Lunes, 30 de julio, 2001
Mike Dawson vivía en una casita austera pero acogedora. Podía permitirse algo más grande, y de hecho la casa que había pertenecido a su familia lo era, pero haberla vendido ocho años antes había sido una decisión acertada. Después de la muerte de sus padres, permanecer en aquel monstruo desproporcionado de seis habitaciones se había tornado insoportable. Lo hizo mientras pudo, hasta que comprendió que cada día que pasaba allí su existencia se asemejaba más a la de un fantasma.
Su padre murió trabajando. La secretaria lo encontró durmiendo sobre el escritorio y decidió no molestarlo; a las dos horas se acercó y lo sacudió, pero lógicamente aquello no hizo que Ronald recuperara la vida que lo había abandonado producto de lo que los médicos catalogaron como un ataque cardiaco fulminante. Margaret Dawson lo siguió un año después. Al dolor ocasionado por la muerte de su esposo, se sumó un cáncer diagnosticado tardíamente, que avanzó con velocidad arrolladora. Mike vivió la enfermedad de su madre de un modo particularmente doloroso, mezclada con los sinsabores de su vida personal.
Aquéllos fueron tiempos difíciles, y la casa de tres pisos en la que había vivido toda su vida se convirtió en testigo de sus miserias.
Cuando el cáncer de pulmón concedió finalmente a Margaret su lugar en el cielo, Mike sabía que su relación con Rachel Delany tenía los días contados. Durante el funeral de su madre, Rachel se mantuvo cerca de Mike; se puso un vestido negro con encajes, gafas oscuras y aceptó con mesura las palabras de condolencia de los deudos. Lo hizo bien. También se comportó correctamente los días siguientes, acompañando a Mike en su dolor. Habiendo apenas cumplido los treinta años y siendo hijo único, la ausencia de sus padres convertía a su familia en algo minúsculo. Rachel le dio palabras de apoyo y lo consoló… durante una semana.
Quizás fue lo máximo que pudo tolerar, o fue lo que le pareció correcto. Una semana. Mike sabía que las cosas entre ellos no iban bien, que había que ajustar algunos tornillos en la relación, y suponía que la enfermedad de su madre le había impedido ver ciertas cosas, pero ahora que ella no estaba, sin duda podría ocuparse de ellas.
Él y Rachel saldrían adelante. Iban a casarse dentro de seis meses, ¿no?
No.
Los planes de Rachel Delany no incluían una boda, al menos no con Mike. Se lo dijo tras una cena en la gigantesca casa que Mike empezaba a odiar. Una pizza grande con jamón y cebolla, vino tinto y helado para el postre conformaron el menú. Mike se dispuso a escuchar lo que Rachel tenía que decirle; algo importante, le había adelantado. Ella habló en un falso tono casual, como si se dispusiera a hacer un comentario intrascendente y no a poner fin a la relación.
La relación que se había iniciado hacía cuatro años terminaba en ese momento, con dos porciones de pizza enfriándose en una caja de cartón. El queso, que otrora se mostrara reluciente e hirviente, con aceitunas perfectamente distribuidas y el rosado jamón decorado con sonrisas de cebolla, eran un recuerdo. En aquella noche olvidable, en una casa no menos olvidable, una caja de cartón y algunas porciones de pizza frías eran los únicos testigos de un final inesperado, al menos para Mike. Una relación con proyectos en común, incluso el compromiso de contraer matrimonio, todo, señoras y señores…, a la basura.
—¿Por qué?
Rachel Delany bajó la vista. Unos cinco meses antes la compañía de seguros para la que trabajaba la había despedido por la pérdida de unos documentos. Mike la había apoyado aun cuando la causa justificada la dejó sin la indemnización que le correspondía, después de pasar más de diez años en la compañía. En aquel entonces, su prima le recomendó un abogado, uno que se especializaba en ese tipo de casos.
Frank, seguro que lo recuerdas, te he hablado de él.
Mike lo recordaba. Aunque en aquellos momentos había estado ocupado aceptando que algo llamado cáncer se comía a su madre como si fuera Alien, el octavo pasajero, Mike recordaba al glorioso Frank, que había asegurado que los bastardos de la compañía de seguros le pagarían a Rachel el doble de lo que le habían negado y que le correspondía.
Por esos días, Rachel se alegró e incluso se sintió motivada para buscar un nuevo empleo.
Sí señor, Mike recordaba al fabuloso abogado Frank.
Según la crónica adaptada para parejas engañadas de esa noche, Rachel le dio a entender que al poco tiempo de conocer a Perry Mason comenzó a enamorarse de él, y lo propio ocurrió a la inversa. No tenía palabras para expresar lo arrepentida que estaba por haberlo hecho a espaldas de Mike, pero en su defensa dijo haberse sentido sumamente confundida. Además, tampoco había sabido cómo manejar algo así en un momento tan difícil como la enfermedad de Margaret.
Aquella noche Mike dijo algunas estupideces que se le ocurrieron en el momento, pero no pudo comprender ni por asomo qué estaba ocurriendo, y mucho menos bucear en su interior para elaborar pensamientos complejos y expresarlos en voz alta. Todo lo que su corazón tenía que decir se manifestaría como heridas durante los días siguientes, meses, quizás años. Quién sabe. Esa noche se despidió de Rachel como si realmente hubieran ultimado algún detalle de la boda y no puesto fin a la relación.
Rachel Delany se marchó de la casa talla XL observándolo con incredulidad, quizás sorprendida por el modo en que Mike se tomaba el asunto. Nunca más volvieron a verse.
Mike pasó la noche en vela, y cuando amaneció, aún seguía sin comprender muchas cosas. Pero había una cosa que sí le había quedado clara: Tenía que deshacerse de la casa. Compraría una nueva, pequeña, a la que una sola persona la hiciera ver abarrotada de gente.
Vendió la propiedad que había pertenecido a sus padres más rápido de lo que había creído. Se mudó a una casita acogedora en la calle Park, que él mismo eligió, y por un momento se permitió pensar que las cosas saldrían bien. Su vida tenía cosas buenas, como su amistad con Robert o su trabajo, que se convirtió en su refugio por aquellos tiempos.
Se olvidó de Rachel Delany e incluso se convenció de que el final de la relación había sido para mejor. Tuvo otras relaciones, pero ninguna lo suficientemente seria ni duradera como para merecer siquiera una mención. Mike había aprendido la lección. No se había vuelto un individuo en contra de la vida conyugal, ni mucho menos; su interés por las mujeres no había disminuido y no se dedicaba a sentarse en el bosque a mirar pasar jovencitos. Simplemente, era más precavido. Una mujer debía cumplir más requisitos para ocupar un lugar en su vida. De hecho… muchos más requisitos. Un formulario de varias páginas.
Un año después del episodio de Rachel y la pizza de jamón y cebolla, conoció a Rebecca Taylor, una mujer más joven qué él, estilizada y bonita, con quien mantuvo una relación de casi un año. Con Rebecca llegó a idear algunos proyectos, al menos en su cabeza. Constituía un paso importante, pues una de las secuelas de su fallido casamiento había sido la de no permitirse planificar a largo plazo. La conoció por casualidad; Mike buscaba una joya para obsequiarle a una de sus primas como regalo de boda, y la mujer, cinco años más joven que él, se encargó de mostrarle algunas en la tienda en la que trabajaba. Simplemente lo deslumbró. Le pidió su número de teléfono y ella se lo dio.
Fueron a cenar y empezaron a verse. Mike permitió que la relación prosperara y aquello pareció alentar a Rebecca a sentirse aún más libre y segura de sí misma. Lo suficientemente libre y segura como para que empezara a hablar de dejar su empleo, del cual poco faltaba para que la despidieran.
La tarjeta de crédito había sido idea de Mike. Rebecca hacía algunos gastos esporádicos en ropa, perfumes, cosas que a Mike incluso le gustaban. Proporcionarle la extensión no le había parecido gran cosa al principio, salvo que despertó a la verdadera Rebecca, agazapada en algún sitio a la espera de salir a la luz.
La mujer simple, prototipo del ama de casa americana de los años cincuenta, se desintegró en cuanto vio su nombre en una tarjeta American Express. Empezaron las jornadas maratonianas en el centro comercial, los gastos innecesarios, todo financiado por el rectángulo de plástico que Rebecca supondría que constituía una especie de crédito divino e inagotable.
Mike comprendió que más allá del cambio de comportamiento de Rebecca Taylor, quien para ese entonces pasaba algunas noches en su cama, la relación no tenía el sustento de amor necesario, ni proyectos en común, ni nada que justificara que siguiera adelante.
Esta vez fue Mike quien terminó las cosas… sin pizza de por medio.
Desde entonces no había habido ninguna mujer en su vida que pasara de una cena o una salida ocasional. Vivía solo en una casa pequeña, tenía cuarenta y cinco años y suponía que sus vecinos, con los que no tenía trato, pensarían que era alguna especie de psicópata o algo parecido. Parecía ser que un hombre soltero, blanco, sin una relación estable, era el perfil perfecto para los lunáticos. A veces salía de su casa y veía que alguno de sus vecinos apresuraba el paso para no toparse con él o le dirigía una sonrisa nerviosa. Quizás a más de uno le resultara sospechoso que viviera en una casa humilde, en una zona que no era precisamente residencial, y que aun así condujera un último modelo que cambiaba cada año. Quién sabe. A Mike no le interesaba si la mitad de sus vecinos pensaba que en el jardín trasero sembraba cadáveres, y la otra mitad que en realidad los guardaba en el congelador en bolsas de plástico rotuladas.
Desde hacía unos años se sentía conforme con el modo en que llevaba su vida. Tenía cosas que valoraba mucho, y aquellas que aún buscaba… llegarían cuando fuera el momento indicado. Era una buena filosofía para vivir, y fue lo que pensó esa mañana, mientras se preparaba un copioso desayuno ataviado con su bata de seda. Las cosas que aún buscaba… llegarían cuando fuera el momento indicado. Repasó cada palabra mientras se servía cereales con leche. Hacía varios días que repetía el mismo ritual pensando en lo mismo. Desde la desaparición de Ben y la búsqueda en el bosque en la que había participado junto a Allison Gordon.
Allison…
… llegaría cuando fuera el momento indicado.