Mientras Danna y Robert Green yacían en su cama, sin poder dormir, Matt Gerritsen aparcaba su Honda delante de la casa de Randy.
Randy sonrió al verlo; su primo estaba siendo puntual. Se lo había pedido expresamente esa tarde por teléfono, y aunque lo notó un poco molesto por tanta recomendación, supuso que lo que realmente perturbaba a su primo era que esa noche utilizaran su Honda y no la furgoneta. Randy le explicó que cuando la furgoneta estuviera lista, la utilizarían para hacer el traslado hasta Nueva York, lo cual era a todas luces muchísimo más arriesgado. Además, si algo salía mal esta noche, poco importaría si viajaban en un Honda, un Mercedes o el Batmóvil; su suerte sería la misma.
Pero nada saldría mal, ¿por qué habría de salir mal?
Matt se pasó al asiento del acompañante y Randy ocupó el del conductor, también según lo acordado.
Transitaron por la carretera 153 en dirección norte. En el trayecto se toparon con un par de vehículos policiales y Randy notó que los músculos de Matt se tensaban. Lo tranquilizó diciéndole que no había de qué preocuparse, y aprovecharon la ocasión para repasar lo que dirían si la policía los detenía.
Randy no había dicho nada acerca del sitio al que se dirigían, y Matt no supo qué pensar cuando su primo se detuvo en una Texaco y se apeó. Se habían alejado unos tres kilómetros de la ciudad.
—¿Qué tal un refresco? —sugirió Randy.
Matt tenía la garganta seca, pero en lo que menos pensaba era en un refresco.
A la derecha, un callejón oscuro servía de albergue a una serie de cajones vacíos y a una maltrecha máquina de Pepsi, que a duras penas se las arreglaba para soportar el paso del tiempo. Matt vio a una muchacha que estaba sentada en el suelo, justo delante de la máquina expendedora. Tenía una bolsa de deportes azul entre sus piernas flexionadas y jugaba con una game boy. Sus pulgares accionaban los botones con presteza. Matt se preguntó qué podía estar haciendo a esas horas de la noche aquella muchacha, pero ni remotamente la relacionó con ellos.
En la parte trasera, ocultos en las profundidades de aquel callejón, dos hombres seguían sus movimientos con atención, sin que ellos lo supieran.
Randy oprimió el botón de entrega de la máquina expendedora, pero no obtuvo respuesta. Matt comenzaba a decirle que no funcionaría si no colocaba una moneda, cuando Randy le dio a la máquina dos ruidosas patadas que se encargaron de silenciar sus palabras. Masculló algo y entonces la muchacha se puso en pie y se les acercó. Tendría unos dieciocho años, a lo sumo, pero su rostro apocado hacía entrever que sabía lo que hacía. Llevaba el cabello suelto, sujeto por una cinta ancha. Cuando estuvo junto a ellos, arrojó la bolsa a sus pies y les entregó cuatro monedas.
—No funciona bien —dijo Cinta.
Randy asintió mientras introducía las monedas en la máquina.
—Es una noche agradable —continuó la muchacha—. Aunque por alguna razón hay más polis que de costumbre. No sé si se trata de un dispositivo policial o qué.
Cinta dio media vuelta y caminó, pero esta vez no hacia el sitio en que había estado sentada, sino que se internó en el callejón, dejando atrás su bolsa.
Bebieron los refrescos en el coche y al terminar arrojaron las latas por la ventanilla. El empleado de la Texaco, que los observaba desde el interior de la gasolinera, advirtió lo sucedido y gruñó algo en contra de la juventud y sus modales, pero cuando bajó la vista hacia la revista que estaba leyendo, el incidente de los dos jóvenes había quedado olvidado.
No se dirigirían a la autopista; regresarían por un camino interno. Sería más lento pero más seguro. El comentario de la muchacha respecto a la cantidad de polis dando vueltas era cierto, y ninguno de los dos quería averiguar cuáles eran las razones de semejante despliegue. Matt permaneció en silencio un buen rato. En el cielo no había luna, y la iluminación de los caminos que escogieron era escasa.
—Vamos, Matt. —Randy instó a su primo a que hablara, apartó una mano del volante y le asestó una palmada en la rodilla—. Casi hemos terminado hoy. Te noto intranquilo.
—Estoy intranquilo.
—No hay por qué inquietarse; en media hora estarás en tu casa, créeme. Mañana podrás ocuparte todo el día en la furgoneta si lo deseas. Por la noche podemos organizar una reunión, si tu noviecita te deja. Podría incluso llamar a Brenda.
—Sí, podría ser… ¿Randy?
—Sí.
—¿Por qué no me has dicho lo de la señal?
Randy lo miró intrigado.
—La máquina expendedora, la patada, la muchacha —dijo Matt con resignación—. Creo que puedo saber ciertas cosas.
—Sí, tienes razón, lo siento. Pero no sabía lo de la muchacha. Sólo sabía nuestra parte.
Matt no dijo nada. Creía que el estar al tanto le ayudaría a controlar un poco mejor la situación, pero probablemente no era más que una mentira para justificar su nerviosismo.
Al llegar a la ciudad, Randy transitó por callejuelas desoladas. La iluminación de las farolas los hacía vulnerables, era cierto, pero Matt se sentía agradecido de tenerlas sobre su cabeza. Al llegar a la intersección de las calles Oak y Maple, Randy frenó y tuvo un instante de indecisión. Finalmente, giró a la izquierda en Maple y avanzó. Unas quince manzanas más adelante giraría nuevamente a la izquierda y llegaría a su casa. Matt conduciría luego menos de tres minutos hasta la suya. Randy tenía razón, no había de qué preocuparse. Vislumbrar lo cerca que estaban de dar por terminado aquel día hizo que Matt se relajara por primera vez. La jornada había sido especialmente larga para él y sabía que, en cuanto apoyara la cabeza en la almohada, su mente se despediría de este mundo en cuestión de segundos.
Pero tras el giro, el Honda pudo avanzar apenas cien metros. Allí se toparon con el coche patrulla de Dean Timbert bloqueando la calle, y junto a él, el oficial, linterna en mano, indicándoles mediante señas que tuvieran la amabilidad de detenerse.
Matt sintió que el corazón se le congelaba en el pecho. Mientras Randy detenía el Honda, le dijo que recordara lo que habían hablado, todo sin dejar de sonreír.
Timbert se acercó al coche forzando su rostro de policía de película. En aquel momento se suponía que debía estar en su casa.
Los viernes eran noches de vídeo, y con Cindy solían alquilar una película y disfrutarla en su veintinueve pulgadas. Si la película resultaba buena, la miraban recostados sobre la alfombra rectangular, comiendo Snickers y palomitas de maíz. Si era mala, dejaban que las imágenes del televisor hicieran el show de luces y ellos se encargaban de hacer su propia película sobre la alfombra.
Últimamente casi todas eran malas.
—Hola, chicos.
La cara plana del policía resultó gigantesca al asomarse por la ventanilla del Honda.
—Buenas noches, oficial —repuso Randy sin dejar de sonreír.
—Chicos, será necesario que os registre. Bajad del coche y colocaos hacia el frente. Habéis visto suficientes películas y sabéis a lo que me refiero.
Timbert estaba fastidiado con todo aquello. Resulta que un duende de nombre McArthur o algo así se presenta de la nada, obsesionado con que Carnival Falls será el nuevo escenario de Traffic, y allí está él, en una callejuela perdida, registrando a niños, cuando en ese preciso instante, con Cindy…
Randy y Matt rodearon el Honda e hicieron lo que les había ordenado Timbert. Al hacerlo, observaron que en el asiento del acompañante del coche patrulla había otra persona. La silueta revelaba que podía tratarse de una mujer.
Timbert se acercó y los palpó. Notó que uno de ellos, el de cabello rubio, parecía particularmente nervioso y que su cuerpo tembló ligeramente cuando deslizó sus manos por su pierna. Sabía que tal cosa no significaba nada, que el simple hecho de estar en una situación así podía poner nervioso a cualquiera que no tuviera nada que ocultar, pero igualmente decidió no ignorar el detalle.
—¿Hacia dónde os dirigís?
—A una fiesta —respondió Randy.
Timbert les indicó con un gesto que podían abandonar la posición en la que estaban y, mientras ambos se incorporaban, preguntó:
—¿Qué clase de fiesta?
Randy tardó unos segundos mientras simulaba pensar la respuesta. Sabía que si respondía demasiado rápido, el oficial podría sospechar de ellos.
—Una despedida —dijo—. Un amigo en común que se muda con su familia a Chicago: Adam Hobson.
La información era real. Al padre de Adam lo trasladaban a Chicago. Si el poli resultaba saber algo de los Hobson, sería como ensartar todos los anillos en las botellas de las ferias ambulantes.
Matt sentía que la sangre de su cuerpo se había concentrado en sus pies. Se veía a sí mismo como un fantasma, flotando en medio de la calle con su rostro convertido en un globo blanquecino. Se limitaba a mantenerse en pie, incapaz de reaccionar, mientras Randy le respondía al policía. Estaba convencido de que el poli había notado su nerviosismo. Se dijo que si su corazón no empezaba pronto a hacer circular la sangre por sus venas, se desmayaría y terminaría de cagarla.
—Así que haréis una fiesta con vuestro amigo. Dadme vuestras identificaciones.
Ambos se las entregaron, solícitos. Timbert las miró apenas y caminó hacia la parte trasera del Honda. A través de los cristales oscuros logró ver la bolsa azul que descansaba en el asiento trasero. Sin detenerse, siguió hasta el maletero y lo señaló dando dos golpecitos en la chapa.
—Abridlo —pidió—. Me imagino que en esa fiesta a la que vais no habrá drogas, ¿verdad? —dijo, echando un vistazo al interior del maletero. Estaba vacío.
El policía dejó la frase en suspenso y la subrayó con el sonido seco del maletero al cerrarse. Observó los rostros perturbados vueltos hacia él. Caminó con paso firme y se detuvo junto a la puerta trasera.
—¿Qué lleváis ahí? —preguntó dando dos golpecitos rápidos ahora sobre el cristal.
Randy se adelantó y habló, y Timbert creyó advertir un leve temblequeo en el labio inferior. El otro joven, a quien Timbert en aquella atmósfera turbia encontró parecido a un joven Val Kilmer, seguía nervioso, con la vista vuelta hacia un lado, sin moverse.
—Algunas cosas —respondió Randy— para la fiesta.
—¿Puedo verlas?
—¿Cree que es necesario?… La verdad es que nos haría sentir un poco incómodos.
Randy se volvió hacia Matt en busca de aprobación, pero no encontró más que un gruñido ininteligible como respuesta.
—No tengo muchas cosas interesantes que hacer, así que echaré un vistazo de todos modos. —Timbert retrocedió—. Coloca la bolsa sobre el pavimento y ábrela.
Randy suspiró e hizo lo que el policía le pedía. Abrió la puerta trasera y arrastró la bolsa azul dejándola caer sobre la superficie dura del asfalto. Mientras se agachaba, pudo advertir con el rabillo del ojo que el segundo ocupante del coche patrulla salía de él. En efecto, era una mujer.
—Chico, ¿estás bien?
Matt tardó unos segundos en comprender que Timbert se dirigía a él. Procuró responderle que sí, pero sus cuerdas vocales rehusaron hacerlo. Ante la insistencia del policía, logró asentir con un movimiento apenas perceptible.
—Pareces a punto de desmayarte. Quizás deba llamar a una ambulancia.
—Es… estoy bien. Gracias.
—Bueno, ya veremos. Abre la bolsa, muchacho. Veamos qué tenéis ahí…
Randy obedeció.
Al ver el contenido, Timbert sonrió, se inclinó y rebuscó en la bolsa azul entre discos compactos y vídeos, todos estos últimos con portadas de mujeres desnudas. Por lo menos alguien tendría su noche de vídeo ese día, se dijo mientras volvía a erguir su cuerpo.
—Conducid con cuidado y disfrutad de vuestra fiesta —dijo Timbert al fin. El policía no se movió mientras el muchacho que llevaba las riendas devolvía la bolsa a su sitio y se introducía en el Honda a la velocidad de la luz. Val Kilmer, en cambio, retrocedió aletargado, sin quitarle los ojos de encima, y rodeó la parte delantera del vehículo, con su rostro lunar vuelto siempre hacia él.
Cuando los dos estaban de vuelta en el coche, avanzó y asomó su rostro aplanado por la ventanilla.
—¿No olvidáis algo? —Timbert sostenía entre sus dedos las identificaciones.
Randy se apresuró a cogerlas. Aceleró, y en pocos segundos dejó atrás el coche patrulla y las dos figuras humanas que los observaban de pie.
—Ha estado cerca —dijo.
Matt necesitaría unos minutos para recuperar el habla y poder pensar con claridad. El comentario de Randy era, sin embargo, condenadamente preciso; habían estado cerca. ¿Y si a ese policía se le hubiera ocurrido hacer una breve requisa en el interior del Honda…? Habría bastado con echar una miradita debajo del asiento de Matt para descubrir suficiente heroína como para que todos a cien metros a la redonda se sintieran diamantes y volaran por el cielo, incluida Lucy.