El niño que observaba aterrado desde el desván, incapaz de moverse, pestañear o siquiera pensar, había oído lo suficiente para que un terror visceral se apoderara de él. Tenía el vello de la nuca erizado y el corazón congelado. Sentía el poder devastador de cada palabra pronunciada allí abajo destruyéndolo por dentro. Sílabas afiladas, letras escarpadas, pequeñas sierras dentadas provocando heridas cortantes, hiriéndolo de forma irreparable.
El tiempo se detuvo, o sería más acertado decir que dejó de existir.
El límite entre la cordura y la locura resulta un sitio peligroso, más aún cuando se lo visita siendo apenas un niño. La imaginación, o la mente misma, constituye la única defensa y, a la vez, se convierte en nuestro peor enemigo.