Nada era lo que había sido. Las paredes ya no eran paredes. Ni el suelo, o el techo inclinado; ni siquiera el cuchillo o él mismo.
Recurriendo a la información que contenía el cerebro que ahora utilizaba, Benjamin asemejaba el desván a la imagen granulada de un televisor cuando se le mira desde muy cerca; como un número incalculable de abejas moviéndose al unísono. Un mundo hirviente, rebosante de colores. Ya no necesitaba ver, aunque los órganos oculares se empecinaban en enviarle las mismas imágenes desvaídas y poco reveladoras de siempre: una versión de la realidad reducida y primitiva, risible frente al universo complejo del cual él se nutría.
Había llegado el momento. La espera y la ansiedad finalmente daban sus frutos.
Replegándose, chequeó cada uno de sus sistemas internos, vagando en sí mismo como si se tratara de una mansión con innumerables habitaciones, ahora todas para él. La sensación de pertenencia lo embriagaba. Una parte de él se negaba a la idea de poder abandonar el desván si así lo deseaba. Durante años había sobrevivido aferrándose a ese único anhelo: recuperar su libertad; la que le había sido arrebatada. Ahora la tenía de nuevo…, la había recuperado.
Caminó por el desván, desplazándose por momentos como lo haría un niño de diez años normal. Tendría que moverse como tal si iba a salir de ahí y pretendía pasar desapercibido un tiempo. Dio dos vueltas completas, deleitándose con su nueva y más afinada percepción de la realidad. Sin perspectivas, sin secretos; todos y cada uno de los condimentos del mundo que lo rodeaba llegaban a su único sentido con fluida precisión. Allí estaba, por ejemplo, la caja de cartón que tantos años lo había acompañado allí arriba, escondiendo secretos: una simple forma oscura según el dictamen de sus decorativos ojos. Sin embargo él veía cada una de sus caras, su contenido, sentía su textura humedecida por el tiempo.
Benjamin se encaminó hacia el cuchillo apoyado en la esquina de la caja de cartón. Al tomarlo entre sus dedos, pudo advertir la calidez del mango y la hoja templada ejerciendo el contrapeso justo en su muñeca. Cuando lo balanceó en el aire quieto del desván, lo hizo con asombrosa destreza, como si se tratara de una extensión de su cuerpo.
Se desplazó sobre el suelo de madera hasta un sector en el que pudo permanecer de pie sin necesidad de agacharse. Sus pies pisaron con precisión en los tirantes principales sin que tuviera que dedicarle atención al hecho. Aferró el cuchillo con la punta hacia abajo y lo condujo hacia su pecho desnudo. Inclinó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos y sintiendo que cada músculo del cuerpo se relajaba. Clavó la punta del cuchillo en su carne, hasta que se formó un punto rojo en torno al extremo de la hoja. Luego presionó un poco más, consciente de lo que aquello provocaba, y estableció un límite a la profundidad de la herida. Ese cuerpo sería su envoltura de ahora en adelante; sabía que tenía que tomar ciertas precauciones si pretendía conservarlo.
Mantuvo la presión del cuchillo y lo deslizó hacia abajo con lentitud, al tiempo que la punta rasgaba su piel en sentido vertical y un hilo rojo crecía desbordando sangre en uno y otro sentido. Con el rostro fijo en el techo, sentir la consistencia espesa y el rojo casi negro de la sangre chorreando por su cuerpo le produjo una sensación de excitación.
Repitió la operación otras cinco veces, cortando superficialmente la carne en tiras verticales a lo ancho de su pecho. Sus pantalones no tardaron en teñirse de rojo, y un círculo irregular de gotitas se formó en torno a sus pies. Tras cambiar el cuchillo de mano, utilizó el índice de la mano derecha para repasar la primera herida. Un coágulo sangriento se formó en la yema del dedo e inmediatamente una cinta de sangre fresca nació en su pecho para reemplazar a la que había sido tomada. Extendió el dedo con sangre hasta la pared trasera y comenzó a escribir su nombre en la superficie grisácea. Recargó sangre cada vez que lo necesitó, recurriendo a cada una de las heridas según su conveniencia. Las letras se fueron formando poco a poco en la suciedad de la pared.
La obra le llevó un buen rato. Pinceló con su dedo las ocho letras desvencijadas, observando cómo a medida que avanzaba las primeras se secaban y adquirían un aspecto oscuro. Pequeñas lágrimas moradas colgaban de sus primeros trazos, endureciéndose como ocurría con sus propias heridas.
Cuando terminó, se alejó y observó.
La rejilla que le había servido de ventana diminuta hacia el mundo estaba debajo de su nombre, empequeñecida.
Ya no la necesitaba.
Ya no necesitaba el sitio que lo había albergado durante tanto tiempo, mientras esperaba su oportunidad de regresar al mundo del que había sido arrancado prematuramente.
Había consumido cada instante allí arriba decepcionado, enloqueciendo frente a la monotonía del tiempo trayendo consigo instantes repetitivos, envueltos en una negrura espantosa. En ese mundo, sin promesas de salida, su existencia incorpórea se había limitado a recrear el horror que lo había lanzado a este infierno.
Oscuridad absoluta, como en una noche sin luna.
Sólo que en una noche sin luna él haría algún sonido, cualquiera, incluso un golpe, y su madre acudiría y le hablaría en un tono suave, encendiendo una luz para tranquilizarlo.
Pero nadie había acudido por él.
NADIE.
Lo dejaron allí, a merced de la oscuridad. La oscuridad que ellos sabían que le aterraba. TODOS ELLOS lo sabían, y sin embargo no les había importado. Sus ojos no podían con ella, ni su mente. Traía consigo formas monstruosas que se ceñían sobre él, acosándolo.
Treinta años de horror. Mucho tiempo. Pero no lo suficiente para borrar el dolor de una muerte agónica.
Salir.
Salir al mundo.
Caminó hacia la boca del desván. Tenía muchas cosas por delante que debía hacer, y el simple hecho de pensar en ellas hizo que experimentara una gran ansiedad. Se avecinaban tiempos de sufrimiento. El mismo sufrimiento que él había padecido encerrado allí como un animal enfermo.
De pie junto al acceso, listo para atravesarlo, se volvió por última vez hacia el desván. Aunque lo conocía de memoria, lo recorrió simbólicamente en señal de despedida.