Sólo parte de su camisa a cuadros estaba dentro de los pantalones de trabajo. Los faldones de la otra mitad colgaban hasta la rodilla. Su cabello, peinado esa mañana, seguía ahora el patrón de la camisa, sacudiéndose en mechones sobre la frente perlada de sudor.
Ralph Green se apoyó contra la pared del pasillo para recuperarse. El aliento ebrio surgía de su boca en pequeñas ráfagas calientes. Apoyaba su mano en el empapelado gastado cuando, ante sus ojos vidriosos, la pared se desmoronó sobre él. Fue curioso, porque no sintió presión sobre sus dedos, sino como si éstos traspasaran el muro y éste simplemente… arremetiera contra él. Retrocedió asustado, trastabilló y estuvo a punto de caer cuando su cadera golpeó contra el marco de la puerta de acceso al pasillo. Sintió una punzada de dolor clavándose en la cadera, extendiéndose rápidamente a su columna y haciendo que se doblara en dos. Maldijo, al tiempo que lanzaba una mirada furtiva al suelo de la casa, moviéndose como si los listones de madera flotaran en agua, y amenazando con lanzarlo de bruces y romperle la mandíbula. ¿Por qué la casa le hacía eso? La casa que él mismo había diseñado y construido ahora lo trataba de aquella manera hostil.
Procuró avanzar por el pasillo, esta vez con los brazos abiertos, sosteniéndose en los dos muros laterales, cuyo propósito evidente era aplastarlo. Cuando con dificultad llegó al otro extremo, supo que la casa no era la culpable de nada, como había creído al principio. La culpa era de Robert. Si el niño hubiera respondido a su llamada la primera vez, él estaría ahora acostado en la cama, descansando plácidamente. Sin embargo, se había ido de casa; probablemente al bosque o con ese amigo nuevo que tenía: el hijo de Dawson.
—¡Oye…, mierda! —volvió a gritar al comedor vacío, sabiendo que no obtendría respuesta.
Se sorprendió por la claridad con que sus pensamientos se formaban en su cabeza. Era su cuerpo el que no respondía como debía. Y ésta había sido la razón por la que había tenido que regresar a pie desde la casa de Frank Dodger, dejando abandonada su furgoneta. Ahora que lo pensaba, Frank también tenía algo de culpa. Si no se hubiera puesto pesado con lo de rememorar viejas anécdotas y beber unas copas, nada de eso hubiera pasado. Pero estaba ese otro sujeto cuyo nombre se le escapaba ahora, ese amigo de Frank al que no conocía, con su rostro asustado y sonriente. Frank había estado bebiendo unas cervezas con su amigo cuando Ralph pasó a saludarlo sólo un momento, y tuvo la idea brillante de presentarlo como la persona con el arsenal de anécdotas de mujeres más graciosas. «Cuenta la de la muchacha a la que le encontraste un diente en el vello de la entrepierna», pedía Frank desternillándose de risa… «¡Cuéntala, Ralph!». Y entonces Frank le había pedido a gritos a su esposa que trajera otra botella de whisky: una de las especiales. El sujeto sonriente denotaba un interés especial por Ralph; era evidente que Frank ya le había hablado de él y de su batería de anécdotas de burdel. Ralph sabía que todas esas experiencias lo colocaban en una posición de privilegio entre sus amigos y, aunque muchas de las anécdotas no le pertenecían realmente y otras simplemente se las había inventado, una oportunidad para contarlas no debía desperdiciarse.
Siguiendo las órdenes de su marido, Lauri depositó sobre la mesa una botella de Jack Daniel’s y se apresuró a marcharse con la mirada asustada, no sin antes recibir un pellizco en el trasero por parte de Frank. Buena chica. Ralph se sentó y venció la poca resistencia que ofrecía su cerebro, dejando que un ardiente sorbo de whisky le incendiara la garganta. El calor de la bebida fue bien recibido por su cuerpo, que inmediatamente se relajó, presto a recibir más brebaje color miel.
Ralph disparó su arsenal de anécdotas y no tardaron en estallar las risotadas de Frank, seguidas por las risas chillonas de su amigo, por momentos más penetrantes que las del propio Frank. A la primera botella siguió una segunda, acompañada lógicamente por la entrada de la aterrada Lauri y de su correspondiente pellizco en la nalga.
Dieron cuenta rápidamente de la segunda botella, y aunque Ralph sentía su mente trabajar con claridad y las palabras que entretejían sus historias seguían siendo inteligibles, la habitación le daba vueltas y su cuerpo se balanceaba hacia los lados y hacia delante. Frank reía ahora casi sin detenerse, golpeando la mesa con los nudillos enrojecidos o su vaso. Luego insistió en que tomaran una botella más. Procuró acercarse a Ralph diciéndole entre gritos deformados que él mismo podría recibirla, remarcando sus palabras con un guiño de ojo.
Frank pidió una tercera botella con su voz convirtiéndose en un trueno dentro de la casa. Lauri hizo su aparición con resignación, con sus ojos enrojecidos por el llanto, y esta vez experimentando con horror cómo la mano de Ralph Green, que resultó ser más insistente que la de Frank, le masajeaba el trasero.
Casi no hablaron durante la siguiente media hora; o al menos no mantuvieron una conversación coherente. Se limitaron a vociferar comentarios aislados, entrechocando sus vasos y bebiendo a pesar de sus lenguas entumecidas. Ralph estaba seguro de que, cuando se marchó de casa de Frank, era el único de los presentes que tenía conciencia de lo que ocurría. Sabía que no podía conducir en ese estado, por lo que debería regresar andando (lo que fue motivo de irritación aun en su estado de júbilo). Vio su C25 resplandeciente bajo la luz de una farola. Sintió la tentación de encaminarse a su furgoneta, pero sabía que su cuerpo no le respondía como su mente cuando bebía. Caminaría. No quería morir entre hierros retorcidos. Él no se merecía eso.
Recorrer casi un kilómetro, que era la distancia que separaba la casa de Frank de la suya, fue una experiencia difícil. No recordaba mucho, pero sí era consciente de la dificultad que le exigió avanzar en la oscuridad, manzana tras manzana. Otro de los recuerdos de la travesía era la mágica idea de llegar a su casa y entregarse a un descanso reparador: desplomarse en su cama —que no debía compartir esa noche— y dejarse engullir por las fauces del sueño.
Sin embargo, al llegar, Robert no respondió a sus llamadas, y eso lo complicó todo. Se suponía que debía buscarlo, y eso hizo, ¿era su padre, no? Pero la búsqueda fue en vano. A medida que recorría la casa fue comprendiendo que si Robert se había marchado debía de haber tenido una razón —una desobediencia— y tal cosa despertó su ira de inmediato. Seguramente el niño tenía intenciones de regresar por la noche, cuando él estuviera durmiendo, asumiendo que por la mañana las cosas serían diferentes; que Ralph habría olvidado lo que fuere que el chico había hecho.
Sólo que Ralph había cambiado de idea en cuanto a sus planes para esa noche.
Esperaría al mierda. Claro que sí.
Mientras atravesaba el comedor con sus nuevos planes en mente, una silla se desplazó de repente interponiéndose en su camino y haciendo que su rodilla diera de lleno en el canto. Se sentó en la silla casi por instinto, aullando de dolor y masajeándose la zona golpeada. Por la mañana tendría una magulladura importante allí, pensó, pero no importaba, lo añadiría a la cuenta por saldar con Robert.
Llegó a la cocina dificultosamente, previendo y eludiendo los ataques de la casa, hasta que estuvo frente a la alacena en la que guardaban las bebidas. Introdujo su brazo entre las botellas a medio llenar y observó con horror que las mismas se desplazaban de un lado a otro como si pretendieran evitar ser tomadas. Ralph les gritó que se quedaran quietas, que lo dejaran tranquilo, y se concentró al máximo para lograr que su mano alcanzara el fondo de la alacena, donde, con inusitada precisión, se aferró a una botella de whisky llena en sus tres cuartas partes. La sacó y, mientras sonreía, dio una palmada a una imaginaria Lauri que su cabeza proyectó a su lado. La idea le resultó tan graciosa que lanzó un par de risotadas histéricas y emprendió el regreso a…
¿Adónde iría?
Revisaría la habitación una vez más.
Botella en mano, echó un vistazo a la habitación de Robert, esta vez sin entrar, aferrado al marco de madera y asomando la cabeza que se bamboleaba sobre su cuello. Lo llamó dos veces a viva voz, sabiendo que no obtendría respuesta.
Avanzó por el pasillo, sin rumbo. La puerta de la habitación de Marcia estaba cerrada, tal como lo había estado desde su partida con Debbie. La miró un buen rato, ceñudo. Su tronco se contorsionaba sobre los engranajes de su cintura mientras se concentraba en abrir la botella que aferraba en su mano derecha.
¿Y si estaba allí? ¿Y si pretendía engañarlo escondiéndose en la habitación de su hermana creyendo que él olvidaría buscar allí?
Pues si ése era el caso, había cometido un error. Ralph entró apoyándose en el picaporte, valiéndose del impulso de la puerta para entrar con ella. Parecía que no había nadie, pero decidió que su búsqueda sería un poco más intensa en este caso. Animándose con un trago bebido directamente de la botella, se aventuró a registrar el armario y luego debajo de la cama. Cuando la esperanza de hallar allí a Robert se desintegró, su mirada se posó en la fotografía de Marcia sobre la mesilla de noche. Se acercó y la agarró con la mano libre.
¿Dónde se ha metido el desgraciado de tu hermano?
Marcia, con su sonrisa enajenada, se limitó a observarlo con expresión ausente desde la fotografía. En ésta, le habían colocado un gorro de Santa Claus, cuyo extremo colgaba hacia un lado ocultando parte de su rostro. Era imposible lograr que Marcia mirara a la cámara cuando le sacaban una fotografía, y aquélla no había sido la excepción. Ralph apartó la vista del marco que encerraba el retrato de su hija y sintió que la habitación comenzaba a girar. Sin nada a lo que asirse, sería poco lo que podría hacer para impedir partirse la crisma.
Se apresuró a dirigirse a uno de los rincones de la habitación, junto al armario. Se deslizó poco a poco contra el encuentro de ambas paredes, mientras aún sostenía la botella en una mano y la fotografía de Marcia en la otra. Bebió un largo sorbo de whisky, sintiendo cómo templaba el tobogán entumecido de su garganta. Sus ideas se clarificaron. El letargo que lo había embargado durante el regreso desde casa de Frank Dodger se evaporó.
—¿Zabes? —le dijo a la estática Marcia—. Ojalá no regreze… Zu madre lo echará de menoz un tiempo… pero despuéz… despuéz se le va a pasar… como con el ootro. —Una carcajada—. Puede que no zea lo mmismo al priiiinzipio; que lo sienta um poco máz… Éste al menoz come solo…
Con el apoyo firme que constituía el rincón, Ralph se sintió a gusto. Mientras humedecía sus palabras con chorritos cortos de alcohol, conversar con su hija le pareció grandioso. ¡Podía contarle tantas cosas…! Algunas cosas que ella aún no sabía y otras que, si bien conocía, su cerebro autista no le permitía ver desde la perspectiva correcta.
—Te contaré un zecreto —anunció, observando a su hija aunque ella le negara la mirada—. Cuando naziste, tu madre no eztaba bien… por dentro… Yo lo zupe y ze lo dije máz de una vez. Algo no estaba… bien. Algo… fallaba. Tener un primeer hijo retrazado es una coza, pero luego… ooootro que vive en la luna… Noooooo, nooooo. Hazta un eztúpido lo zabbe. Cuamdo Benjamin murió… le dije que zería para mejor… pero… no lo entendió… así zon las mujerez. Lentaz para entender las cooosaz.
Ralph se detuvo, inquieto por la aparición de un reflejo inesperado en el cristal que cubría la fotografía de Marcia. Inclinó el portarretratos buscando eliminarlo, pero comprendió que aquello no había sido un reflejo. La fotografía se había movido. Las facciones de Marcia se recompusieron y dirigieron una mirada cuerda a su padre; una mirada acompañada de una sonrisa plena.
—Cuéntame cómo te deshiciste de él, papá —preguntó Marcia con la voz más musical del mundo—. Cuéntame cómo nos libraste de él.
Ralph sonrió. Su hija estaba orgullosa, claro que sí. La forma en que lo observaba ahora, aguardando con atención, era una prueba de ello.
—Tú teníaz un año. Benjamin tendría unoz nueve… puede que diezz. No sé. Podría hacer cuentaz, pero dejémoozlo ahí. Para eze entoncez tu madre empezó a viajjar a Concord contigo… diziendo que debía verte un especialista. Pronto zupe que no era ziierto… y que problabemente aprovechaba el viaje para tirarze al estúpido de zuu hermmano… del que ziempre zospecheé que zemtía algo por ella. De todas maneras, no me importó gran coza.
Marcia sonrió.
—Permití loz viajez a Concord por propia conveneienzia. Tú saabez… no tenía derecho a zer la únicaa con libertadez. Pero el niiño era um verbadero probleema; requería cuidadoz… que demaandaban tiempo. —La voz de Ralph era pastosa y aletargada—. Una de las vecez, tu hermano eztaba particulrmente molezto. Le preparé comida y se negó a comerrla, y a eso ziguió una zerie de berrreoz que ni ziquiera a golpez entemdió que no eran apropiaaadoz. Te lo digo: eze niño no entendía las cozas.
—Tenías que deshacerte de él, papá. Sin duda alguna.
Ralph se sorprendió gratamente con el modo en que pensaba su hija. Además, le gustaba su voz.
—Eze día había hecho planez. Planez… para la nooche. Muy ezpeciales. No estaba dispueesto a que el niño los arruinara. Temía que hiziera algo que no debía… y para ezo era un ezpezialista… de modo que decidí enzerrarlo. —Ralph hizo una pausa y rió—. Lo enzerré en el desván y fijé la placa con una zerie de alambrez. Cuando lo conduujje allí… el desgraaziado lo sabíaa… de algún modo lo zupo y empezó a chillarrr. Supongo que no era taaan retrazaado después de toodo.
Marcia abrió los ojos y aún más la boca. Señaló con su dedo en blanco y negro en dirección al techo, con la expresión en el rostro de alguien que conoce un secreto.
—Fuee uma gran idea —convino Ralph—. Cuamdo salí de la casa… aún podía ezcuchar sus gritoz, pero me azeguré… de que no fueran audiiblez dezde las cazas veezcinas. Una jugada inteligeente de mi paarte.
Ralph apartó por primera vez los ojos de su hija. Bebía sin desviar su atención del portarretratos, cuando advirtió que había tenido que empinar la botella más de lo que lo venía haciendo hasta el momento. Perplejo, comprendió que quedaba menos de un cuarto de su contenido.
—Al regrezar eza noshe… aunque quizzás fue al amanezer, no escuché ruidos… zupuse que el niño se había dormido… Yo mizsmo tenía sueño… azí que me dormí.
Marcia juntó sus manos y se recostó en ellas, cerró los ojos y sonrió. El pompón de algodón del gorro cayó sobre sus labios, pero lo apartó con un soplido.
—A la mañaana ziguiente… el niño eztuvo callado. Pero no duró demaziaado… arremmetió con una zeerie de quejidos y lammentos inzoportaaables. Fue en eze momento cuamdo comprenddí la magnitud del asunto… y que tenía fente a mis narizes la zolución a los problemas de tu madre. Deebía deshazcerme del niño. ¿Cuaaánto podía seguiir protestamdo? Era débil… según mis estimaciones, en poco tiempo deebía dejar de hacerlo… y luego… luego no habbría de que perocuparse. ¿Verdad que fue una… decizión acertada?
Marcia asintió varias veces con rapidez.
—Le aliviaaría a tu madre, la carga de tener que ver todoz loz ddías eze hijo mal hecho. Ni ziquiera teendría que deezcirle… cómo había ocurrido. Máz tarde penzaría en alguna explicazión. Primero tenía que ezpeerar que se canzara de gritar… y de dar golpezs. Te diré otra coza… ¿prometez no dezir nada?
Marcia negó con la cabeza y extendió los dedos de la mano derecha en señal de juramento. Ralph apuró el final de la botella, pero después de inclinarla hasta que estuvo casi en posición vertical sobre su cabeza, comprendió que estaba vacía. La dejó a un lado, calculando los movimientos necesarios para apoyarla en el suelo, pero en el último momento advirtió que éste se desplazaba hacia arriba, golpeando la base de la botella con violencia. La botella no se rompió, pero Ralph sintió un latigazo en el brazo que finalmente originó un hormigueo espantoso en su hombro.
—¿Duele, papi?
—Algo.
—Ibas a hacerme una confesión…
—Claro… Cuamdo Benjamin gritaba, enzerrado en el dezván, sentí una exzitación crecieennte con cada griito. Ez de hombre reconozer las cosas… y ezo… ezo es lo que sentí. Me dije que era juzto que zufriera… su exiztenzia nos habbía hecho sufrir a mí y a tu madre, de modo que era juzto. Bazta ir al bosque para ver a dezenas de padres jugaando con sus hijoz… y yo nunca habría podido hazer ezo con eze mocozo tonto.
—¿Tardó mucho Benjamin en morir, papi?
—El jodido rezistió. La primera vez que subí a ver… habían pazado doz díaz. Creí que estaba muerto. Eztaba pálido y retorzido… como un feto. Pero vivo. Eze día fui a dormir, zabiendo que al día ziguiente todo habría terminado. Fui a verlo y había dejado de rezpirar.
—¿Qué hiciste con el cuerpo?
—Sabía que lo preguntarías, hija. Puez lo llevé a pezcar a Union Lake. Até zu cuerpo al asiento delantero y me azeguré de que vaarias perzonas nos vieeran. Saludé a muchas de ellas… zin detener el coche… Hazta me di el gusto de pezcar un rato antez de lanzarlo dezde un peñazco y ver cómo ze estrellaba abajo, entre laz rocas.
—¡Qué inteligente!
Marcia aplaudió una y otra vez.
—Ziiiiiií. El agua ze lo llevó… unos adolescentes lo encontraroon máz tarde. Nadie sozpechó naada. Tu madre creo que sí sospechó algo. Occurrió lo que yo zaabía ocurriría… ella estaba agradecida de haberze librado de la mierda de hijo que tenía.
»Pocoo tiempo dezpués ze le metió en la cabeza la idea de tener otro hijo. La complazí y nació Robbert; su primer hijo normal. Zupe era la recompensa por haber quitado dell medio al otro. Tu madre eztaba como loca con el nuevo crío. Elegí perszonallmemte un nombre dezente.
—Robert Green —apuntó Marcia.
—Sí. Reconozco que hazta yo me sentí algo entuziasmado… pero ezo fue haztaa que comprendí que… más allá de zu aparienzia… algoo no estaba bien con él tampoco. No le gustan mucho los deportez y ez miedozo. Zu maadre lo apaaña, ezo es lo lamentable… con ezoz libroz para mariconez que le compra. Y ahora ze ha ido… lo cual me da la razón. Si el mierda tiene algo de inteligencia, zabe que entonces ez bueno que no regrezee nuuuunca.
—¿Le pegarás si vuelve?
Ralph rió. Una carcajada larga y chillona fue suficiente para una respuesta que consideraba obvia.
—Papi, nunca te librarás de mí, ¿verdad? No harás conmigo lo mismo que con Benjamin, ¿no es cierto?
—Noooo… zabes que no.
—Yo tengo algo que te gusta, ¿no es así, papi?
Ralph asintió sonriendo. Marcia se contoneó en la fotografía, se levantó la falda y se masajeó la entrepierna con dos dedos delgados. Luego los alzó a la altura del rostro, desplazándolos como si hiciera un pase de magia, y los introdujo dentro de su boca.
Ralph reía, bamboleando su cabeza como un títere sin dueño, recordando las veces que había entrado furtivamente en la habitación de Marcia. La habitación que hacía tiempo se había desdibujado ante sus ojos…