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Andrea abrió los ojos lentamente. Si se había desmayado, y tal parecía ser el caso, no supo cuánto tiempo permaneció tendida en el sótano de Maggie Mae. Lo primero que sintió al intentar moverse fue un dolor insoportable en el costado izquierdo y una intensa palpitación en la cabeza. Sus ojos, ahora acostumbrados a la oscuridad, apreciaron la silueta de la escalera por la que había rodado. El resto del sótano permanecía en penumbra, aunque logró divisar los contornos de unos cuantos trastos arrumbados.

Los recuerdos de los sucesos recientes fueron tomando forma dentro de su cabeza mientras aún permanecía tendida, con su cuerpo dolorido lanzándole mensajes de alerta desde media docena de lugares. Los golpes en la puerta —sus últimos recuerdos antes de desmayarse— habían cesado, reemplazados por el monótono sonido de la lluvia. Se irguió despacio. Permaneció sentada un buen rato; luego se agarró del pasamanos de la escalera y poco a poco se puso en pie. La tarea le llevó unos dos minutos. El saldo fueron algunas lágrimas de dolor y un mareo que amenazó con hacerla caer de nuevo. Cuando creyó que había reunido el valor suficiente como para dar el primer paso, su pie derecho cedió de repente e hizo que perdiera el equilibrio.

Respiraba agitada.

El sonido de la lluvia ganó en intensidad. Durante unos segundos no comprendió lo que ocurría; luego advirtió en el extremo opuesto del sótano cómo una trampilla que conducía al exterior, cuya presencia no había advertido, se abría con lentitud.

Una silueta se recortó contra la noche gris.

Mike, pensó Andrea. ¡Tenía que ser él! ¿Quién más sabría de la existencia de aquella trampilla?

La figura tendió una mano en dirección a ella. Al tiempo que la agarraba con fuerza, Andrea no pudo evitar esbozar una sonrisa. En pocos minutos se encontró fuera del sótano, caminando dificultosamente bajo una lluvia torrencial.

—¡Debemos irnos de inmediato! —gritó ella, consciente de que no había tiempo para explicaciones.

Pero su grito fue ahogado por el bramido de un motor. Se dirigían hacia el establo en el preciso momento en que los faros de un coche se encendieron en la distancia, acercándose rápidamente a ellos.

El vehículo los alcanzó en pocos segundos.

Se detuvieron. Los potentes faros iluminaron una buena extensión de la parte trasera de Maggie Mae, proyectando sus sombras deformadas. El conductor se apeó con suma rapidez. Por un momento fue tan sólo una figura negra e imponente; luego, cuando avanzó unos metros, Andrea supo que el recién llegado no era otro que Harrison.

—¡Alto! —gritó, y su voz resonó como un trueno.

El comisario desplazó su arma hacia la derecha: allí, a pocos metros de Andrea, estaba Mike. Junto a él, una silueta pequeña se dibujó cuando un relámpago estalló en la noche.