¿Sabía adonde podría ir Andrew ahora? ¿Conocía a gente en el Cabo?
No, que ella supiese.
¿Había estado aquí?
Ella le miró a los ojos y dijo que no, y él se preguntó cuánto de lo que le decía era verdad.
Habían colocado una lápida. Pakamile Nzululwazi. Hijo de Miriam Nzululwazi. Hijo de Thobela Mpayipheli. 1996-2004. Descanse en paz.
Una sencilla lápida de granito y mármol colocada sobre la hierba verde junto al río. Se apoyó en el pimentero y pensó que éste era el lugar favorito del chico. Solía vigilarlo a través de la ventana de la cocina y veía el pequeño cuerpo grabado aquí, en cuclillas, algunas veces sólo mirando el lento correr del agua marrón. Algunas veces tenía un palo en la mano y dibujaba figuras y letras en la arena, y él se preguntaba en qué estaría pensando Pakamile. La posibilidad de que estuviese pensando en su madre le producía un gran dolor, porque era algo que él no podía reparar, un dolor que no podía curar.
De vez en cuando intentaba sacarlo a colación, pero con cuidado, porque no quería abrir la vieja herida. Así que él preguntaba: «¿Cómo te van las cosas, Pakamile?». «¿Hay algo que te preocupa?» o «¿Eres feliz?». El chico le respondía con su alegría natural que las cosas iban bien, que se sentía muy feliz, porque le tenía a él, Thobela, la granja, el ganado y todo lo demás. Pero siempre estaba la sospecha de que no decía toda la verdad, de que el chico mantenía un lugar secreto en su cabeza donde podía ir a visitar solo su pérdida.
Ocho años, durante los cuales su padre le había abandonado, y había perdido a una madre que le quería.
Sin duda, ¿no podía ser toda la vida de una persona? Eso no estaba bien. Debía de haber un cielo, en alguna parte… Miró el cielo azul y se preguntó: ¿estaría Miriam allí, entre las verdes colinas, para darle la bienvenida a Pakamile? ¿Habría allí un lugar para que Pakamile pudiese jugar con amigos y con amor? ¿Todas las razas juntas, una gran multitud, todos con el mismo sentido de la justicia? Aguas junto a las que descansar. Y Dios, una poderosa figura negra, majestuosa, una gran barba gris de ojos sabios, que daba a todos la bienvenida a la Gran Kraal con un abrazo y palabras amables, pero que miraba con gran dolor el ondulante paisaje del campo verde de la Tierra rota. Que sacudía la cabeza, porque nadie hacía nada al respecto, porque todos estaban ciegos ante Su Propósito. Él no los había hecho así.
Sin prisas, subió la ladera hasta su casa y miró de nuevo.
Su tierra, hasta donde podía ver.
Comprendió que ya no la quería. La granja se había vuelto inútil para él. La había comprado para Miriam y Pakamile. Entonces había sido un símbolo, un sueño y una nueva vida, y ahora no era nada más que una piedra de molino, un recordatorio de todo el potencial que ya no existía. ¿De qué servía tener su propia tierra, pero no tener nada?