Para Thobela Mpayipheli todo comenzó un sábado por la tarde en una gasolinera de Cathcart.
Pakamile, de ocho años, estaba a su lado, aburrido y cansado. El largo trayecto desde Amersfoort quedaba atrás, siete largas horas de viaje. Cuando entraron en la gasolinera, el chico suspiró.
—¿Aún nos quedan sesenta kilómetros?
—Sólo sesenta kilómetros —dijo él para consolarlo—. ¿Quieres beber algo?
—No gracias —respondió el chico y levantó la botella de Coca-Cola de medio litro que tenía a sus pies. Aún quedaba.
Thobela se detuvo delante de los surtidores y se bajó de la camioneta.
No había ni un empleado a la vista. Se desperezó; era un negro grandote; llevaba tejanos, camisa roja y zapatillas de baloncesto. Fue hasta la parte trasera de su vehículo y comprobó que las motos en la caja estuviesen bien sujetas: la pequeña KX 65 de Pakamile y su gran BMW. Aquel fin de semana habían estado aprendiendo a conducir a campo abierto, un curso oficial sobre arena, gravilla, agua, colinas, cañadas y valles. Había visto cómo crecía la confianza del chico con el paso de las horas, el entusiasmo que resplandecía en su interior, como un ascua con cada: «¡Mira, Thobela, fíjate!».
Su hijo…
¿Dónde estaban los empleados de la gasolinera?
Había otro coche en los surtidores, un Polo blanco con el motor al ralentí, pero no había nadie en su interior. Curioso. Llamó: «¡Hola!» y vio un movimiento en el edificio. Ahora vendrían.
Se volvió para abrir el capó de la camioneta, y miró hacia el horizonte, donde se ponía el sol… muy pronto estaría oscuro. Entonces escuchó el primer disparo. Reverberó en la quietud del atardecer, él saltó, espantado, y se agachó instintivamente. «¡Pakamile!», gritó. «¡Agáchate!». Pero sus últimas palabras fueron apagadas por otro disparo, y otro, y él los vio salir por la puerta; eran dos, con las pistolas en las manos, uno cargado con una bolsa de plástico blanco con los ojos desorbitados. Le vieron, dispararon. Las balas impactaron en el surtidor, en la camioneta.
Él gritó, un rugido gutural, se levantó de un salto, abrió la puerta del vehículo y se zambulló en el interior, en un intento por escudar al chico de las balas. Sintió el temblor del pequeño cuerpo. «Tranquilo», dijo y escuchó los disparos y los proyectiles que silbaban por encima de ellos. Oyó el ruido de una puerta al cerrarse, luego otra y el chirrido de los neumáticos. Asomó la cabeza; el Polo iba hacia la carretera. Otro disparo. Los cristales de un anuncio por encima de su cabeza se destrozaron y cayeron sobre la camioneta. Entonces ya estaban en la carretera con el motor del Polo demasiado revolucionado y dijo: «Ya ha pasado, ya ha pasado», y sintió la humedad en la mano y que Pakamile había dejado de temblar y vio la sangre en el cuerpo del chico y dijo: «Dios, no».
Allí fue donde todo comenzó para Thobela Mpayipheli.
Se sentó en la cama en la habitación del chico. El documento de su mano era la última prueba que quedaba. Estaba silenciosa como una tumba, por primera vez desde que podía recordar. Dos años antes, Pakamile y él habían abierto la puerta y mirado hacia el interior de las habitaciones vacías. Algunos de los portalámparas colgaban torcidos del techo, las puertas de los armarios de la cocina estaban rotas y entreabiertas, pero ellos sólo vieron el potencial, las posibilidades de la casa que daba al río Cata y los verdes campos de la granja en la plenitud del verano. El chico había corrido por la casa dejando huellas en el polvo. «Ésta es mi habitación, Thobela», había gritado desde el pasillo. Cuando llegó al dormitorio principal había expresado su asombro ante el enorme espacio con un largo silbido. Porque todo lo que conocía era la apretujada casa de cuatro habitaciones en Cape Flats.
Aquella primera noche habían dormido en la gran galería. Primero habían visto desaparecer el sol tras las nubes de tormenta y el crepúsculo se hacía más profundo en el patio, observaban las sombras de los grandes árboles cercanos a la verja mezclarse con la oscuridad y cómo las estrellas abrían mágicamente sus ojos de plata en el firmamento. Él y el chico, apretujados el uno contra el otro con la espalda apoyada en la pared.
«Éste es un lugar maravilloso, Thobela».
Había una profunda sensación de comodidad en el suspiro de Pakamile, y Thobela se sintió muy aliviado, porque sólo había pasado un mes desde la muerte de la madre del chico y él no sabía cómo se acomodarían al cambio de entorno y a las circunstancias.
Hablaron del ganado que comprarían: una vaca lechera, unas pocas aves de corral («… y un perro, Thobela, por favor, un perro grande»). Un huerto junto a la puerta trasera. Alfalfa a la vera del río. Habían soñado sus sueños aquella noche hasta que la cabeza de Pakamile había caído sobre su hombro y él había acomodado al chico con mucha suavidad sobre las mantas del suelo. Le había dado un beso en la frente y le había dicho: «Buenas noches, hijo mío».
Pakamile no era de su propia sangre. El hijo de la mujer que había amado se había convertido en propio. Muy pronto había llegado a amarle como si fuera de su propia carne y sangre, y desde que se habían trasladado allí, había comenzado el largo proceso de hacerlo oficial: escribió cartas, rellenó formularios y se presentó a entrevistas. Los lentos burócratas con extrañas agendas debían decidir si él era adecuado como padre, mientras que todo el mundo podía ver que el vínculo entre ellos se había vuelto irrompible. Pero, por fin, después de catorce meses, habían llegado los documentos; en el largo y torpe lenguaje del oficialismo estatal, ponían su rúbrica a la adopción.
Ahora estas páginas de papel amarillento era lo único que tenía. Éstas y un túmulo bajo los árboles, junto al río. Y las palabras del ministro, que pretendían dar consuelo: «Dios tiene un propósito en todo».
Dios, cuánto echaba de menos al chico.
No podía aceptar que jamás volvería a oír aquella risa. Ni las pisadas en el pasillo. Nunca lentas, siempre a la carrera, como si la vida fuese demasiado corta para ir andando. O al chico gritando su nombre desde la entrada, con la voz cargada de entusiasmo por algún nuevo descubrimiento. Imposible aceptar que nunca volvería a sentir los brazos de Pakamile estrechándolo. Eso, más que cualquier otra cosa, el contacto, la aceptación absoluta, el amor incondicional.
Era su carencia.
No había ni un momento del día o de la noche en que no recordase los acontecimientos de la estación de servicio sin llenarse de reproches. Tendría que haberse dado cuenta cuando vio el Polo vacío con el motor en marcha en los surtidores. Tendría que haber reaccionado con mayor rapidez cuando oyó el primer disparo, tendría que haberse arrojado sobre el chico entonces, tendría que haber sido el escudo, tendría que haber detenido la bala. Tendría. Era culpa suya. La pérdida era como una pesada losa, una carga intolerable. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo viviría? Ni siquiera podía avizorar el mañana, ni su sentido, ni sus posibilidades. El teléfono sonó en la sala, pero no quiso levantarse; quería quedarse allí, con las cosas de Pakamile.
Se movió con torpeza, sintió cómo le embargaba la emoción. ¿Por qué no podía llorar? Sonó el teléfono. ¿Por qué no se manifestaba el dolor?
Sin darse cuenta, se encontró con el teléfono en la mano y una voz que decía:
—¿Señor Mpayipheli?
—Sí —respondió él.
—Les tenemos, señor Mpayipheli. Les hemos atrapado. Queremos que venga y los identifique.
Más tarde abrió la caja fuerte y guardó los documentos en el estante superior. Luego buscó sus armas, había tres: el rifle de aire comprimido de Pakamile, la carabina de calibre veintidós y el fusil de caza. Cogió el más grande y fue a la cocina.
Mientras lo limpiaba con una concentración metódica, poco a poco fue tomando conciencia de que la culpa y la pérdida no era lo único que había en su interior.
—Me pregunto si él creía —dijo ella, que ahora tenía toda la atención del clérigo. Sus ojos ya no miraban la caja—. A diferencia de mí. —La referencia a sí misma no había sido planeada y se preguntó por un momento por qué lo había dicho—. Quizás él no iba a la iglesia, pero puede que creyese. Y quizá no podía entender por qué el Señor se lo había dado y después se lo había quitado. Primero a su esposa, luego a su hijo, en la granja. Creyó que estaba siendo castigado. Me pregunto por qué es así… ¿Por qué todos lo creemos cuando ocurre algo malo? Yo también. Es extraño. Nunca conseguí descubrir por qué se me castigaba.
—¿Cómo no creyente? —preguntó el ministro.
Ella se encogió de hombros.
—Sí. ¿No es extraño? Es como si la culpa estuviese dentro de nosotros. Algunas veces me pregunto si estamos siendo castigados por cosas que haremos en el futuro. Porque mis pecados sólo se cometieron más tarde, después de ser castigada.
El clérigo sacudió la cabeza y respiró como si fuese a responder, pero ella no quería que la desviasen ahora; no quería romper el ritmo de su relato.
Estaban fuera de su alcance. Había ocho hombres al otro lado del cristal de una sola dirección, pero sólo se centraba en los dos por los cuales ardía su odio. Eran jóvenes e insolentes, sus bocas alargadas en aquellas muecas de «a mí qué», sus ojos miraban con desafío a la ventana. Por un momento consideró la posibilidad de decir que no los reconocía y luego esperarlos fuera de la comisaría con el fusil de caza… Pero no estaba preparado, no había estudiado las salidas y las calles del exterior. Levantó el dedo como el cañón de un fusil y le dijo al superintendente:
—Allí están, el número tres y el cinco. —No reconoció el sonido de su propia voz; eran las palabras de un extraño.
—¿Está seguro?
—Del todo.
—¿Tres y cinco?
—Tres y cinco.
—Era lo que creíamos.
Le pidieron que firmase una declaración. Luego no había nada más que pudiese hacer. Fue a su camioneta, abrió la puerta y entró, consciente del fusil detrás del asiento y de los dos hombres en algún lugar del interior del edificio. Permaneció sentado y se preguntó qué haría el superintendente si le pedía estar a solas unos momentos con ellos, porque sentía el impulso de clavar un puñal en sus corazones. Sus ojos se demoraron un momento más en la puerta de la comisaría y después giró la llave del contacto y se marchó a poca velocidad.