Mike condujo su Saab a más velocidad que la permitida. A su lado, Allison estrujaba su bolso en el regazo.
—No te preocupes por Tom —dijo él—. Estará bien con tu hermana.
—Sí, lo sé.
La llamada que habían recibido antes de salir había sido de Tom, que se había despertado sobresaltado y sintió la necesidad de hablar con su madre. Había tenido otra pesadilla. Hablar de ella hizo que se sintiera mejor.
Logré esconderme de él.
—Todo está adquiriendo cierta lógica —dijo Mike.
—¿Crees que Ben continúa escondido en el desván de los Green?
—No sé qué pensar. Ya que lo preguntas, me cuesta imaginar que Ben haya permanecido allí todo este tiempo.
En tácito acuerdo, ninguno de los dos dijo nada más durante el resto del trayecto.
Al llegar a la casa advirtieron una calma inusual. Apretaron el timbre tres veces sin obtener respuesta. Mike dio dos golpes a la puerta con idéntico resultado.
—Debemos entrar —dijo Mike, al tiempo que extraía un manojo de llaves del bolsillo trasero.
—¿Qué tienes ahí?
—Robert me dio las llaves de la casa el verano pasado para dar de comer a los peces de Danna. Quiso que las conservara en caso de una emergencia.
Allison no podía pensar en una situación más apropiada que encuadrara como «una emergencia» que la que tenían entre manos.
Al abrir la puerta, los recibió el más absoluto silencio. La casa estaba a oscuras.
—Ten cuidado, Mike. Esto no me gusta… ¿Y si llamamos a Harrison?
—Veamos primero qué está pasando. No correremos riesgos innecesarios, pero esperemos a ver qué ocurre.
—De acuerdo.
Mike buscó el interruptor de la luz y lo accionó. Aguzaron el oído en busca de algún sonido, pero ninguno se hizo audible. No había nadie en casa, lo cual resultaba sumamente extraño tratándose de…
Mike consultó su reloj. Eran las diez y media de la noche. Toda la familia debía estar allí.
—¿¡Robert!?
Silencio.
—¿¡Rosalía!?
Nada.
—Entremos.
—Mike, no sé…
Pero él ya avanzaba por la sala y ella se apresuró a seguirlo. Encendieron las luces a su paso y ver la casa iluminada hizo que empezaran a tranquilizarse.
—Es muy extraño que no haya nadie —sentenció Mike—. Por lo general…
Se detuvo en seco. Allison lo miró en busca de la explicación de su repentino silencio y vio que miraba hacia arriba. Con su dedo índice señaló un rectángulo en la parte superior de la pared.
—Dios mío. ¿Has visto algo? —Allison no podía dejar de mirar en todas direcciones.
—No. No creo que pueda verse nada desde aquí, pero he estado en esta sala unas mil veces y es la primera vez que me fijo en esa rejilla. Ha de ser de ventilación.
Antes de que Allison pudiera decir algo, Mike se internó en el pasillo, encendió la luz y se encaminó a la habitación de Andrea. No había nadie allí, y tampoco en las restantes.
Avanzaron hasta el baño al final del pasillo y, tras abrir la puerta, Mike vio lo que el ojo de la memoria ya le había mostrado. Allison asomó su cabeza por encima del hombro de él y supo de inmediato que la placa en el centro del techo debía de servir de acceso a un desván.
—No pensarás entrar ahí, ¿verdad?
Pero Allison ya sabía la respuesta. Regresaron al estudio de Danna, donde Mike había visto una escalera pequeña, y la montaron bajo la placa de cristal.
—Guardo una linterna en la guantera de mi coche —dijo Mike.
—Vamos a por ella —convino Allison—. Prefiero no quedarme aquí sola.
Regresaron con la linterna cinco minutos más tarde. Mike se subió al tercer escalón de la escalera y, estirando sus brazos, pudo desplazar la placa de sus soportes. La deslizó con sumo cuidado y en vez de dejarla dentro del boquete, se la entregó a Allison, que la apoyó contra la pared.
—¡Ben! —dijo Mike—. Soy Mike. ¿Estás ahí?
No hubo respuesta. Mike se sintió estúpido diciendo en voz alta el nombre de Ben. ¡Claro que no obtendría respuesta! Ben había muerto ahogado en Union Lake. Se había introducido en una tubería después de sentirse furioso con su madre y no había podido salir. Las palabras de Michael Brunell lo habían complicado todo…, y eso por no mencionar las cintas de hipnosis. No había sido una buena idea oírlas después de todo.
Mike subió otros dos escalones. Su rostro estaba a punto de ser engullido por el desván.
—¿Hay alguien ahí? —Mike habló mientras subía el último escalón.
—Ten cuidado.
El rostro de él, manchado por la oscuridad del desván y el reflejo de la luz de la linterna, se transformó ante lo que vio allí arriba. Allison se sobresaltó.
—¡Qué ocurre!
Mike bajó dos escalones. Su rostro fue visible otra vez.
—Nada demasiado malo —dijo—. No hay nadie ahí, pero será mejor que lo veas tú misma.
Nada demasiado malo, ¿qué rayos significaba eso?
Un minuto después, Allison observaba las letras desiguales en la pared del fondo. La leyenda dejada por Benjamin había atraído por completo su atención. Cuando descendió, sin saber qué pensar o hacer a continuación, las palabras de Mike no dejaron margen posible a dudas:
—Voy a subir a ver el resto.
—Subiré contigo.
Mike asintió en silencio.
En poco tiempo estuvieron los dos en el desván. Mike indicó que debían prestar atención y pisar en los tirantes principales. Avanzaron agachados, él encabezando la marcha, deslizando el haz de la linterna hacia uno y otro lado, deteniéndolo cada vez que el círculo de luz cruzaba la firma de Benjamin. Ella lo siguió, arrugando la nariz ante el ligero olor a encierro. Con un gesto de resignación miró hacia atrás, hacia el acceso por el que aún alcanzaba a ver parte del alicatado del baño. ¿Y si alguien bloqueaba el acceso en ese instante? En su cabeza estallaron las palabras de Robert Green.
Él… ha hecho daño… a Benjamin…
La idea de que el acceso se bloquearía de un momento a otro fue cobrando fuerza en Allison, al punto que se detuvo, clavando los ojos en aquel sector del desván. Se decía que no había nadie en la casa, que lo habían verificado, pero habría sido estúpido esperar que alguien que no deseaba ser encontrado respondiera a su llamada. En aquel momento no pensó que disponían de teléfonos móviles o que con el simple hecho de apartarse de los tirantes principales atravesarían el techo y aterrizarían en cualquiera de las habitaciones.
En ese momento, Mike examinaba una caja de cartón. Ella se acercó a él.
—¿Qué es?
—Las cartas de Marty el conejo —dijo con perplejidad—. Todos las teníamos cuando éramos niños.
La voz de Mike era un susurro, su rostro se dibujaba apenas con la luz indirecta de la linterna. Con voz quebrada, alzó uno de los libros. Se trataba de La isla misteriosa. En la portada, la costa rocosa seguía siendo bañada por un mar estático y espumoso. Las palmeras seguían siendo testigos de una noche oscura y silenciosa. Sólo un detalle había cambiado.
Sobre la arena, había un rastro de huellas de niño.
—¿Mike, crees que Ben ha estado aquí todo este tiempo?
—Sí —concluyó él, devolviendo el libro a la caja de cartón—. Ahora no quedan dudas.
Se desplazaron hacia la parte trasera. Las letras casi negras resultaban amenazantes. Parecían recientes, y Mike lo confirmó al deslizar su propio dedo por la pared y advertir que la sangre estaba húmeda.
—No sé cómo soy capaz de decir lo que voy a decir —dijo Allison de pronto—. Pero ¿puedes apagar la linterna un momento?
Mike advirtió que la petición iba en serio y lo hizo. Los dos permanecieron inmóviles. Al cabo de unos segundos, sus ojos se acostumbraron gradualmente a la oscuridad y los diminutos haces provenientes de las habitaciones comenzaron a surgir aquí y allá. Primero los más gruesos y después los más finos.
Mike se agachó y visualizó la habitación de Andrea a la perfección.
—Es posible ver toda la casa… —se maravilló.
—Larguémonos de aquí, Mike, por favor. Y enciende la linterna…, ya ha sido suficiente. Bajemos de una vez.
De vuelta en el baño, para Allison fue un alivio ver la placa de vidrio en su sitio otra vez. Mientras volvían sobre sus pasos por el pasillo para devolver la escalera plegable al estudio de Danna, Allison preguntó cuál sería el siguiente paso. Mike no hacía más que pensar en eso, mientras intentaba ordenar las piezas que tenían (que no eran pocas), pero hasta el momento no había podido hacerlo. Entre las cuestiones primordiales restaba determinar adónde habían ido todos, lo cual, suponía, explicaría al menos parcialmente las cosas.
En la sala, Mike giró su cabeza a la izquierda, en dirección a la cocina y al acceso interno al garaje. Creyó entrever un reflejo en el suelo, casi imperceptible, que llamó su atención.
—Espera un momento —pidió.
Se acercó al estrecho pasillo y corroboró sus sospechas.
Era una mancha de sangre.
Se lanzó en aquella dirección. Esquivó el charco enrojecido y abrió la puerta de la habitación de Rosalía.
El primer golpe lo recibió en sus fosas nasales, y aunque no fue físico, sino el dulce hedor de la sangre entrando a presión, no pudo evitar retroceder. La escena lo abofeteó, haciéndolo trastabillar y provocando una mueca de desagrado en su rostro.
Rosalía yacía en el suelo, con la mitad de su cuerpo apoyada contra la cama. Lo primero que Mike advirtió fueron sus ojos: dos esferas inertes como las de un muñeco de felpa. La expresión esculpida en su rostro era de completo terror, con una boca rectangular y dentuda. En las mejillas, diminutas manchas rojas se esparcían como pecas.
Pero lo peor era su cuerpo. El agresor había desgarrado las ropas de la mujer, dejando al descubierto su cuerpo blanquecino y rollizo. En el pecho había una herida inmensa y circular que se prolongaba hasta su abdomen, desde donde sus órganos colgaban como los tentáculos de un pulpo y se escurrían hasta las piernas.
Una vista general de la habitación reveló a Mike que había sangre por todas partes… La cama no era la excepción, tampoco las paredes. Se negó a imaginar los incidentes que antecedieron a semejante carnicería, volviendo una y otra vez al agujero en el cuerpo de la mujer y a sus entrañas florecientes.
Al principio, Mike no reparó en las palabras escritas en la sábana. El atacante había utilizado un cuchillo empapado en sangre para cortar cada letra en el colchón: PUTA.
Mike comprendió que debía alejarse de allí. Ya había visto suficiente. Sabía que, si seguía descubriendo detalles, lo perseguirían en sueños por mucho tiempo. Además no debía permitir que…
—¡Allison, no!
Pero era demasiado tarde. Sin que pudiera impedírselo, Allison había llegado a su lado y miraba por encima de su hombro.
El grito de horror fue espeluznante. Retrocedió, golpeando la espalda contra la pared con un sonido sordo. Mike intentó abrazarla, pero Allison se agitaba frenéticamente mientras un llanto histérico se apoderaba de ella.
Él la condujo hacia la puerta. La abrazó y la empujó suavemente mientras ella sollozaba.
Atravesaron la sala en dirección a la calle.
Cuando estaban a punto de alcanzar la salida, una figura surgió del otro lado bloqueándoles el paso.
Era Harrison.
Allison volvió a gritar. Sin embargo, Harrison no pareció advertir la presencia de la mujer, ni escuchar sus gritos histéricos. Pasó a su lado como si no existiera y se dirigió directamente a Mike en busca de una explicación.
—¿Dawson, qué ha ocurrido aquí?
Mike procuró mantener la calma. No tenía la más remota idea de qué hacia allí Harrison, pero decidió decir lo menos posible, al menos de momento.
—Algo terrible. Ha habido un asesinato.
—¡Un asesinato!
—Se trata de Rosalía, la empleada de la familia.
—Maldición. Dawson, en mi coche patrulla está Robert. —Harrison se detuvo—. Él… no está bien. Intente hablar con él y persuadirlo para que venga.
—¿En su coche patrulla? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está el resto de la familia?
—Andrea está en mi casa, con mi hija. Danna está en la comisaría, es una larga historia…
—¿En la comisaría? —La voz de Mike no pudo ocultar su sorpresa—. ¿Qué está ocurriendo?
—¡Eso mismo quisiera saber yo!