Max Farbergrass criaba caballos y luego los vendía. Ése era su negocio. Le brindaba buen dinero y una enorme satisfacción. A veces no entendía por qué todo el mundo no se dedicaba a la cría de caballos.
Transportarlos casi nunca era parte del trato. Sólo en circunstancias especiales accedía a hacerlo, generalmente de mala gana. Ese día tenía casi trescientos kilómetros por delante y un caballo odioso en el remolque adosado a su furgoneta. Sin embargo, estaba de buen humor, porque finalmente se libraría del jodido Blackskin.
A Max le habían gustado los caballos desde pequeño. Creía entenderse con ellos, incluso con los más rebeldes. Les hablaba y ellos a su modo le respondían. Así había sido hasta la aparición de Blackskin. Al principio, Max se había preguntado si el comportamiento del animal era una forma de protesta frente a su estúpido nombre, pero con el tiempo dejó de buscarle razones. Las épocas de hacer las paces con el caballo quedaron rápidamente en el pasado. Incluso había llegado al punto de sopesar la idea de sacrificarlo.
En los cincuenta años que llevaba conviviendo con caballos día a día, se había topado con algunos de mal carácter (difíciles, le gustaba llamarlos) y otros dóciles como corderos. Sin embargo, Blackskin no encajaba en ninguna de las categorías anteriores. En primer lugar, el muy hijo de puta no parecía tener inconvenientes con nadie, salvo con Max. Cualquiera podía acercarse y acariciarlo, montarlo o incluso darle de comer en la boca. Se comportaba como Lassie. Sin embargo, si era Max quien se acercaba, las cosas eran diferentes. A veces permanecía quieto, observándolo mientras se aproximaba, ensayando su mirada de caballo bueno para indicarle que esta vez las cosas serían diferentes. Y Max había caído innumerables veces en la trampa: intentaba tocarlo, y entonces Blackskin se movía de pronto o relinchaba dándole un susto de muerte. Luego parecía reírse de él, mostrándole sus dientes grandes. El animal lo odiaba, y Max con el tiempo empezó a sentir lo mismo.
Para ilustrar el alcance de la relación, bien cabe mencionar el episodio del Día de Acción de Gracias ocurrido el año anterior. La familia completa —unos cincuenta Farbergrass— participaba de un copioso almuerzo festivo. Había más de dos decenas de vehículos, todos ellos aparcados de manera irregular dentro de la propiedad de Max. Nunca se supo bien cómo, pero Blackskin se las arregló para escapar de su caballeriza y hacer sus necesidades en la furgoneta de Max, que había tenido la mala idea de dejar la ventanilla bajada. Lo curioso de la cuestión es que para alcanzar la furgoneta el caballo debió sortear otros coches, muchos de los cuales también tenían la ventanilla bajada y hubieran servido de maravilla como letrina ecuestre.
Sí señor, el problema con Blackskin era personal. Max estaba encantado de deshacerse de él.
Ahora conducía por la I-93 a unos prudentes ochenta y cinco kilómetros por hora. Si los letreros que sobrepasaba regularmente estaban en lo cierto, dentro de media hora cruzaría Manchester, donde quizás hiciera su última parada antes de Lowell, su destino final.
De vez en cuando tamborileaba con los dedos sobre el volante o entonaba una canción alegre.
Adiós Blackskin.
Si todo salía como había previsto, se lo entregaría ese mismo día a Whitten, cuya hija había quedado encantadísima con el caballo. El día que se presentó en su propiedad para escoger su regalo de cumpleaños, la niña lo señaló y corrió para abrazarlo. Max intentó decirle que no lo hiciera, aduciendo la peligrosidad de aquel ejemplar, pero a esas alturas el mierda de Blackskin lamía el rostro de la niña, meciéndose con la expresión de un personaje de Disney.
Max había recibido un generoso cheque por parte de Whitten y había accedido de buena gana a hacer el transporte él mismo. De hecho, había dicho que lo haría cuanto antes para que la pequeña pudiera disfrutar de él.
No obstante, sabía que el traslado no sería sencillo. Blackskin había demostrado sobradas veces que su nombre debió haber sido Caja de sorpresas… Y, en efecto, los primeros problemas surgieron tan pronto salieron, poco después de que dos peones lo condujeran hacia el remolque. El compartimento para transporte era de madera, completamente cerrado, salvo por una ventana en la parte trasera. Cuando estaba dentro, el caballo observó a Max con ojos desafiantes y mostrando su sonrisa burlona marca registrada.
En cuanto emprendieron la marcha, Blackskin inició un golpeteo a intervalos regulares contra el suelo del remolque. TUM, TUM, TUM. Max se había mentalizado para no reaccionar frente a sus provocaciones y condujo como si nada sucediera, ignorando el golpeteo aunque éste amenazaba con enloquecerlo de un momento a otro. Los ruidos cesaban durante un rato, lo suficiente para que Max empezara a tranquilizarse, y luego estallaba un nuevo estruendo, más fuerte que los anteriores.
Sin embargo, Blackskin se había mantenido inactivo desde… ¿Desde cuándo? Quizás desde que Max se detuvo a echar algo al estómago en Carnival Falls, y de eso habían pasado ya un par de horas. Desde entonces, no se había producido el más mínimo sonido; ni un relincho, nada. En cierto modo era aún peor, porque Max había levantado la guardia, a la espera de una reacción extrema que por el momento no se había producido y que podía suceder imprevistamente. Su mente comenzó a analizar alternativas descabelladas. ¿Y si se había lanzado por la abertura? Era físicamente imposible, pues su cuerpo no podía pasar por allí, pero Max sabía que aquel caballo endemoniado podía encontrar la forma de hacerlo si quería. Si la cuestión era fastidiarlo, encontraría la manera de reducirse al tamaño de un alfiler y pincharle el culo.
Procuró relajarse; entonar canciones y sonreírse a sí mismo en el inútil espejo retrovisor. Sabía que tendría que detenerse a echar un vistazo, pero, al mismo tiempo, aquello era probablemente lo que el animal esperaba. Seguramente tendría preparada alguna sorpresa para él. En cuanto asomara su rostro por la abertura de la parte de atrás, recibiría el impacto de uno de sus cascos, un mordisco en el cuello o un chorro de mierda líquida. Estaba seguro.
Se debatía entre detenerse o no hacerlo cuando finalmente algo ocurrió.
Un objeto surcó el aire frente al parabrisas. Era grande e hizo que Max pisara el freno como acto reflejo. El criador de caballos respiraba agitado. De haber conducido a mayor velocidad, en aquel momento se estaría debatiendo en el interior de una maraña de hierros retorcidos, pensó. Se apeó de la furgoneta. La I-93 era transitada por algunos vehículos que circulaban a gran velocidad. Divisó una gasolinera y creyó ver una silueta detrás de uno de los cristales, pero antes de pedir ayuda tenía intención de averiguar qué había ocurrido.
Lo primero que haría sería echar un vistazo al caballo. Si bien lo que había surcado el aire debía de estar delante de la furgoneta (o posiblemente debajo), estaba convencido de que en el remolque hallaría las respuestas que buscaba. Mientras recorría el lateral dio dos golpes en el compartimento de madera, pero no obtuvo respuesta.
Su pie chocó con algo. Se detuvo en seco y bajó la vista con resignación. Al observar lo que yacía en la carretera, retrocedió casi un metro y estuvo a punto de ser arrollado por un BMW que circulaba por la interestatal a más de cien. Comprendió que lo que había surcado el aire sí había quedado debajo de la furgoneta y, de hecho, asomaba parcialmente por uno de los laterales.
Era la cabeza de Blackskin.
Max Farbergrass arrugó el rostro y apartó la vista. Había visto cosas semejantes, o incluso peores; caballos atropellados en la carretera, por ejemplo. En este caso el corte en el cuello del animal resultaba desigual, y Max se preguntó si Blackskin en efecto habría intentado salir del compartimento trasero y algo le había arrancado la cabeza. Un vehículo, o un puente, aunque no recordaba ninguno.
¿Y el modo en que la cabeza había volado por encima de la furgoneta?
Max dejó atrás la cabeza, dio media vuelta y se encaminó hacia la parte trasera del remolque. El sol apuñaló sus ojos y aun a medio metro de distancia de la abertura no pudo ver hacia el interior. Asomarse hubiera solucionado el asunto, pero por alguna razón pensó que aquélla no sería una buena idea. Decidió acercarse un poco más y destrabar la portezuela abatible. Retiró los cerrojos en los laterales, retrocedió un par de pasos y la dejó caer.
Ocultó el sol alzando su mano y entrecerró los ojos.
Vio el cuerpazo del caballo tendido de lado. Debajo, la sangre formaba una mancha espesa que aumentaba de tamaño y caía en ríos gruesos al asfalto caliente. Max sacudió la cabeza con incredulidad. Costaba entender cómo…
Un movimiento.
A la derecha, en las sombras.
Max entrecerró los ojos y se volvió en esa dirección, pero apenas con el tiempo suficiente para cubrirse el rostro con el brazo al ver que algo saltaba hacia él. No pudo ver de qué se trataba, pero sintió su peso cayéndole encima, luego algo afilado que se clavaba en su antebrazo. Retrocedió dos pasos tambaleándose, manoteando el aire, hasta que finalmente perdió el equilibrio y cayó de costado. Sentía un ardor insoportable en el brazo. Intentó ver a su atacante, pero el sol lo transformaba en una silueta negra.
Gritó, pero fue apenas un chillido corto e inútil.
Una serie de reflejos lo cegó. Luego experimentó un dolor insoportable en el rostro y una sucesión de cortes profundos surcándolo de lado a lado: atravesando sus ojos y nariz, deslizándose en la superficie resbaladiza de sus huesos, desgarrando la piel y arrancándole el cabello.