Cuando Matt despertó, sintiendo vestigios de la tensión del encuentro con la policía la noche anterior, supo que ese día las cosas serían diferentes. Su comportamiento durante el encuentro con el agente Timbert había sido sumamente infantil y estúpido. En contraposición con Randy, que había controlado la situación sin inmutarse, él había sido presa de un miedo irracional que lo llevó a temblar como un cachorro mojado ante cada insinuación del policía. Evidentemente debía mejorar en ese aspecto, pero no dudaba de que con el tiempo lo haría. Con esa idea en mente concilió el sueño, y al despertar se sintió renovado y lleno de planes para el día que empezaba.
Primero fue de compras. El cumpleaños de Andrea era la semana próxima, el 12; ella suponía que él no lo recordaba, pero estaba equivocada. Era una suerte que el cumpleaños de Andrea coincidiera con el de su ídolo, Mark Knopfler. Matt no olvidaría nunca en su vida el cumpleaños de ninguno de los integrantes de Dire Straits.
No le resultó difícil conseguir el regalo que buscaba. Tras recorrer un par de tiendas, se decidió por un modelo que consideró apropiado, pagó en efectivo y uno de los empleados lo ayudó a trasladar la caja de cartón hasta el asiento trasero de su Honda. Conforme con su compra, condujo hacia las afueras de Carnival Falls, paradójicamente muy cerca de la gasolinera en la que el día anterior Cinta les había hecho entrega de la droga. A la luz del día, el incidente junto a la máquina expendedora de refrescos le parecía fruto de un sueño.
Su plan continuó con una visita a Ronald Robins, un deudor crónico de los servicios legales de su padre. Robins tenía un taller mecánico, muchas exesposas y una deuda creciente con Ted Gerritsen. No sería la primera vez que Matt se aprovechaba de la situación para solicitarle favores.
Robins estaba tendido en el suelo debajo de un Subaru desvencijado cuando oyó los pasos. Preguntó con voz carrasposa quién se acercaba y, al no obtener respuesta, salió mascullando y arrastrándose, encogiendo su estómago hinchado de cerveza. Al asomar su rostro grasiento no pudo esconder su fastidio. Tenía claro que si un Gerritsen lo visitaba no era precisamente para regalarle cupones de descuento.
—Gerritsen, ¿qué tal? Creí que tu día empezaba al mediodía.
—Muy gracioso. Robins, voy a necesitar algo de tu equipo.
Robins resopló al ponerse en pie. Se limpió las manos con un trapo que colgaba de uno de los bolsillos delanteros.
—¿Qué es lo que necesitas? Puedo darle el jodido taller a tu padre, créeme que lo he considerado. —Se rió con desgana.
Matt pensó la respuesta. Sabía que sería más efectivo mencionar que el equipo era para cumplir con un cliente de su padre. Si Robins hablaba con él para verificarlo, podría arreglarlo. Podría decirle a su padre que era para el Honda y que prefirió no ser del todo sincero para ser más persuasivo con Robins. Matt sabía que aquélla era una característica que su padre respetaba; como abogado decía que la persuasión era el motor del éxito en la profesión. A Matt le importaban un rábano la abogacía y las tácticas que la misma traía implícitas, pero prefirió no ignorarlas esta vez.
—Necesitaré la soldadora y la cortadora. Serán sólo tres días. Cuatro a lo sumo. El trabajo es para un cliente de mi padre.
—¡Tres días! Cielos, Gerritsen, ¡son herramientas de trabajo! No puedo.
—Sí puedes. Serán tres días. Si las necesitas, puedo traerlas —mintió Matt.
—Si las necesito… ¡claro que las necesito! Utilizo la soldadora tantas veces como voy a mear. —Mostrando una serie de manchas en su delantal de trabajo, agregó—: Estas quemaduras no son de los fuegos de Navidad. A veces sueño con las jodidas chispas.
—Robins, no exageres. Puedo llevarme la pequeña. Este cliente es muy importante y mi padre te estará sumamente agradecido. También necesitaré gafas de protección.
Sabiendo que no tenía otra salida, Robins accedió. Le suplicó que en tres días le devolviera el equipo y lo ayudó a cargarlo en el maletero del Honda.
—¿Qué es eso que tienes en el asiento trasero? —preguntó el hombre en tono burlón—. ¿Me lo darás a cambio de mi equipo?
—Es un regalo para mi novia. Gracias por esto. Mi padre te estará sumamente agradecido.
—Piérdete, Gerritsen. Me has arruinado el día.
Matt condujo hacia la casa de la abuela de Randy, conforme con las faenas de la mañana. El vecindario estaba desierto y decidió que no corría riesgos si guardaba el Honda en la entrada para vehículos junto a la furgoneta. Tenía pensado trabajar buena parte del día, hasta la hora de ir a casa de Andrea. Si mantenía un buen ritmo, creía poder terminar el trabajo de acondicionamiento de la caja de la furgoneta en tres días, lo cual constituiría todo un récord. Haría un buen trabajo. Randy se sorprendería con los resultados.
Al mediodía compró algunas provisiones para los días siguientes y las guardó en la nevera. Separó para el almuerzo un trozo de pastel de verduras, un sándwich de pollo y una Pepsi. Comió rápido, sentado junto a una esquina de la mesa de la cocina. Al terminar se dirigió al jardín trasero.
Decidió que primero sería prudente ocuparse del regalo de Andrea, y así lo hizo. Todo marchaba según el plan. Matt no era consciente del detalle, pero era la primera vez en su vida que tenía un plan para algo. Era a corto plazo, cierto, pero era un plan. Su vida no flotaba como un globo a merced del viento en la mano de un niño. Un niño que podía soltar el globo de un momento a otro y mandarlo al demonio. Cada punto de su planificación que se concretaba era un indicio más de que alcanzaría su meta.
A la una y media Matt se hallaba tendido en el suelo de cemento, demarcando la chapa cuidadosamente con un grueso lápiz con mina de carbón. Un error pequeño podría corregirse, pero no podría permitirse el lujo de fallar por mucho. Kallman no tendría otra pieza de aquéllas, ni él el tiempo para volver a empezar de cero.
Las dos horas que había establecido para el trabajo se diluyeron delante de sus narices. Durante la primera media hora echaba un vistazo a su reloj de vez en cuando; luego dejó de hacerlo y se sumió obsesivamente en el trabajo. Cuando sonó su móvil, al principio el timbrazo le resultó ajeno; como si se tratara de la alarma de algún coche en la calle. Al décimo timbrazo comprendió que se trataba de su teléfono y que había estado tan abstraído en el corte de la chapa que se había olvidado del mundo. Observó su reloj. ¿Cuánto tiempo había pasado?
Respondió la llamada.
—¿Matt, ocurre algo? —preguntó Randy.
—No, es sólo que… —Matt enmudeció.
—¡Matt!
—Randy, disculpa, es que tengo que ir a casa de Andrea.
—¿Cuándo?
—Pronto.
—¿Estabas trabajando?
—Sí.
—Matt… ¿Qué has hecho con la mercancía?
—Está segura.
—¿Pero qué has hecho con ella?
—¿Por qué quieres saberlo?
—No soy precisamente yo quien quiere saberlo.
—No cometeré una tontería, Randy, te lo aseguro.
—Lo sé. Pero debes decirme qué has hecho con ella.
—La he colocado en…