Recoger los fragmentos le llevó unos diez minutos.
Cuando terminó, apagó las luces del comedor y se dejó caer en una de las sillas. Envuelto en una oscuridad a la que sus ojos tardaron en acostumbrarse, enlazó las manos y apoyó los codos sobre la mesa. Luego posó el mentón sobre sus dedos, como si rezara.
Su mente se empecinó en repasar la discusión.
No tengo la culpa de que nuestro hijo haya sido tan estúpido como para introducirse en esa tubería.
Las imágenes de Danna lanzando los platos dieron paso indefectiblemente a un conglomerado de situaciones acaecidas en los últimos días. La espera en Union Lake mientras los buzos hacían su trabajo de búsqueda, la bicicleta Ranger de Ben con el escudo de los Yankees en el frente y, por último, Larry Holmes, sacudiendo la gorra azul en su mano izquierda.
Envuelto como estaba en el silencio y la oscuridad de la casa, fue sencillo que aquellas imágenes humedecieran sus ojos. En respuesta, extrajo el móvil del bolsillo de su pantalón. Marcó el número de Mike.
Su amigo respondió de inmediato. Le habló de la discusión con Danna y, aunque fue esquivo con algunos detalles, no lo hizo porque Mike no pudiera entenderlos, sino para no agobiarlo ni agobiarse a sí mismo. Necesitaba desahogarse y ser escuchado, y contaba con Mike para ello. Su amigo incluso se ofreció a ir a verlo, pero Robert le dijo que no era necesario.
Hablaron durante un rato y convinieron en reunirse al día siguiente, en el porche. El solo hecho de pensar en pasar unas horas con Mike hizo que Robert se sintiera mejor. La soledad de la casa no era buena compañía.
Robert no sabía que a pocos metros sobre su cabeza, desde una rejilla de ventilación que no había advertido (y que no advertiría nunca), dos ojos lo estudiaban con atención.
Benjamin se sentía ansioso. Allí abajo los acontecimientos marchaban en la dirección correcta.
Marchaban incluso más deprisa de lo que él había previsto.