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En el extremo del porche, Andrea vio una silla de madera a la que no había prestado atención antes y decidió que la ocuparía. Desde allí le sería posible advertir si Robert regresaba. No quería ser sorprendida mientras hablaba con Matt.

Extrajo el móvil del bolsillo de sus pantalones cortos y se disponía a marcar el número de su novio cuando un traqueteo distante la sorprendió. El ruido fue cobrando fuerza lentamente, obligándola a estirar el cuello para averiguar de qué se trataba.

Un Ford destartalado avanzó sobre el césped y esquivó por los pelos al Toyota de Robert. Andrea volvió a guardar su teléfono y examinó a los recién llegados. El motor del coche se detuvo con un siseo prolongado y moribundo.

El conductor no podía ser otro que Charles Rippman. Fue evidente el esfuerzo del hombre para apearse, aunque era pequeño y estaba en buena forma para su edad. La mujer que lo acompañaba debía de ser unos quince años menor, lo que aun así la colocaba en el no despreciable escalón de los setenta y tantos. Era más alta que Charles, casi una cabeza, y se movía con ligereza. En ese momento se dirigía a la parte trasera del coche.

Andrea se acercó.

—Tú debes de ser Andrea. Soy Charles Rippman. —La voz del viejo era musical, de esas que cautivan a la hora de una buena historia—. Ella es mi esposa, Anne.

Anne Rippman cargaba una bolsa de papel. Con la mano libre estrechó la de Andrea.

—No tenían que haberse molestado. Son muy amables.

Rippman paseó su mano por delante del rostro, como si hiciera un pase mágico: No tenía por qué darle las gracias.

—Es lo menos que podemos hacer, querida, créeme —dijo Charles—. Además, no es conveniente que visiten la tienda de Larson, al menos hasta que sepan algo acerca de él…, suele aprovecharse de los que no son de aquí. La suya es la única tienda de la zona… —Dejó la frase en suspenso y, tras acercarse a Andrea, agregó en tono confidencial—: Larson cree que una mano grande da derecho a andar tocando culos…

—¡Charles Rippman! —Anne colocó su brazo libre en jarras.

Andrea no pudo evitar reír. Rippman se sumó con su risita suave.

—Lo siento, querida, no lo volveré a hacer.

Anne miró hacia arriba como si no fuera la primera vez que oía aquello; luego sacudió la cabeza y por último señaló con la barbilla el asiento trasero. Charles comprendió la indicación de su esposa e inmediatamente se puso en movimiento. Antes se inclinó una vez más hacia Andrea y habló rápido:

—Ella lo oye todo. Es como convivir con la Gestapo.

—Charles…

Pero Rippman ya se desplazaba hacia la portezuela trasera, probablemente satisfecho con su gracia del día. Parecía un hombre lleno de vida a pesar de sus noventa años. ¿O serían más?

—Andrea, ¿serías tan amable de llevar esto hasta la casa? —pidió el hombre entregándole una de las bolsas de la compra.

Ella dijo que sí, que desde luego.

Andrea sintió simpatía inmediata por la pareja de ancianos. Por primera vez en el día se olvidó de la muerte de Rosalía, de la pelea de sus padres y del manto de misterio que giraba en torno a esta última.

Una vez dentro, Anne comenzó a distribuir las provisiones en la cocina y Charles retiró la nota que él mismo había dejado bajo el imán en forma de pez.

—¿Tu padre se ha acostado? —preguntó Charles.

—No —se apresuró a responder Andrea, comprendiendo que había pasado por alto hacer un comentario al respecto—. Ha salido a caminar. Tenía intenciones de ir a…

¿La explanada?

—Sí.

—¿Tú por qué no has ido?

Los ojos de Rippman, incrustados en la tela arrugada de su piel, se encendieron súbitamente. Anne se apresuró a intervenir:

—No tienes por qué contestar, querida. Charles, deja de importunar a la muchacha.

—Perdón, no debí preguntar —se disculpó Rippman—. Por cierto, la explanada es un sitio muy bonito.

—Decidí dejar el paseo para otro día —repuso igualmente Andrea, asombrándose con la facilidad con que aquella mentira brotaba de sus labios.

Le diré la verdad, señor Rippman, usted me cae bien y no veo razón para mentirle. Lo cierto es que pretendía hablar con mi novio en el preciso instante en que usted se presentó con su adorable esposa. No quiero descuidar la relación, creo que va en serio. Además tengo la convicción de que mis padres han discutido, pero lo único que sé es que el incidente nos ha traído aquí, nada más. Meras suposiciones. Entiendo que no es de su incumbencia, señor Rippman, pero creo que mi madre se anduvo tirando a otro hombre; ya sabe, alguien que cree que una mano grande da derecho a andar tocando culos

—… ciones?

Andrea salió de su trance y se encontró con el rostro expectante de Anne Rippman. No vio a Charles.

—¿Habéis encontrado todo en condiciones? —repitió la mujer.

—Sí.

—Aquí he apuntado nuestro número de teléfono —dijo Anne, señalando un bloc de pared—. Y también sabéis dónde vivimos.

—Desde luego. Muchas gracias.

Las dos salieron de la casa y descendieron los escalones del porche hasta el césped. Allí encontraron a Charles observando el lugar como si no lo conociera.

—Lamento que Robert no esté aquí —dijo el hombre, volviéndose de repente—. La última vez que lo vi era un muchacho de tu edad. El tiempo se ha comprado una motocicleta muy veloz y le gusta usarla; eso decía mi hermano, aun cuando las motocicletas no eran como las de ahora.

—Mañana vendremos de visita y veremos a Robert —dijo Anne—. Prepararé un pastel.

—Apuesto a que es un gran hombre —dijo Rippman sin haber prestado atención al comentario de su esposa. Hablaba para sí, con la mirada desenfocada, entrelazando los dedos mientras solicitaba algunos recuerdos al agobiado encargado del archivo en su cerebro.

—Mi padre también se alegrará de verlo, señor Rippman. Le diré que vendrán a visitarnos mañana.

—Sí, gracias. Díselo. Hoy es nuestro día de bridge en casa de Isabel, la hermana menor de Anne. Pasaremos la noche en Sandville, pero mañana estaremos de regreso.

Andrea había advertido que la vestimenta de ambos no era de faena. Ahora sabía la razón.

Rippman se incorporó y su tono de voz recuperó la cadencia del principio. Su aspecto sombrío desapareció junto con la siguiente frase:

—Anne es la campeona de bridge. Hasta tiene una medalla que lo prueba.

El rostro de la mujer enrojeció, e instintivamente ocultó una grotesca medalla de latón que colgaba de su cuello mediante una cadena plateada. Como si hiciera falta, se disculpó diciendo que la medalla era una broma familiar. Cuando el color de su rostro comenzaba a desaparecer, agregó con orgullo que hacía más de dos meses que la traía consigo a Depth Lake.

Los tres se encaminaron hacia el Ford.

—¿Qué es aquello?

Rippman se volvió y siguió la dirección del dedo de Andrea.

—Un establo —dijo—, pero está vacío desde hace tiempo, y las enredaderas se han encargado de cubrirlo casi todo. Años atrás el señor Spitteri se encargaba de mantenerlo en condiciones, pero Mike ha dejado de tener interés en él desde hace tiempo. Aunque cueste creerlo, hace unos años casi todo el mundo por aquí tenía caballos, pero ya no. Max Farbergrass llegó a tener más de cincuenta.

Anne ya estaba dentro del Ford cuando Charles abrió la portezuela de su lado. Permaneció de pie junto al coche, apoyando su mano en el techo de chapa.

—Hubo una época en que podían verse hasta osos por aquí, pero esos tiempos han quedado muy atrás. Los Gordon vivían justo allí. —Charles señaló una de las propiedades próximas a Maggie Mae—. George fue atacado por un oso, un episodio horrible que le costó la vida. Su esposa Allison y su hijo Tom nunca se repusieron y finalmente se marcharon de Depth Lake…, pero eso fue hace más de treinta años. Hoy en día puede aparecerse un venado, pero es raro que eso suceda. En tal caso, es probable que el animal se espante más que vosotros. —Hizo una pausa—. Si algo así ocurre, no tenéis más que llamarme.

—¿Lo matará?

Rippman sonrió.

—Desde luego que no. Sólo lo dormiré. —Sonrió y se introdujo en el coche—. Adiós, y no olvides decirle a tu padre que mañana vendremos a verlo.

—Descuide, señor Rippman, cuente con ello.

El motor del Ford tosió y luego rugió mientras Rippman aceleraba una y otra vez.

El coche giró y se alejó despacio. Andrea no tenía manera de saberlo, pero en el interior del coche Charles Rippman le decía a su esposa que quizás sería conveniente cancelar la visita a casa de su hermana Isabel. Ella respondió que por qué habrían de hacer semejante cosa, y él se limitó a encogerse de hombros y decir que no era más que un pálpito.

Anne no estaba dispuesta a renunciar a su reinado en el bridge por un pálpito infundado y así se lo hizo saber a Charles, quien rió como un niño con lo de «reinado en el bridge». Estuvo de acuerdo con ella en cuanto a lo absurdo de sus ideas y las desechó. ¿Se estaría haciendo viejo? Mientras dirigía su nudosa mano a la radio y buscaba alguna emisora de música, se dijo que no… ¡Que desde luego que no!