10

La familia Green concluyó la cena en silencio.

Danna le dijo a Robert que necesitaba hablar con él, y Andrea supo que debía marcharse. Rosalía, que podía predecir una tormenta con sólo mirar el cielo, supo de inmediato que una estaba aproximándose y se apresuró a recoger la mesa. Luego se marchó sigilosamente.

Robert se puso en pie y permaneció sin moverse ni saber qué hacer. La proximidad de Danna cuando ésta se volvía irracional hacía que alguna pieza en su interior se atascara y todo su cuerpo se paralizara. No podía controlarlo, y menos cuando había un ingrediente adicional que lo complicaba todo, como en este caso. Por lo general, podía prever los motivos por los que Danna quería hablar con él; incluso podía pronosticar si todo el asunto desembocaría o no en una pelea. Pero esta vez no tenía la más mínima idea de qué se traía su esposa entre manos. Y lo peor era que, a juzgar por su expresión, se trataba de algo importante.

—Tenemos que hacer el viaje —dijo Danna.

Si Robert había tenido alguna esperanza en cuanto a evitar una confrontación, se desvaneció al escuchar aquellas cinco palabras. La idea de hacer el viaje era un disparate.

—¿Viajar a Pleasant Bay?

—Exacto. Como teníamos previsto.

Robert se sintió superado, sus piernas no lo sostuvieron. Se sentó en una de las sillas, pero no lo hizo frente a Danna, sino en el extremo más alejado de la mesa.

—Danna, realmente me sorprendes. No creo que sea prudente viajar en este momento.

—¿Por qué no?

Ahí estaba, el punto de inflexión. Cuando Danna dejaba la razón y la lógica de lado, resultaba imposible predecir el curso de una conversación con ella. Robert empezaba a sentirse indefenso y desesperado, y sabía que entraba en un terreno en el que lo que dijera tenía poca importancia. O nula.

—No me parece adecuado.

—Ya lo has dicho. Quiero saber por qué.

—Creo que hay… ciertas… formas.

Apenas pronunció aquella frase desarticulada, Robert fue consciente de lo que acarrearía. Al menos podía concederse que lo supo. No supo en cambio qué quiso decir al referirse a ciertas formas; le importaban un rábano las formas, los comentarios de terceros o todo lo accesorio a la desaparición de Ben. Sí creía en el respeto a su hijo y en el dolor enloquecedor de algo tan difícil de aceptar como el hecho de no poder estrecharlo entre sus brazos nunca más. Sí creía en ser respetuoso con la memoria de Ben, y pasearse por la playa privada de un hotel de lujo en estos momentos distaba bastante de eso. De hecho, lo consideraba literalmente una aberración.

—¡CIERTAS FORMAS! —bramó ella, poniéndose en pie y estrellando las palmas sobre la mesa.

Robert se sobresaltó e instintivamente también se puso en pie. La escena hubiera resultado cómica de haber sido otro el contexto.

—Hoy en el gimnasio he tenido que soportar los comentarios de todo el mundo, y ha sido así en todas partes. —Danna hablaba con el labio superior levantado, subrayando cada palabra con un nuevo golpe en la mesa.

—Yo no quise…

—Todos observando a la pobre madre y haciendo sus conjeturas. Si así van a ser el resto de los días aquí, entonces prefiero irme.

Robert retrocedió un paso.

Danna caminó de un lado a otro como días atrás lo había hecho en su habitación, después de lanzar las maletas por los aires. En aquella ocasión la cama matrimonial se había interpuesto entre ellos, ahora era la mesa en que cenaban cada noche.

De pronto ella se detuvo, giró sobre sí misma y agarró uno de los platos decorativos de la pared. Lo sostuvo en alto. Robert siguió sus movimientos con horror, con la imagen aún presente de las maletas atravesando la habitación. Desde el plato, la figura de un ave pintada a mano lo observaba en silencio.

Danna lanzó el plato con un movimiento acelerado. El ave se precipitó al suelo a la velocidad de la luz, e impactó con una explosión metálica, haciendo que cientos de fragmentos de porcelana viajaran en direcciones radiales.

Robert observó horrorizado los otros tres platos que aún colgaban de la pared.

—¡No voy a soportar que cada estúpido habitante de esta estúpida ciudad me juzgue! Nos iremos.

—Pero el trabajo…

—Lo hemos planificado una vez, podemos hacerlo de nuevo. Haré los preparativos.

Danna seguía moviéndose, apartando las sillas a medida que avanzaba, a pesar de que no le estorbaban. Robert desviaba la vista de su esposa a los platos que aún se mantenían en pie, luego de nuevo a Danna. Hasta ese momento el enfrentamiento habría podido ser encuadrado como típico; un breve diálogo en el inicio para desembocar en la ira de Danna, sazonada con algún lanzamiento violento, en este caso uno de los platos decorativos del comedor. Nada fuera de lo común. Siguiendo los patrones normales, cabría esperar que Robert continuara inmóvil, arrepintiéndose por no haber evitado aquello (aunque sabía que tal cosa era imposible), y Danna se saldría con la suya. Apostar en contra de ese desenlace hubiera sido un suicidio.

Sin embargo, las palabras que Danna pronunció a continuación tuvieron la potencia suficiente para torcer el curso de los acontecimientos. Ensanchando las fosas nasales, dijo:

—No tengo la culpa de que nuestro hijo haya sido tan estúpido como para introducirse en esa tubería.

Y Robert se quedó helado.

Se consideraba un hombre inteligente. Más de una vez había intentado bucear dentro de sí para llegar a la raíz de su comportamiento en situaciones como ésta. No era necesario ser Freud para comprender que la relación con su padre tenía mucho que ver, pero un razonamiento tan básico no le había ayudado gran cosa. Ante un enfrentamiento sentía la mente vacía, se mareaba y las piernas se le aflojaban; su primera reacción era terminar la discusión e irse. Más tarde podía arrepentirse, pero en el momento no le era posible hacer otra cosa.

Esa noche fue diferente.

Ben no había sido estúpido —nunca lo había sido— y si Robert se sentía orgulloso de algo en la vida, era de sus hijos.

—Danna, no permitiré que hables así de Ben. —Robert no gritó. No golpeó la mesa. Pronunció la frase en un tono pausado, que le dio más gravedad que una reacción violenta.

—¡Voy a hablar como me dé la gana!

—No de Ben.

Robert rodeó la mesa y avanzó al encuentro de Danna. No sabía qué haría cuando llegara a ella, ¿abrazarla?, ¿abofetearla?, ¿detenerse? No tenía manera de saberlo. Nunca antes le había hecho frente de esa forma en una discusión.

Ella retrocedió un paso, observándolo con actitud amenazante; le clavó una mirada punzante, mientras balanceaba su cuerpo como un animal en el instante previo a atacar. Derribó de un manotazo rápido dos de los platos de la pared, que se estrellaron ante los pies de Robert haciendo que su inusual arrojo se desvaneciera como por arte de magia.

—No sé en qué estás pensando, Robert Green. Realmente no sé en qué mierda estás pensando.

Danna rodeó la mesa en sentido contrario al que se encontraba su esposo. Mientras caminaba, arrastrando los pies y acariciando los respaldos de las sillas con su mano derecha, fijó sus ojos en los de Robert, que la observaba sin poder articular palabra, de pie como un niño gigante al que acaban de regañar.

Danna llegó a la embocadura del pasillo y le lanzó una última mirada fulminante.

—Espero que una noche en el sillón aclare tus ideas —dijo, y desapareció.

Unos segundos después el estruendo de la puerta de la habitación al cerrarse se hizo audible en la quietud de la casa.