La planta de agua abandonada parecía poco amenazante aquella tarde soleada. Robert abandonó el Toyota en el sitio que una semana atrás había ocupado un camión de bomberos y recorrió el camino de acceso dejándose impregnar por el canto de los pájaros y el suave susurrar del lago pendiente abajo.
Durante las jornadas de trabajo de los buzos siempre había permanecido fuera del edificio, y lo cierto es que no había encontrado ninguna razón para volver a entrar. Ahora tampoco la tenía; sin embargo, ascendía por la escalinata principal, concentrándose por primera vez en el estado de abandono de la construcción.
Franqueó el umbral de la puerta y se detuvo a observar el suelo faltante, los restos de revestimiento de la madera arrancada de las paredes, los marcos sin puertas. Todo aquello que podía ser tomado prestado, había desaparecido. Avanzó hacia la izquierda, atraído por la presencia de un boquete en el techo. Costaba entender cómo alguien había sido capaz de llegar hasta allí para robar los tirantes de madera, pero alguien debió de tener el coraje suficiente para hacerlo, porque tampoco estaban. Vio una planta trepadora, que se las había arreglado para crecer en los laterales del boquete, y el sol filtrándose por él, formando un cono en el que flotaban partículas de polvo.
Mientras se dirigía hacia el cono de luz, estudió los ventanales de la fachada. Los marcos metálicos reticulados estaban intactos; no así los cristales que otrora debieron de servir de contención a la brisa que ahora se colaba hacia el interior. El lugar poseía las características ideales para que un grupo de niños armados con algunas piedras los hicieran estallar. Vagamente se preguntó si Ben habría ido allí con sus amigos en algún momento, y al instante siguiente se dijo que no tenía importancia.
Se detuvo frente a la proyección circular del cono en el suelo irregular. En las paredes vio una serie de pintadas que hacían referencia a algo llamado Korn, pero no tenía la más remota idea de qué podía ser. Dirigió su atención al círculo amarillo, que por alguna razón se sintió incapaz de pisar, y recordó la escena de una película en la que un hombre era absorbido por una nave espacial a través de un cono lumínico similar al que tenía delante. Alzó la cabeza en dirección al techo y examinó la planta trepadora cuyas ramas colgaban como lianas. Tenía hojas verdes con forma de oreja de duende. Se detuvo a contemplar el modo en que la luz solar que las bañaba dibujaba ribetes amarillos y las volvía translúcidas.
La imagen disparó un recuerdo. Parecía ser que aquél era un día destinado a rememorar hechos del pasado, pero se alegró al descubrir que en esta ocasión se trataba de uno sumamente grato.
El recuerdo trajo a Ben, apenas un crío de dos años y medio que correteaba por el jardín trasero sorbiéndose los mocos y sosteniéndose el pañal. Andrea y Danna habían salido, y Robert había dado crédito a la posibilidad de leer una novela mientras su hijo se divertía con sus muñecos de plástico. No recordaba cuál era la novela que pretendía leer, y poco importaba realmente, pues lo que menos pudo hacer esa mañana fue echarle un vistazo. En cuanto Ben advirtió (valiéndose de ese talento natural del que gozan los niños pequeños) que su padre pretendía hacer algo que requería concentración, se abalanzó sobre él, disparándole un cargamento de frases en su media lengua.
A Robert no le importó suspender sus planes de lectura. Juntos se tendieron en el césped y rodaron. Luego Robert, con los brazos extendidos, sostuvo a Ben contra el cielo celeste mientras él reía y agitaba sus manos, como si nadara.
—¿Quieres que te enseñe un juego, Ben?
—… eñe ego, En…
Ben estaba en la etapa en que repetía todo lo que uno le decía. Había desarrollado además un especial talento para vocablos como culo y tetas, entre otros, producto de horas de entrenamiento por parte de su hermana, quien se deleitaba con cada avance de su pequeño alumno.
El Robert de treinta años, y no uno diez años mayor que guardaba un mensaje en el bolsillo trasero que afirmaba que su mujer lo engañaba y que todo el mundo lo sabía; el Robert con el torso desnudo que sostenía a su hijo con los brazos estirados, y no uno que lo había perdido por culpa de una tubería auxiliar abandonada ese Robert se puso en pie sin soltar el cuerpecito de Ben rebosante de felicidad y lo condujo a través del jardín trasero mientras emulaba el sonido de la turbina de un avión.
—¡Ffffrrrruuuuuuuuu!
Ben abría los brazos. No dejaba de reír.
Se acercaban a la empalizada de madera que marcaba el inicio de la propiedad de los Turpin. Tenía un metro ochenta de altura, y estaba tapizada por una variedad de hiedra cuyas hojas presentaban un contorno similar al que reconocería tiempo después en la enredadera colgante de Union Lake. Danna había dicho que un día quemaría las malditas plantas, que era su pared y que se suponía que Amanda Turpin tenía que controlar que su jodida hiedra no invadiera la propiedad ajena, pero nunca lo llevó a cabo.
El Robert feliz depositó a Ben sobre el césped y cortó una ramita del tronco de un abeto; la estudió y luego la partió por la mitad. Ben siguió la operación con atención, sin saber adónde conducía aquello, pero intuyendo que era importante.
Robert le entregó una de las ramitas a Ben y se quedó con la otra.
—No la tires.
—No iress.
Se acercaron a la hiedra. Ben agitaba el bracito regordete con el que sostenía la ramita como un mago diminuto, todo sin desviar su atención de las acciones de su padre. Robert desplazó algunas hojas de la planta y no tardó en detectar nidos de araña entre las juntas gastadas. Sostuvo la ramita en alto, sabiendo que contaba con toda la atención que es posible recibir de un niño que no ha cumplido los tres años, y lentamente la introdujo en uno de los cilindros de tela pertenecientes al pobre arácnido que la pareja padre-hijo se proponía importunar.
—Fuera bicho —susurró Robert. Ben permaneció en silencio, observando absorto el modo en que Robert movía suavemente la ramita para que la araña saliera en busca de su supuesta presa. Ben no tenía modo de conocer las intenciones de su padre, pero por alguna razón la operación le resultaba sumamente interesante.
¡Fuera bicho!
Y de pronto ocurrió. Una araña del tamaño de una moneda de diez centavos, que Robert sabía inofensiva, salió de su guarida a la velocidad de un rayo. Ben se sorprendió y retrocedió, asustado, pero cuando vio que la araña sólo se limitaba a examinar el exterior de su casa para luego introducirse de nuevo en el orificio, aplaudió con torpeza mientras daba pequeños saltitos.
—¡ERA ICHO!
Robert se sumó al festejo alzando en alto un puño victorioso. Ambos reían.
—Hazlo tú…
—¿Icho?
—Sí, hazlo tú…, aquí.
Robert señaló un segundo nido; no era cuestión de ensañarse con una araña en particular.
Ben avanzó con paso titubeante, asiendo su ramita entre dedos temblorosos. Sus primeros intentos por introducirla en el nido fueron en vano, pero pronto logró hacerlo y se generó entre ellos el mismo clima de expectación. Robert empezaba a creer que aquel nido estaba deshabitado, o que su dueña era lo suficientemente astuta para saber que aquello no era un insecto, sino un padre tratando de divertir a su hijo, cuando la araña apareció haciendo que Ben retrocediera otra vez, probablemente ahora más asustado que antes. Observó a Robert con ojos bien abiertos y, al ver que su padre sonreía, rápidamente recuperó su estado de júbilo y repitió la serie de aplausos.
—¡ERA ICHO! ¡ICHO! ¡EN!
Poco tiempo después, Robert dejó que Ben siguiera adelante solo con el juego de las arañas. Lo observó mientras él se desplazaba con la ramita, abstraído y hablando consigo mismo. De cuando en cuando se observaban y sonreían. Robert podría haber retomado la lectura, pero descubrió que ver a su hijo envuelto únicamente en su pañal y alzando victorioso la ramita en alto después de cada intento exitoso era mucho más interesante.
Ahora, diez años después, aquella visión le generó un cóctel explosivo de nostalgia y dolor. De pie junto al cono de luz, no supo cuánto tiempo llevaba allí. Debía marcharse, se dijo; probablemente observar el lago un rato como había hecho tantas veces durante la última semana. Sabía que debía mantenerse alejado del interior del edificio, en especial de la sala de bombeo. No había vuelto allí desde el día de la búsqueda, y no tenía intenciones de hacerlo precisamente ese día. No se creía con el valor suficiente para enfrentarse con la boca oscura de la tubería auxiliar.
En el camino de salida encontró un sitio adecuado para sentarse. Era un claro entre la línea de abetos que bordeaban el camino de acceso, y que ofrecía una aceptable vista de la ladera de la colina y del lago. Se sentó sobre una piedra y estiró las piernas. Unos centímetros más allá de la punta de sus zapatos el terreno descendía en una pendiente pronunciada por la que trepaba el tranquilizador gorjeo del agua. Las raíces de los abetos emergían de la tierra como grandes gusanos congelados.
Robert se desprendió los dos botones superiores de la camisa, luego apoyó sus manos en la tierra detrás de sí y se inclinó un poco hacia atrás. Paseó la vista por la franja del lago que le resultaba visible. Miles de sonrisas hirientes se encendieron y apagaron ante sus ojos.
Se había acostumbrado a tolerar las burlas del lago. Que el cuerpo sin vida de tu hijo esté en algún lugar debajo de una masa de agua, y que no haya nada que podamos hacer al respecto, es una idea difícil de aceptar al principio. No es que una masa de agua sea diferente a una masa de tierra, y Robert no se consideraba una persona precisamente amiga de los entierros (¿acaso alguien podía serlo?). pero convengamos que conocer el lugar exacto en que descansa un ser querido permite encauzar el dolor. Robert recordaba el entierro de su abuelo, por ejemplo, y la ceremonia se le antojaba macabra e inútil; un proceso de exudación del dolor personal y absorción del ajeno. Se sentía agradecido de no haber tenido que pasar por eso con Ben, aunque le hubiera gustado conocer el lugar en el que descansaba.
Cuando su abuelo Elwald murió, a los noventa y tres años y tras padecer en los últimos cinco un Alzheimer avanzado, su figura tendida en el ataúd era un espectro blanquecino cuya piel podría haber envuelto a dos cuerpos como el suyo. Debbie, de rodillas junto al ataúd lustroso, acompañó el cuerpo de su padre durante toda la ceremonia. Robert se acercaba a ella de cuando en cuando, y Debbie lo abrazaba con fuerza hasta que lo dejaba ir.
En aquel momento, rodeado de personas que apenas había visto en su vida, Robert se preguntó cuál era el sentido de aquello. ¿Por qué exhibir el cuerpo sin vida del abuelo Elwald como si se tratara de un fósil de museo? Allí estaba esa mujer gorda y llorosa, que reconocía de algunas fotografías y que suponía que era prima de su madre, que se acercaba a él para decirle que lo sentía…, que lo sentía muchísimo… y, al advertir que la mujer gorda dejaba la frase en suspenso, Robert comprendía que ella ni siquiera sabía su nombre.
Aunque los recuerdos de su abuelo se fueron desdibujando a medida que crecía, disfrutó de cada visita al cementerio junto a Debbie. Dejaban flores y permanecían junto a su lápida un rato, en silencio. El cementerio nunca le había resultado un sitio tenebroso, aunque debía reconocer que su impresión procedía de visitas diurnas. En aquellas visitas su madre a veces lloraba, otras esbozaba una tenue sonrisa, quizás evocando recuerdos de tiempos pasados junto a Elwald, cuando era un hombre fuerte y sano y la cuidaba si estaba enferma o le hacía un regalo en su cumpleaños.