La idea de un almuerzo al aire libre fue de Allison, y conforme la exponía en voz alta, su voz adquiría una cadencia acelerada, de ferviente entusiasmo, que dejó a Mike sin aliento. En cuestión de segundos tenían un plan entre manos. La conversación entre ellos se sincronizó como el mecanismo de un reloj, como había ocurrido en The Oysterhouse; cada palabra se entretejía con la del otro como si estuvieran predestinadas a pronunciarse en el preciso momento en que lo hacían. El periódico pronosticaba un día soleado y agradable; podrían improvisar una mesa en el jardín trasero. Allison lo deleitaría con un plato especial y Mike se encargaría del vino y el postre.
Al llegar, Mike le entregó a Allison el vino y un recipiente de helado con solemne concentración, y lo que recibió a cambio fue un beso rápido en esa zona intermedia entre la mejilla y los labios. Mike se limitó a permanecer de pie, observándola desaparecer tras el arco que daba acceso a la cocina, y así permaneció un rato: evocando el modo en que el cabello recogido en una cola de caballo se agitaba al compás de sus caderas.
Mientras Allison daba los últimos toques en la cocina, Mike y Tom se encargaron de trasladar la mesa de plástico y de colocar los utensilios sobre ella. A Mike no le pasó inadvertida la forma en que la mujer los observaba mientras juntos decidían cuál sería la mejor ubicación para la mesa. Mike sugirió colocarla frente a la puerta trasera, donde la sombra cuadrada de la casa de dos pisos los cobijaría, pero Tom le explicó que aquello no duraría mucho tiempo. Era preferible, aseguró, colocarse en la parte de atrás, bajo el sauce, que les proporcionaría la sombra necesaria durante el almuerzo y más tarde también. Mike estuvo de acuerdo y se puso manos a la obra. Disimuladamente, consultó la decisión con Allison por medio de un gesto a través de la ventana de la cocina, y la respuesta llegó en forma de un círculo formado mediante el índice y el pulgar de su mano derecha.
Tom se encargó de transportar los cubiertos, y Mike, de distribuirlos en la mesa. La comida vino después: tres fuentes de ensaladas y carne al horno con verduras. Mike pocas veces había comido carne tierna como aquélla, o quizás fuera la situación la que contribuyó para que así lo pareciera. No lo sabía. Durante el almuerzo conversaron animadamente; la tarde fue haciéndose menos luminosa y la sombra protectora del sauce se estiró cerniéndose sobre ellos como una garra oscura.
—¿Es cierto que tienes una casa junto a un lago? —dijo Tom. Había permanecido en silencio buena parte del almuerzo.
—Sí, es cierto —respondió Mike. La pregunta que instintivamente acudió a su mente fue cómo era posible que Tom supiera tal cosa, pero la respuesta era sencilla: Ben se lo habría dicho.
Mike les habló de Maggie Mae, la casa en Deph Lake que aún conservaba, y a la que solía acudir de niño, algunas veces incluso en compañía de Robert. Por aquellos días, comentó, ocupaba el tiempo cabalgando, jugando al béisbol o con el único amigo que había hecho en aquel paraje donde los vecinos eran casi todos residentes de verano. Su amigo vivía solo con su madre y juntos hacían de las suyas, como importunar a Crispin Rippman, un anciano de la edad de piedra cuyo hijo se ocupaba actualmente del mantenimiento de las propiedades de la zona, entre ellas la de los Dawson. El relato suscitó un interés inmediato. Mike les dijo que el hombre sufría Alzheimer avanzado y que, si bien en esa época no tenía una noción precisa de lo que provocaba esta enfermedad, ambos sabían que el bueno de Crispin apenas podía recordar un puñado de cosas. Casi no reconocía a su hijo, por ejemplo, y desconocía por completo a su nuera, a quien se refería como esa mujer entrometida.
—Teníamos la costumbre de visitar a Crispin en su casa. Era un viejo conversador —explicó Mike a su interesada y reducida audiencia—. Cuando nos presentábamos en el porche de su casa, nos observaba con recelo, entrecerrando los ojos y estudiándonos con cautela. Habíamos aprendido que si guardábamos silencio y manteníamos nuestros rostros serios, Crispin nos hacía pasar a su casa.
El relato prosiguió sin interrupciones. Una vez más, las palabras fluían sin dificultad, y Mike se vio dirigiendo la conversación sin saber hacia dónde la conduciría exactamente; como un pastor que guía a su rebaño sin demasiada prisa, limitándose a echarle un vistazo de vez en cuando, disfrutando del aire libre. Por momentos ni siquiera era consciente de lo que decía. Hablaba de tiempos lejanos, de tiempos buenos, de cómo Crispin Rippman evocaba sus épocas de trabajador en el ferrocarril, a su hermano muerto en la guerra o las nanas que le cantaba su madre.
El anciano tenía una facilidad notable para recordar el pasado. Hablaba con un cigarrillo en la boca y los ojos distantes. A menudo olvidaba su cigarrillo y entonces adivinar cuándo caería la parte carbonizada se transformaba en una diversión adicional para ellos. Mike dudaba de que su interlocutor supiera quiénes eran sus pequeños visitantes, o qué hacían en su casa, pero el Alzheimer hacía que esas preguntas no tuvieran importancia.
—Permanecíamos allí un buen rato. Debo reconocer que más de una vez las historias eran interesantes. Cuando nos marchábamos, nos lanzaba una mirada desdeñosa, pero incluso esa expresión no duraba más que un par de segundos. Nos alejábamos por el sendero hacia mi casa y media hora más tarde simplemente regresábamos…
Mike le preguntó a Tom si sabía lo que era un déjà vu, y Tom asintió.
—Pues eso es precisamente lo que sentíamos al regresar a casa de Crispin Rippman —dijo Mike—. El hombre se mostraba sorprendido, como si no nos hubiese visto en su vida. Y esta vez éramos nosotros quienes le pedíamos una historia en particular: la misma que nos había relatado hacía unos minutos. El divertimento consistía en adivinar los detalles de la historia en los momentos clave y ver las reacciones de Rippman.
Tom rió con ganas. Allison le dirigió a Mike una mirada de forzado reproche, pero que inmediatamente se vio contaminada por una sonrisa.
—¿Cómo reaccionaba cuando adivinabais la historia? —preguntó Tom.
Mike inició el relato de una de las historias favoritas de Rippman: la muerte de su perro Doux, un pastor inglés de doce años.
Cuando la muerte de Doux tuvo lugar, Crispin no era más que un niño de nueve años. Había convivido con su perro desde que tenía uso de razón y, según palabras del propio Rippman, aquélla había sido la primera gran pérdida de su vida; y uno nunca se recupera de la primera gran pérdida.
—Unos días después de la muerte de Doux, fruto de una displasia en la cadera, Crispin y su padre se dispusieron a desmontar la caseta del perro. Según su madre, la caseta era un nido de insectos y ocupaba mucho espacio. Según su padre, era algo que debía hacerse. Lo asombroso de la historia fue el descubrimiento que Crispin y su padre efectuaron ese día. A lo largo de los años, el perro se las había arreglado para acopiar objetos en la caseta: un reloj, adornos, una gorra del propio Crispin, un zapato de su madre, una fotografía de su padre y unos cuantos ceniceros. Por alguna razón, había desarrollado una predilección por los ceniceros. Doux había resultado ser un verdadero ladrón experimentado.
Mike les dijo que la historia de Doux era una de las predilectas de Rippman, y que la misma alcanzaba su momento culminante con la descripción de los artículos sustraídos por el animal.
—Algunas veces dejábamos que Rippman describiera los artículos uno a uno. Otras, simplemente nos adelantábamos y fingíamos adivinarlos. Nos los sabíamos de memoria, y el viejo solía abrir los ojos como platos al oírlos de nuestros labios.
Los tres rieron animadamente con el final de la historia.
Allison se marchó a la cocina poco tiempo después. Mike la sorprendió observándolos a través del cristal de la cocina y advirtió que apartaba la vista cuando él se fijaba en ella. El hecho lo sorprendió al principio, pero tras meditarlo unos segundos comprendió que la partida de Allison había sido deliberada. Algo perturbaba a Tom —resultaba imposible pasarlo por alto— y por alguna razón los había dejado solos para que hablaran al respecto.
—¿Qué ocurre, Tom? —preguntó. El niño tenía la vista fija en el regazo.
Tom alzó la vista. Respondió rápido, como si hubiera estado esperando que Mike, o alguien, le formulara la pregunta.
—He tenido sueños… Sueños que se repiten.
—¿Acerca de Ben?
—Sí.
—¿Quieres hablarme de ellos?
Tom lo pensó. Si bien había esperado la pregunta, también sabía que había ciertos detalles que prefería no revelar. Si las imágenes de su amigo mutilado eran producto de su mente, era mejor guardárselas para sí. Decidió que podría dar una versión reducida de los sueños, y aun así mantener su esencia. Además sabía que necesitaba hablar con alguien. Lo había intentado con su madre, pero cuando estaba frente a ella se arrepentía y decidía dejarlo para más tarde. Con Mike sería más sencillo, supuso.
—Transcurren en una isla —dijo al fin.
La frase evocó la isla forjada por su imaginación, habitada por seres que no dejaban verse, que alzaban sus lamentos para mezclarlos con el viento frío y susurrante. La isla que escondía formas talladas por la noche y que le deparaba la misma sorpresa que debía descubrir noche tras noche, una y otra vez…
—Siempre en el mismo sitio. La misma isla —siguió diciendo Tom—. Está oscuro… y en el sueño siempre corro. Busco algo, pero también escapo de algo. Lo gracioso es que no sé si prefiero encontrar lo que busco o ser atrapado… Corro sin saber adónde me dirijo. Lo hago durante un buen rato, no sé cuánto. De pronto escucho a Ben. Su voz me llega lejana al principio, y está gritando, pidiendo que lo ayude… Entonces corro más rápido, todo lo rápido que puedo. Quiero acercarme a Ben. Y lo encuentro…, siempre lo encuentro.
—¿Qué sucede cuando lo encuentras?
—Ben… está herido. Escucho su voz procedente de un hoyo en la tierra. Está allí dentro…
—No es necesario que sigas, Tom.