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La fiscal pública era una mujer xhosa y su despacho estaba lleno de los expedientes amarillo pálido de su trabajo diario. Estaban por todas partes. La mesa de escritorio rebosaba y las pilas se volcaban en las otras dos mesas y el suelo, así que tuvieron que abrirse camino hasta las dos sillas. De ella se desprendía una cualidad sombría y una vaga ausencia, como si su atención estuviese dividida entre los innumerables documentos, como si la responsabilidad de su trabajo fuese a veces demasiado pesada de cargar.

Ella se explicó. Dirigiría la acusación del Estado. Tenía que prepararle como testigo. Ambos debían convencer al juez de que los acusados eran culpables.

—Será fácil —dijo él.

—Nunca es fácil —contestó ella, y se acomodó las grandes gafas con montura de oro con las puntas del pulgar y el índice, como si nunca fuesen a ser cómodas del todo. Le interrogó sobre el día de la muerte de Pakamile una y otra vez, hasta que pudo ver el hecho a través de los ojos de él. Cuando acabaron, él le preguntó cómo los castigaría el juez.

—¿Si les encuentra culpables?

—Cuando les declare culpables —respondió él con firmeza.

Ella se acomodó las gafas de nuevo y dijo que uno nunca podía predecir el resultado de estas cosas. Una de ellos, Khoza, tenía una condena anterior. Pero era el primer delito de Ramphele. Él debía recordar que no habían tenido la intención de matar al chico.

—¿No era su intención?

—Declararán que nunca llegaron a ver al chico. Sólo a usted.

—¿Qué sentencia les caerá?

—Diez años. ¿Quince? No lo sé a ciencia cierta.

Durante un largo momento, él se limitó a mirarla.

—Así es el sistema —afirmó la fiscal con un encogimiento de hombros que la liberaba de cualquier responsabilidad.

El día anterior a que se iniciase el juicio fue en la camioneta a Umtata porque necesitaba comprar un par de corbatas, una americana y zapatos negros.

Se colocó con sus prendas nuevas delante del espejo de cuerpo entero. El vendedor comentó: «Está muy elegante», pero él no se reconoció a sí mismo en la imagen; el rostro le resultaba desconocido y la barba que le había crecido en las mejillas desde la muerte del chico era espesa y gris en el mentón y los carrillos. Le hacía parecer inofensivo y sabio.

Los ojos le hipnotizaron. ¿Eran los suyos? No reflejaban luz alguna, como si estuviesen vacíos y muertos por dentro.

A partir del atardecer permaneció en la cama del hotel, con los brazos detrás de la cabeza, inmóvil.

Recordaba: Pakamile en el cobertizo, junto a la casa, ordeñando una vaca por primera vez, torpe a más no poder, demasiada prisa. Frustrado porque las ubres no respondían a la manipulación de sus pequeños dedos. Y luego, por fin, el delgado chorro blanco que salía en ángulo para desparramarse por el suelo del cobertizo y el grito triunfante del chico: «¡Thobela! ¡Mira!».

La pequeña figura con el uniforme escolar que le esperaba cada tarde, los calcetines a media asta, los faldones de la camisa por fuera, la mochila muy grande. La alegría de cada día cuando él llegaba. Si venía en la moto, Pakamile primero miraba en derredor para ver cuál de sus amigos era testigo de ese exótico acontecimiento, esa extraordinaria máquina que sólo él tenía derecho a montar para ir a casa.

Algunas veces sus amigos venían a dormir; cuatro, cinco, seis chicos que seguían a Pakamile por el patio de la granja. «Mi padre y yo plantamos todas estas verduras». «Ésta es la moto de mi padre y ésta es la mía». «Mi padre plantó toda esta alfalfa él solo». Un viernes por la noche… todos en un colchón, en el suelo de la sala de estar, apretujados como sardinas en lata. La casa había vibrado con vida. La casa estaba llena. Llena.

El vacío de la habitación le abrumó. El silencio, el contraste. Una parte de él se preguntaba: ¿Ahora qué? Intentó apartar la pregunta con los recuerdos, pero seguía resonando. Pensó mucho en ella, pero sabía de una manera inconsciente que Miriam y Pakamile habían sido su vida. Y ahora no había nada.

Se levantó una vez para orinar, bebió agua y volvió a acostarse. El aire acondicionado siseaba y resoplaba bajo la ventana. Miró el techo, y esperó que pasase la noche y el juicio pudiese comenzar.

Los acusados se sentaron uno al lado del otro: Khoza y Ramphele. Ambos le miraron a los ojos. A su lado, se levantó el abogado de la defensa: un indio alto y atlético, muy elegante, con un traje negro y corbata roja.

—Señor Mpayipheli, cuando la fiscal del Estado le preguntó cuál era su profesión, respondió que era granjero.

No contestó, porque no era una pregunta.

—¿Es correcto? —El indio tenía una voz suave, tan íntima como si fuesen viejos amigos.

—Lo es.

—Pero no es toda la verdad, ¿no?

—No sé qué…

—¿Durante cuánto tiempo ha sido granjero, señor Mpayipheli?

—Dos años.

—¿Cuál era su profesión antes de ser granjero?

La fiscal del Estado, la mujer seria con las gafas de montura de oro, se levantó.

—Protesto, Su Señoría. La historia laboral del señor Mpayipheli es irrelevante para el caso ante este tribunal.

—Su Señoría, los antecedentes del testigo no sólo son relevantes para su habilidad como testigo, sino también para su comportamiento en la gasolinera. La defensa tiene serias dudas sobre la versión de los acontecimientos que da el señor Mpayipheli.

—Le permitiré continuar —dijo el juez, un blanco de mediana edad con doble papada y tez rubicunda—. Responda a la pregunta, señor Mpayipheli.

—¿Cuál era su profesión antes de dedicarse a granjero? —repitió el abogado.

—Trabajaba en una concesionaria de motocicletas.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Dos años.

—¿Y antes?

Se le disparó el corazón. Sabía que no debía titubear, no parecer inseguro.

—Era guardaespaldas.

—Un guardaespaldas.

—Sí.

—Vayamos un paso más atrás, señor Mpayipheli, antes de que volvamos a su respuesta. ¿Qué hizo antes de ser, como usted dice, un guardaespaldas?

¿De dónde había obtenido el hombre esta información?

—Era soldado.

—Un soldado.

No respondió. Sentía calor con el traje y la corbata. Notaba el sudor que le corría por la espalda.

El indio buscó entre los documentos que tenía en la mesa y cogió unas pocas páginas. Se acercó a la fiscal y le dio una copia. Repitió el proceso con el juez y colocó otra delante de Thobela.

—Señor Mpayipheli, ¿sería acertado decir que tiende usted al eufemismo?

—Protesto, Su Señoría, la defensa intimida al testigo y la dirección de sus preguntas es irrelevante. —Había mirado el documento y parecía estar incómoda. Su voz había alcanzado una nota más alta.

—Denegado. Proceda.

—Señor Mpayipheli, usted y yo podemos jugar a las evasivas todo el día pero tengo demasiado respeto por este tribunal como para permitirlo. Permítame que le ayude. Aquí tengo un artículo de periódico —agitó el documento en el aire— que afirma, y cito: «Mpayipheli, un antiguo soldado Umkhoto We Sizwe que recibió entrenamiento especial en Rusia y la antigua Alemania oriental, que estuvo vinculado hasta hace poco a un sindicato del narcotráfico en Cape Flats…». Fin de la cita. El artículo se refiere a cierto Thobela Mpayipheli que era buscado por las autoridades hace dos años en relación con la desaparición de, y cito una vez más, «inteligencia gubernamental de naturaleza sensible».

Justo antes de que la fiscal se levantase de un salto, miró con furia a Thobela, como si él la hubiese traicionado.

—Su Señoría, debo protestar. Aquí no se juzga al testigo…

—Señor Singh, ¿va a alguna parte con este argumento?

—Del todo, Su Señoría. Sólo pido un momento más de la paciencia del tribunal.

—Adelante.

—¿A eso se refiere el artículo periodístico, señor Mpayipheli?

—Sí.

—Perdón, no le escucho.

—Sí.

—Más fuerte.

—Señor Mpayipheli, digo que su versión de los acontecimientos en la gasolinera fue tan evasiva y eufemística como la descripción de sus antecedentes.

—Eso es…

—Es usted un militar muy entrenado, formado en las artes militares, terrorismo urbano y guerra de guerrillas…

—Protesto, Su Señoría, esa no es una pregunta.

—Denegada. Permita que el hombre termine, señora.

Ella se sentó, sacudiendo la cabeza con el entrecejo fruncido detrás de las gafas con montura de oro.

—Como le plazca a la corte —dijo, pero su tono decía otra cosa.

—Y guardaespaldas para un sindicato del narcotráfico en el Cabo durante dos años. Un guardaespaldas. Eso no es lo que dice el periódico…

La fiscal se levantó, pero el juez se le adelantó:

—Señor Singh, está poniendo a prueba la paciencia de este tribunal. Si quiere aportar pruebas, por favor espere su turno.

—Mis más sinceras disculpas, Su Señoría, pero es una afrenta a los principios de la justicia que un testigo bajo juramento se invente una historia…

—Señor Singh, evíteme el palabrerío. ¿Cuál es su pregunta?

—Como le plazca al tribunal, Su Señoría. ¿Señor Mpayipheli, cuál era el propósito específico de su entrenamiento militar?

—Eso fue hace veinte años.

—Responda a la pregunta, por favor.

—Fui entrenado en actividades de contraespionaje.

—¿Eso incluía el uso de armas de fuego y explosivos?

—Sí.

—¿Combate cuerpo a cuerpo?

—Sí.

—¿El enfrentarse a situaciones de gran presión?

—Sí.

—¿Eliminación y fuga?

—Sí.

—En la gasolinera usted dijo, y cito: «Me oculté detrás del surtidor cuando escuché los disparos».

—La guerra se acabó hace más de diez años. No estaba allí para luchar. Estaba allí para cargar…

—La guerra no se acabó para usted hace diez años, señor Mpayipheli. Llevó la guerra a Cape Flats con su entrenamiento para matar y herir. Vamos a discutir su papel como guardaespaldas…

La voz de la fiscal era aguda y lastimera.

—Su Señoría, protesto de la manera más enérgica…

En aquel momento, Thobela vio los rostros de los acusados; se reían de él.

—Se acepta. Señor Singh, ya está bien. Ha dicho lo que quería. ¿Tiene alguna pregunta específica sobre los acontecimientos de la gasolinera?

Los hombros de Singh se aflojaron como si le hubiesen herido.

—Como le plazca a la corte, Su Señoría, las tengo.

—Entonces, adelante.

—Señor Mpayipheli, ¿olvidó que fue usted quien atacó a los acusados cuando salían de la gasolinera?

—No lo hice.

—¿No lo olvidó?

—Su Señoría, la defensa…

—¡Señor Singh!

—Su Señoría, el acusado… perdón, el testigo rehuye la pregunta.

—No, señor Singh, es usted quien pretende poner palabras en la boca del testigo.

—Muy bien. Señor Mpayipheli, ¿dice usted que no se enfrentó a los acusados de una manera amenazadora?

—No lo hice.

—¿No tenía usted una palanca o alguna herramienta?

—Protesto, Su Señoría, el testigo ya ha respondido a la pregunta.

—Señor Singh…

—No tengo más preguntas para este mentiroso, Su Señoría…