—Pienso que él creía poder arreglar las cosas. Cualquier cosa —dijo ella en la habitación en penumbra. El sol se había puesto detrás de las colinas de la ciudad y la luz que entraba en la habitación era suave. Pensó que esa luz hacía más fácil el relato y se preguntó la razón—. Eso es lo que más admiré. Que alguien se levantase e hiciese algo que el resto de nosotros teníamos demasiado miedo para hacer, aunque lo deseábamos. Nunca tuve el coraje. Tenía demasiado miedo para defenderme. Entonces leí lo que decían de él en los periódicos y comencé a preguntar: ¿quizá yo también podría…? —Vaciló por un segundo y luego preguntó con el corazón en un puño—: ¿Ha oído hablar de Artemisa, reverendo?
Él no reaccionó de inmediato, permaneció inmóvil, un tanto inclinado hacia delante, inmerso en la historia que ella relataba. Luego parpadeó y centró su atención.
—¿Artemisa? Eeeh, sí… —dijo titubeante.
—Aquel que aparece en los periódicos.
—Los periódicos… —Él pareció avergonzado—. Hay algunas cosas que se me pasan. Algo nuevo todas las semanas. No siempre estoy al corriente.
Ella se sintió aliviada. Hubo un imperceptible cambio en sus papeles: él, reverendo de una ciudad pequeña; ella, la de conocimiento mundano, la que sabía. Se quitó la sandalia del pie y lo puso debajo del muslo, se acomodó en la silla en una posición más confortable.
—Permítame que se lo cuente —dijo con más seguridad. Él asintió.
—Tenía problemas cuando leí sobre él por primera vez. Yo estaba en el Cabo. Era… —Titubeó por una fracción de segundo y se preguntó si le turbaría—. Era prostituta.
A las once y media de la noche él todavía estaba despierto en la cama del hotel cuando alguien llamó a la puerta, como si se disculpase.
Era la fiscal, sus ojos agrandados tras las gafas.
—Lo siento —dijo, pero sólo parecía cansada.
—Pase.
La mujer titubeó un momento y él comprendió el motivo: estaba en calzoncillos, con el cuerpo bañado en sudor. Se volvió para coger la camiseta, le señaló la única silla. Él se sentó en el borde de la cama.
La fiscal se sentó muy recatada en la silla; las manos plegadas sobre la tela oscura de la falda que le cubría las piernas regordetas. Tenía un aire oficioso, como si hubiese venido a hablar de cosas muy importantes.
—¿Qué pasó hoy en el juicio? —preguntó él.
Ella se encogió de hombros.
—Quería culparme. El indio.
—Hacía su trabajo. Eso es todo.
—¿Su trabajo?
—Tiene que defenderlos.
—¿Con mentiras?
—En la ley no hay mentiras, señor Mpayipheli. Sólo diferentes versiones de la verdad.
Él sacudió la cabeza.
—Sólo hay una única verdad.
—¿Eso cree? ¿Cuál es la única verdad de usted? ¿La de que es un granjero? ¿Un padre? ¿Un soldado de la libertad? ¿Un narcotraficante? ¿Un fugitivo del Estado?
—Eso no tiene nada que ver con la muerte de Pakamile —dijo él, y la rabia se coló en sus palabras.
—En el momento en que Singh lo mencionó en el tribunal, se convirtió en parte de su muerte, señor Mpayipheli.
La furia lo inundó, y revivió el día de frustración.
—Tanto señor, señor, tan cortés, y las protestas y el jugar a pequeños juegos legales… y aquellos dos sentados allí y riéndose.
—Por eso he venido —dijo ella—. Para decirle que han escapado.
Él no supo cuánto tiempo estuvo sentado, mirándola.
—Uno de ellos dominó a un policía. En las celdas, cuando le trajo la comida. Tenían un arma, un cuchillo.
—Dominó —repitió él, como si saborease la palabra.
—La policía… están faltos de personal. No todos se presentaron en el turno.
—Ambos escaparon.
—Hay controles en las carreteras. El jefe de la comisaría dijo que no irán muy lejos.
La furia de su interior tomó otro aspecto que no quería que ella viera.
—¿Adónde irán?
La fiscal se encogió de hombros una vez más, como si ya no le importase.
—¿Quién sabe?
Él no respondió, y la fiscal se reclinó hacia delante en la silla.
—Quería decírselo. Tiene derecho a saberlo.
Se levantó. Thobela esperó a que pasase por delante de él, luego se levantó y la siguió hasta la puerta.
Había duda en el rostro del ministro. Había acomodado su gran cuerpo hacia atrás e inclinado la cabeza hacia un lado, como si esperase a que ella clarificase su declaración, o completase la frase con una última palabra.
—No me cree.
—Lo encuentro poco probable.
En cierto modo ella se emocionó. ¿Gratitud? ¿Alivio? No tenía la intención de demostrarlo, pero su voz la delató.
—Mi nombre profesional era Bibi.
Su voz sonó paciente cuando le respondió.
—La creo. Pero yo la miro y la escucho y no puedo evitar preguntarme por qué. ¿Por qué fue necesario?
Ésta era la segunda vez que se lo preguntaba. Por lo general, ellos le preguntaban «¿Cómo?». Para ellos tenía una historia que cumplía con las expectativas. Deseó utilizarla ahora, la tenía en la punta de la lengua, ensayada, preparada.
Respiró hondo para calmarse.
—Podría decirle que era una adicta al sexo, una ninfómana —dijo ella con decisión.
—Pero no es la verdad —afirmó él.
—No, reverendo, no lo es.
Él asintió como si aprobase la respuesta.
—Está oscureciendo —dijo. Se levantó y encendió la lámpara en un rincón—. ¿Puedo ofrecerle algo de beber? ¿Café? ¿Té?
—El té sería perfecto, gracias. —Se preguntó si él necesitaba tiempo para recuperarse.
—Perdóneme un momento. —Abrió la puerta en diagonal detrás de ella.
Ella permaneció sentada, sola, preguntándose qué sería lo peor que habría escuchado en este despacho. ¿Qué escándalos pueblerinos? ¿Embarazos de adolescentes? ¿Aventuras amorosas? ¿Peleas domésticas?
¿Por qué alguien como él se quedaba allí? Quizá le gustaba su posición, porque los doctores y los ministros eran personas importantes en las zonas rurales. ¿Quizás estaba huyendo, como ella? Como había escapado ahora mismo; como si hubiese un cierto nivel de realidad que fuese demasiado para él.
Volvió y cerró la puerta.
—Mi esposa nos traerá el té enseguida —dijo y se sentó.
Ella no sabía cómo empezar.
—¿Le he molestado?
Él meditó durante unos momentos antes de responder, como si tuviese que reunir las palabras.
—Lo que a mí me preocupa es un mundo —una sociedad— que permite que alguien como usted pierda el rumbo.
—Todos perdemos el rumbo alguna vez.
—No todos nos convertimos en trabajadoras del sexo —dijo y la señaló con un amplio gesto que lo incluía todo—. ¿Por qué fue necesario?
—Usted es la segunda persona que me lo pregunta desde el mes pasado.
—¿Oh, sí?
—El otro era un detective de Ciudad del Cabo. —Sonrió al recordarlo—. Griessel. Tiene el pelo rizado. Y ojos tiernos, pero que te atravesaban.
—¿Le dijo a él la verdad?
—Casi lo hice.
—¿Era él… cómo lo llama?
—¿Un cliente? —Sonrió.
—Sí.
—No. Él sólo estaba… no lo sé… ¿perdido?
—Comprendo —dijo el reverendo.
Llamaron con suavidad a la puerta y él tuvo que levantarse para coger la bandeja de té.