Luego de la desaparición de Ben, Rosalía pasó en su habitación más tiempo del habitual. Se limitó a preparar la comida, hacer la compra y ocuparse metódicamente del resto de sus obligaciones. El incidente ocurrido en el pasillo la noche de la desaparición de Ben se convirtió en un pensamiento recurrente; un fantasma invisible por momentos, pero corpóreo y atemorizante por otros.
Si abres la boca, despídete de Miguel.
Ella no conocía los detalles exactos de lo sucedido en Union Lake. Sí sabía lo suficiente como para sentirse culpable por no haber hablado a tiempo. Robert apenas se fijaba en ella o, mejor dicho, se fijaba tanto como en el resto; y si la idea de hablar con él acerca del incidente en la puerta de su habitación se le había cruzado por la cabeza, cada vez encontraba más razones para no hacerlo. Para empezar, no ayudaría en nada, y no sabía cómo podría reaccionar Robert ante algo semejante. Nada cambiaría si hablaba.
Pero había algo más, ¿no? Estaba claro que no serviría de nada hablar ahora, pero si, en lugar de encerrarse en su habitación y temblar de miedo, hubiese hablado antes…, ¿habría cambiado el curso de los acontecimientos?
Se sentía impotente. Cada lágrima derramada era un recordatorio del tiempo transcurrido desde la muerte de Ben. No creía que le fuera posible poder vivir con semejante culpa encima. Conforme los días pasaban, se sentía más desgraciada; y ocultar la verdadera causa de su pena era, en cierto sentido, lo más doloroso de todo. Durante aquellos días había ido a casa de su hermana, había disfrutado de Miguel, pero no había podido evitar sentirse distante y perdida.
El incidente en la puerta de su habitación y el posterior hallazgo en Union Lake se mezclaban en un cóctel capaz de envenenar sus sueños cada noche. En ellos cerraba la puerta de su habitación y un llanto histérico se apoderaba de ella…
De repente reacciona y sale de la habitación. Allí no hay nadie esta vez y entonces atraviesa la casa con la intención de hablar con Robert. Sonríe, porque cree que si habla con él puede impedir el incidente en la planta abandonada. Corre, aún en camisón, pero en lugar de permanecer en la casa sale disparada a la calle. La recibe una noche oscura. Su camisón resplandece en aquella oscuridad, flotando fantasmalmente. No sabe exactamente por qué, pero se lanza a toda velocidad. Una revelación mágica la aborda: Robert no está en casa, pero ella sabe dónde encontrarlo.
Tras correr durante lo que cree que han sido horas, vislumbra la vieja planta de distribución de agua, un sitio abandonado que ha visto únicamente desde el autobús. Atraviesa el camino de acceso sintiendo cómo un sinnúmero de ramitas se incrustan entre los dedos de los pies. La sensación resulta tan real, que Rosalía tiene la impresión de que aquello está ocurriendo de veras. Incluso es consciente de haber tenido ese sueño antes, de haber tenido el mismo pensamiento antes, pero cada vez que nota aquellas ramitas haciéndole cosquillas en los pies, su fe se acrecienta. Se aferra con todas sus fuerzas a la idea de que esta vez todo será diferente. Esta vez llegará a tiempo…
Encuentra a Robert tendido junto al lago, como las otras veces. No ve un camión de bomberos, ni coches de la policía, ni al comisario Thomas Harrison o al jefe de bomberos Myers. Tampoco está Larry Holmes, saliendo empapado de la tubería auxiliar. Sólo Robert, arrodillado junto a un árbol inmenso, balanceándose como… como alguien que ha perdido el juicio.
Se acerca despacio. El viento sacude su camisón blanco.
Robert sostiene algo entre sus brazos, y ella no necesita acercarse para saber que se trata del cuerpo de Ben. Lo sabe, así como sabe que es en ese momento cuando lágrimas pesadas caerán de sus ojos.
Robert no advierte su presencia. Acuna a Ben. Acuna a su hijo muerto. Rosalía intenta hablar; después de todo, a eso ha ido. Pero ya es tarde. Ha llegado tarde, otra vez. Abre la boca para decir algo, cualquier cosa, no sabe qué. Entonces ocurre algo. Robert se vuelve de pronto, la observa con un rostro dolorido y modelado por un inconfundible cincel de ira. Sus cejas están enarcadas, su rostro surcado por un sinnúmero de arrugas que lo vuelven siniestro.
—¡ES CULPA SUYA! —grita.
Rosalía avanza un paso, pero Robert la increpa una y otra vez. ¡ES SU PUTA CULPA! Y ella sabe que es así; el corazón se encoge en su pecho y siente que de un momento a otro se convertirá en un órgano inútil y morirá. ¿No es lo que merece?
Pero entonces advierte algo más. Observa al niño que Robert tiene en brazos.
Ben tiene los ojos abiertos.