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A los diez años, Robert era un niño de aspecto pequeño para su edad. Era extraño, y él mismo se lo preguntaba a menudo, que, siendo el hijo de un hombre de casi un metro noventa, fuera uno de los más bajos de su clase. Robert no tenía manera de saberlo, pero aún faltarían unos años para que alcanzara la nada despreciable estatura de un metro ochenta y dos.

Estaba solo en casa. Su madre había viajado a Concord junto a Marcia a visitar al doctor Rosemberg, una eminencia en lo referente al autismo que, una vez al mes, seguía la evolución de Marcia, verificaba las dosis de sus medicamentos y hacía un diagnóstico que no difería gran cosa de una visita a la otra. El hombre era además un gran amigo de Emmett, el hermano mayor de Debbie, lo que explicaba por qué prestaba sus servicios sin cobrarles un centavo.

Robert sospechaba que los viajes de su madre a Concord tenían el doble propósito de visitar a su hermano y pasar un par de días con él y su familia; alejarse de Carnival Falls. Robert no la culpaba. El tío Emmett y la tía Francine eran personas sumamente encantadoras. Si aquellos viajes le servían a Debbie para mantenerse alejada de Ralph, excelente. Él lo entendía perfectamente. Y el tío Emmett muy probablemente también.

La ausencia de su madre y su hermana durante el fin de semana, no obstante, significaba que estaría a solas con Ralph. Robert había adquirido cierto entrenamiento en lo que a la relación con su padre concernía, y sabía que si quería que esos días transcurrieran sin problemas, entonces sería de vital importancia la tercera Regla de Oro de Ralph: Molestarlo lo menos posible.

En la medida en que se mantuviera al margen, realizando las intervenciones necesarias y cumpliendo con lo que su padre le ordenara, no habría problemas. Robert lo sabía, así como sabía lo que ocurriría si no seguía la regla al pie de la letra.

Pero ese sábado, aun ante la perspectiva de una estancia a solas con su padre, Robert se sentía feliz. Y la razón era una peculiaridad fantástica: Ralph no estaría en casa. Según le había explicado, tenía que supervisar unos trabajos que lo mantendrían ocupado toda la mañana y buena parte de la tarde. Le dejó instrucciones muy precisas en cuanto a qué debía comer y le encomendó un par de tareas sencillas que no le exigirían mayor esfuerzo. Y eso era todo. Lamentaba que Mike, su nuevo amigo, hubiera viajado a su casa del lago, pero había hecho planes para ese día de todos modos.

Ralph se marchó temprano. Cuando Robert se levantó, se encontró solo, lo cual le hizo sonreír. Se dirigió a la cocina y se sirvió un vaso grande de leche y unas galletas y tomó su desayuno mirando televisión. No tenía manera de saber que le esperaba uno de los peores días de su vida, de modo que también en ese momento sonrió.

Terminado el desayuno, recogió el vaso y las galletas sobrantes. Colocó estas últimas en la alacena y lavó el vaso con abundante agua; lo secó y lo guardó. Regresó al comedor y comprobó que no quedaban restos de galletas en la mesa. Había algunos, por lo que ahuecando una de sus manos y utilizando la otra para arrastrarlos se aseguró de dejar la mesa tal y como la había encontrado. Se dirigió al cubo de la basura y arrojó dentro los restos.

Apagó el televisor.

Salió de la casa por el frente y la rodeó en dirección al cobertizo. Abrió las dos hojas de madera y sacó su bicicleta Thunder, regalo de su octavo cumpleaños. La observó detenidamente y concluyó que en efecto necesitaba una limpieza. De uno de los estantes tomó un cuchillo maltrecho y una serie de trapos viejos. El cobertizo era territorio de Debbie; allí guardaba sus herramientas de jardinería y le permitía a Robert que dejara su bicicleta. Ralph no interfería en esto.

Decidió que el mejor sitio para trabajar sería la parte delantera de la casa, frente al garaje. No era de esperarse un día caluroso y pasar la mañana bajo el sol tibio le pareció una idea fabulosa.

Colocó su bicicleta al revés, apoyada en el sillín y el manillar. En el garaje encontró un recipiente que llenó de agua y lo colocó junto a los trapos y el cuchillo de jardinería. La siguiente hora la empleó en las ruedas: primero retiró el barro adherido con el cuchillo y luego limpió la superficie humedeciendo periódicamente el trapo. Si bien sabía que limpiar las llantas sería una pérdida de tiempo, lo hizo por el simple hecho de apreciar cómo quedarían inmaculadas. Al terminar con las ruedas se arrodilló en el césped y bajó los brazos, cansado de mantenerlos en alto.

Limpiar el resto de la bicicleta le exigió más tiempo del que había previsto. Era cerca del mediodía cuando daba los últimos retoques. Satisfecho con su trabajo, colocó la bicicleta contra el acceso al garaje y la admiró durante unos diez minutos. Aún quedaban cosas pendientes, pensó, pero era mejor almorzar primero y ocuparse de ellas después. Una de las tareas encomendadas por Ralph había sido hacer su cama al despertarse, cosa que había hecho; la siguiente consistía en limpiar el baño, lo cual aún quedaba pendiente.

El almuerzo consistió en el guisado del día anterior. Se recriminó por no haber previsto sacarlo de la nevera un rato antes, pues tenía prohibido encender el horno. Tuvo que conformarse con comerlo frío, pero aun así estuvo bien. Lavó su plato y los cubiertos y volvió a colocar el guisado sobrante exactamente donde lo había encontrado. Robert sabía que, si no quería problemas, la mejor manera de hacer las cosas era cada una a su tiempo. Si dejaba algo para más tarde, corría el riesgo de olvidarlo, lo cual podía tener consecuencias nefastas según el caso.

Limpiar el baño no le llevaría más de media hora; cuarenta minutos a lo sumo. Lo sabía porque lo había hecho varias veces. Contrariamente a lo que cabría suponer, era una tarea que no le resultaba pesada en absoluto. Más aún, le gustaba. Robert jamás admitiría esto ante nadie, y mucho menos ante su padre, quien no sólo la consideraba una tarea agotadora, sino que por lo general la utilizaba como castigo. Aceptar que disfrutaba de una tarea que para Ralph era de mujeres, habría cuestionado en principio la hombría de Robert, lo cual hubiera generado en la relación padre-hijo el equivalente para la historia de la humanidad de la primera bomba atómica.

Decidió hacer uso del retrete antes de empezar, así que bajó sus pantalones y permaneció sentado un buen rato mientras tarareaba Yellow Submarine. Por lo general iba al baño con alguna de sus revistas de historietas; si no llevaba una consigo, solía impacientarse y sentir deseos de levantarse lo antes posible. Pero ese día era diferente. Había dejado su bicicleta como nueva y podría utilizarla durante la semana con Mike, cuando éste regresara de su casa del lago.

Dejó caer la cabeza hacia atrás y paseó la vista por el techo. Era tan inusual que visitara el baño sin material de lectura, que rara vez había tenido la oportunidad de hacerlo.

Salió del baño a las dos y media. Tenía tiempo más que suficiente para ocuparse de la segunda parte de su plan. Claro que en ella desempeñaba un papel fundamental su padre. Si conocía a Ralph (y algo dentro de él le decía que lo conocía bastante), entonces podía prever que se reuniría con sus amigos esa tarde, bebería un poco y quizás jugaría un rato al póquer. Ralph no era amante del juego, y de hecho tampoco bebía normalmente más de la cuenta; solía jactarse de saber cuál era la medida de cada cosa. Robert se dijo que tendría tiempo de sobra para lo que tenía en mente. Sabía que su plan violaba una de las ROR o, mejor dicho, violaba la más terrible de las ROR… Aquella cuyas consecuencias eran impensadas. Violar la quinta regla y ser descubierto podía ser catastrófico.

¿Y si no lo conseguía?

Se avergonzó por tener tan poco valor.

Quizás por eso te guste tanto limpiar el baño

No le daría más vueltas al asunto. Lo haría.

Caminó hacia la parte delantera de la casa.

La quinta regla de oro flotaba en su cabeza: NUNCA tocar las pertenencias de Ralph.

Permaneció un rato mirando su bicicleta. Algunos de sus amigos tenían bicicletas más grandes que la suya; la de Mike, por ejemplo, lo era, y considerablemente. Pero Mike era un año mayor que él y lo aventajaba en una cabeza y media, era lógico que su bicicleta fuera más grande. Robert se refería a los niños de su edad, muchos de mayor tamaño, pero otros de su misma talla o hasta más pequeños. La idea de recibir como regalo una nueva bicicleta era descabellada, pero Robert creía que limpiándola meticulosamente y levantándole el sillín y el manillar, podría mejorar su aspecto. Había cumplido con la primera parte; le faltaba la segunda.

Entró en el garaje. En el extremo opuesto a la entrada, Ralph tenía montado su taller. De más está aclarar que era territorio prohibido para Robert y que ocupaba, probablemente, el primer lugar en la lista de lugares vedados. Ralph había colocado una tabla de madera en la pared y allí disponía de sus herramientas, colgadas cada una de su soporte correspondiente. Había pintado con pintura negra la silueta de cada herramienta, lo que le permitía saber cuando alguna faltaba de su sitio. Tal como esperaba, estaban todas en su lugar.

Robert observó la llave inglesa, situada en el centro de la placa de madera. Era de acero, con el mango forrado en plástico rojo. Sabía cómo utilizarla; había visto a su padre hacerlo. Sería cuestión de aflojar las abrazaderas de la bicicleta utilizando la llave, modificar la posición del manillar y el sillín y luego ajustarlas nuevamente. No podía llevarle más de veinte minutos. Se dijo que si el asunto se complicaba, no tendría más que devolver la llave a su sitio y guardar la bicicleta en el cobertizo.

No podía haber inconvenientes. No estaba haciendo nada que no tuviera vuelta atrás, se dijo. Se disgustó consigo mismo por tener tan poca convicción; después de todo, sólo utilizaría la herramienta y la devolvería a su sitio. No estaba bebiéndose el whisky que Ralph guardaba para ocasiones especiales o algo por el estilo.

En un arrebato, agarró la herramienta. Sintió una explosión de adrenalina junto con el peso de aquel objeto prohibido.

Al regresar al jardín, se preguntó si no sería mejor trabajar en otro lado. Si Ralph llegaba en ese momento y lo veía allí con…

¡Basta!

Ni su padre ni nadie llegaría en ese momento. Haría lo que tenía que hacer y punto.

Utilizar la llave inglesa fue más sencillo de lo que supuso; las abrazaderas cedieron con suma facilidad. Una vez que las desajustó, comenzó a deslizar el sillín, que en cambio ofreció más resistencia de la que había previsto. Tiró de él con todas sus fuerzas, pero no logró moverlo. Pensó en hacerlo girar y así lograr que cediera, pero sus pensamientos se vieron interrumpidos por el timbre del teléfono. Permaneció inmóvil, para corroborar si el aparato había sonado o había confundido el sonido, pero no, ahí estaba repitiendo su repiqueteo característico. Corrió hacia él, atravesando el garaje, luego el pasillo de acceso a la cocina, más tarde ésta, y por último la sala. Se abalanzó sobre el aparato y logró contestar a tiempo. Era su madre.

Hablaron durante un par de minutos. Debbie le dijo que regresarían al día siguiente y le preguntó si todo estaba en orden. Robert dijo que sí y se despidió.

Ya de vuelta siguió intentando modificar la posición del sillín, esta vez valiéndose de todas sus fuerzas. Robert notó con alegría que se desplazaba poco a poco: casi nada al principio, y con mayor facilidad después. Decidió que lo colocaría lo más alto posible y así lo hizo. No pudo resistir la tentación de colocar la bicicleta contra la pared y alejarse para echarle un vistazo. El resultado le pareció grandioso. Podía imaginarla con el manillar elevado, y el cambio era notable.

Se agachó para coger la llave, pero descubrió que no estaba donde la había dejado.

Sintió una súbita sensación de sofoco. Miró en todas direcciones con el corazón acelerándose en el pecho. Repasó mentalmente los últimos minutos y recordó la llamada telefónica de su madre. Corrió hacia el teléfono. Si bien no recordaba haberla llevado consigo, era la única explicación para su desaparición, a menos que las llaves inglesas volaran y ésta hubiese decidido irse a Londres a visitar a su familia. Tropezó con la mesa del teléfono y estuvo a punto de derribarla. La llave tampoco estaba allí.

Está fuera, en el césped, donde la has dejado. El asunto es que no has mirado bien.

Pero no estaba. Examinó cada centímetro cuadrado de la zona en que había trabajado y nada. Amplió luego el radio de búsqueda a cuatro metros de la bicicleta, aunque era impensable que la herramienta pudiera estar tan alejada. Además debía ser visible, sobre todo el mango rojo.

Procuró calmarse.

NUNCA tocar las pertenencias de Ralph.

Alguien tuvo que haber entrado en la casa y la habría cogido, se dijo. Era la explicación más estúpida, pero no se le ocurría otra. Emprendió una segunda búsqueda minuciosa, registrando una vez más cada sector tal y como había hecho hacía un momento, pero ahora sabiendo cuáles serían los resultados. Buscaba como si se tratara de un alfiler y no de una llave inglesa. La herramienta debía poder ser vista desde unos cinco metros. Si estuviera allí, claro.

Media hora de búsqueda fue suficiente para convencerse de que no la hallaría. En cierto sentido fue un alivio, porque significaba pasar a la siguiente fase y pensar qué haría a continuación. Lo primero que cruzó su cabeza, y que no fue una ayuda ni mucho menos, fue el recuerdo de la última paliza de Ralph, apenas una semana antes…

Su padre le había pedido el periódico del día anterior. Estaba leyendo el de ese día y dijo algo acerca de una subida de precios desproporcionada que, a su entender, era un ataque contra las buenas personas como él. Robert buscó el periódico en la cocina, lo cual fue sencillo porque estaba colocado en la parte superior de la pila de periódicos viejos. Ni Debbie ni él sabían por qué era necesario guardar los periódicos del mes anterior, pero allí estaban. Orden de Ralph.

Robert deslizó el periódico sobre la mesa, sin advertir la presencia del vaso de cerveza que su padre estaba bebiendo. Estaba casi vacío, de ahí que no lo viera. Cuando el periódico lo golpeó, el vaso rodó hacia un lado y los tres centímetros de cerveza que contenía se derramaron formando un pequeño río que corrió en dirección a Ralph. Éste se puso en pie de inmediato, al tiempo que Robert iniciaba una carrera a su habitación que nunca concluiría. Ralph lanzó el periódico sobre la mesa; sentía la cerveza fría en su muslo izquierdo. Se movió con la velocidad de un rayo e interceptó a Robert en el pasillo, casi frente a su habitación. Una patada fue suficiente para derribarlo, y cuatro golpes con el puño cerrado en el estómago y la espalda bastaron para enseñarle a tener más cuidado.

Robert recordó el castigo por derramar tres centímetros de cerveza sobre la mesa y quizás la mitad de eso sobre el pantalón de Ralph. Ahora se trataba de una de sus herramientas. El simple hecho de haberla cogido lo haría acreedor a una paliza, pero perderla…

Perderla era otra cosa muy diferente.