Cuando Robert Green llegó a Union Lake acompañado por la oficial Patty Dufresne, tomó conciencia, quizás por primera vez, de la gravedad de la situación. Un camión de bomberos y aquel despliegue policial no constituían algo nuevo para él; su trabajo lo había arrastrado a presenciar situaciones como éstas infinidad de veces. Sabía, sin embargo, que cuando las cosas llegaban a este extremo, cuando había media docena de coches patrulla y hombres vociferando, era porque las cosas habían llegado lejos. Generalmente más de lo que uno quisiera.
Más tarde recordaría la instantánea que su mente tomó en ese momento como el inicio verdadero de una toma de conciencia profunda. Fue al adentrarse en la propiedad de la planta abandonada cuando por primera vez sopesó la aterradora idea de no volver a ver a su hijo con vida. El pensamiento resultó tan insoportable que supo que debía mantenerlo apartado si pretendía colaborar en lo que le fuera posible. Avanzó a la carrera por el camino de tierra, sorteó los coches patrulla y trepó los escalones de acceso seguido por Patty Dufresne.
Un policía los condujo hasta la sala de máquinas, donde Robert encontró algo parecido a lo que el ojo de su imaginación había creado. Su móvil estaba descargado, pero Harrison lo había mantenido al tanto de los acontecimientos a través de la radio policial del coche patrulla. En el extremo opuesto, encajada en la pared, vio la compuerta circular metálica de la que el comisario le había hablado. Tres policías y dos bomberos la observaban con detenimiento en ese momento. Era de aspecto macizo, de apertura similar a un ojo de buey. Estaba entreabierta, pero no como para que un adulto pudiera introducirse. Nadie lo había manifestado en voz alta, pero la abertura sí era suficiente para que un niño pudiera haber entrado…, en especial uno de diez años de complexión delgada.
Dos bomberos intentaban sin éxito mover la compuerta. Era evidente que sabían de antemano que no lo lograrían; sus rostros evidenciaban que no era la primera vez que lo intentaban. Probablemente habían decidido hacer un intento adicional al advertir la presencia de Robert, como si aquello evitara dar al padre ciertas explicaciones que no tenían.
Robert, sin embargo, no era demasiado consciente del intento de los bomberos, ni al parecer de nada de lo que sucedía allí. Se encaminó en silencio hacia el trozo de tela que descansaba a un costado de la compuerta. Aún no había visto la bicicleta, desde luego, de modo que el hallazgo de aquel jirón de tela constituía el primer contacto que tenía con su hijo desaparecido hacía más de treinta horas. Si bien la tela no estaba extendida en su totalidad, lo estaba lo suficiente como para advertir la galera pintada con los colores de la bandera de Estados Unidos introducida en el extremo del bate de béisbol. Cuando la tomó entre sus manos, también pudo advertir la pelota de béisbol sobre la cual estaba superpuesta. Aquél era el banderín que su hijo solía llevar siempre en su bicicleta; y en caso de que hubiera alguna duda al respecto, las letras torpes de Ben en la parte inferior se encargaban de echarla por tierra: New York Yankees.
—Es de Ben. —Robert se volvió al resto aferrando el banderín.
—Estaba exactamente donde lo has encontrado. —Harrison colocó su mano sobre el hombro de Robert—. Pensamos que quizás Ben pudo introducirse por esa tubería. No sabemos aún adónde conduce. —El comisario no pudo levantar la vista mientras pronunciaba estas palabras.
Robert se arrodilló frente a la compuerta. Introdujo su rostro por la abertura y gritó el nombre de su hijo al menos media docena de veces. Lo recibió una atmósfera húmeda, y sólo obtuvo por respuesta el eco de sus palabras rebotando en las paredes de acero de lo que parecía ser un túnel de unos sesenta centímetros de diámetro.
Nadie dijo nada. Dos lámparas de pie de quinientos vatios proyectaban sombras quietas.
Finalmente, fue Harrison quien se acercó a Robert, lo cogió por los hombros y lo apartó del resto.
—¿Qué es eso, Thomas? —preguntó Robert.
—No lo sabemos —contestó Harrison—. Pero parece ser un conducto de agua. En cuanto logremos abrir la compuerta un poco más, tendremos una idea más acertada.
Robert asintió.
—Dean ha ido en busca de un exempleado de la planta; el tío de uno de mis hombres. Hemos tenido suerte en encontrarlo. Llegará de un momento a otro y nos explicará hacia dónde conduce la tubería.
Por primera vez, Robert se detuvo a observar en detalle aquel sitio. El techo era altísimo, probablemente más de seis metros, calculó. A media altura, y en forma perimetral, una pasarela metálica servía de mirador. A unos metros de la compuerta, una tubería particularmente grande llamó su atención. Tenía más de un metro de diámetro y una serie de válvulas manuales dispuestas en distintos lugares. Sobre la superficie de acero, justo en un quiebro pronunciado, alguien había garabateado con pintura en aerosol: ¡Tan gruesa y dura como la mía!
—¡Ha cedido! ¡Vamos! —vociferó alguien.
Todos se volvieron instintivamente a la compuerta. Tres bomberos forcejeaban con ella. Aunque se hacía dificultoso que más de tres personas tiraran al mismo tiempo, un cuarto se las arregló para colaborar. En efecto, la compuerta se estaba moviendo: pequeños desplazamientos al principio, cuando los hombres aplicaban el máximo de fuerza, y más tarde un deslizamiento lento pero continuo hasta que finalmente se detuvo, casi a noventa grados de la pared. Los cuatro hombres cayeron rendidos.
Fue entonces cuando Myers, el jefe de bomberos, se presentó en la sala de máquinas por primera vez desde que Robert estaba allí.
—Acerquen la lámpara lo máximo posible a la compuerta —dijo.
Dos de sus hombres obedecieron inmediatamente. El cable que la alimentaba, conectado al vehículo aparcado fuera, apenas permitió acercarla tres metros, pero fue suficiente para iluminar el interior de la tubería. Todos se acercaron por turnos. Los primeros fueron Robert y Harrison, que se sumaron a Myers, quien intentó valerse de su poderosa linterna para iluminar más allá del alcance de la lámpara, pero sin mayores resultados. A primera vista no era más que un conducto de paredes de acero que salía desde la compuerta hacia abajo, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados. Hasta donde se les permitía ver, la conducción tendría unos diez metros, pero seguramente se extendía más allá de eso.
—¡Vamos a bajar! —anunció Myers.
Donald Myers, un hombre de unos sesenta años, lograba transmitir seguridad en momentos donde la lógica indicaba que era difícil tenerla. Ordenó a uno de sus hombres que fuera en busca de una soga, luego se volvió a uno de los artífices de poner en movimiento la compuerta y le indicó que sería él quien bajaría. El hombre, definitivamente apropiado por su complexión, asintió sin vacilar.
Los minutos siguientes fueron empleados por los bomberos de Carnival Falls para prepararse a realizar la maniobra. Los hombres de Harrison, Ian Sommer y Randy Cruegger, acompañados por Patty Dufresne, continuaban con la búsqueda dentro y fuera de la planta. Hasta el momento no habían encontrado nada, pero Harrison no quería dejar de lado ninguna posibilidad. Si bien lo más probable era que Ben se hubiera introducido por la compuerta —tal como hacía suponer el hallazgo del banderín junto a ella—, también existía la posibilidad de que la hubiera dejado olvidada. Harrison quería pensar que eso era lo que había sucedido, porque lo cierto es que pensar en la posibilidad de Ben introduciéndose por el conducto no le gustaba.
No le gustaba en absoluto.
Fueron necesarios dos bomberos para transportar un ovillo de casi un metro de diámetro, formado por una soga de una pulgada de grosor. Lo colocaron junto a la compuerta y, mientras uno de ellos sostenía uno de los extremos de la soga, el otro se encargó de arrastrar el ovillo hasta el extremo opuesto de la sala de máquinas.
El hombre encargado de bajar se dispuso a quitarse su impermeable y su casco, y los dejó junto a sus objetos personales formando un montículo cerca de la compuerta.
—Larry —dijo Myers—, quiero que bajes arrastrándote. Mantendremos tensa la cuerda, pero sólo será por si resulta necesario. Si no respondes a nuestra llamada, tiraremos de ti. Si das dos tirones a la cuerda, también tiraremos de ti, ¿entendido?
Larry Holmes asintió. Los otros tres bomberos se colocaron frente a la compuerta y agarraron la cuerda como si se tratara de esas competiciones de grupos para determinar cuál es el equipo que puede arrastrar al otro. Myers se acercó a Larry y le dijo algo al oído, pero ninguno de los presentes pudo escuchar qué. Larry asintió mientras confeccionaba un nudo fijo alrededor de su cintura y cogió una de las linternas.
—Estoy listo —anunció.
Myers se proponía a dar la orden para bajarlo cuando el oficial Timbert se presentó en la sala de máquinas. Al verlo, Harrison pidió que se detuviera la operación. Myers observó al comisario y luego a Timbert. Junto a éste se encontraba un hombre mayor. Detrás de ellos, Mike, Danna y Andrea también aguardaban con mirada expectante.
Harrison se acercó a Myers y ambos mantuvieron una conversación breve.
—Esperaremos un momento —dijo el jefe de bomberos.
Quien acompañaba a Timbert era Ernest Banner, un hombre cuya edad podía pasar de los ochenta y cinco años, y que había pasado una buena parte de ellos como encargado en la planta de distribución de agua. Su entusiasmo por estar de nuevo allí fue evidente; sus ojos recorrieron la sala de máquinas, concentrándose en los cubículos metálicos y en la tubería inmensa que surgía de uno de ellos. Posiblemente aquel hombre no había imaginado que iba a regresar a su antiguo lugar de trabajo en los años de vida que tenía por delante, si es que acaso eran años. El hecho de que prácticamente lo hubieran arrancado de su casa con el tiempo necesario para ponerse su albornoz constituía un detalle que decoraba una historia que seguramente contaría a sus nietos.
A pesar de todo, Banner se las arregló para ocultar su entusiasmo tras un rostro sereno y centrado, lo cual denotaba que a su edad aún ejercía cierto control sobre los duendes del ático. Lo que menos necesitaban en ese momento era a un anciano senil que asegurara que aquella tubería era el conducto rectal del caballo de Troya o algo por el estilo.
Robert se unió a Danna y a Andrea y las saludó. Ninguno de los tres dijo nada, pero Mike advirtió algo en la mirada de Danna que hizo que sintiera deseos de gritarle que por una puta vez dejara su ego de lado y considerara que era Ben quien estaba perdido, y probablemente dentro de una tubería que no sabían adónde conducía.
Harrison hizo un rápido interrogatorio a Banner, quien fue sumamente claro y sintético a la hora de dar sus respuestas. Evidentemente, comprendía a la perfección que aquello no era una conferencia, sino una emergencia.
—Ésta es una de las tomas de agua —dijo Banner sin rodeos. Se acercó a la tubería metálica ubicada a unos metros de la compuerta y apoyó su mano nudosa cerca de la pintada con aerosol—. Lo que hay tras esa compuerta que han abierto es una toma de reserva para futuras ampliaciones, que nunca se ha utilizado. Es idéntica a la otra, incluso corren paralelas, sólo que nunca se ha instalado el sistema de bombeo. —Banner dio dos golpecitos a la tubería para indicar que aquello constituía el sistema al que hacía referencia.
—¿Qué profundidad tiene? —preguntó Harrison.
—El primer tramo unos veinticinco metros, con un ángulo de cuarenta y cinco grados. Luego hay una cámara y un recodo. El segundo tramo tiene unos veinte metros y corre horizontal al fondo del lago.
Los ojos de Banner se iluminaban mientras hablaba, como si soñara despierto.
—¿Qué hay en el extremo del conducto?
Banner pensó la respuesta.
—No lo sé —respondió.
Harrison supo que Banner sí lo sabía, y que no había querido decirlo, probablemente debido a la presencia de Robert y su familia.
—Señor Banner, será de gran utilidad si permanece con nosotros.
—Claro.
Myers ordenó a sus hombres que prosiguieran con el operativo. Si las precisiones de Banner eran correctas, el conducto tendría unos cincuenta metros en total, por lo que la soga no sería suficiente para alcanzar el extremo opuesto. Sin embargo, de ser necesario, Larry podría soltarse en el tramo recto, o Ben podría acercarse a él.
Larry introdujo en el conducto primero sus brazos y luego el cuerpo completo. Avanzó boca abajo mientras sus compañeros procuraban mantener la soga tensa.
Mientras los presentes observaban la operación, Banner se aproximó disimuladamente a Harrison. El comisario inmediatamente comprendió que el anciano quería decirle algo y se acercó aún más. Hablaron en un tono apenas audible.
—La lógica indicaría que debería haber algún tipo de mecanismo de cierre en el otro extremo —susurró Banner— para mantener la tubería seca.
—¿A qué se refiere con… la lógica?
—A que normalmente habría un filtro y una válvula de cierre para casos de reparaciones o mantenimiento, no creo que el otro extremo esté sellado, o que lo haya estado alguna vez.
—¿No cree que haya una compuerta que mantenga hermética la tubería?
—No, en absoluto. Y aunque la hubiera, las válvulas no son fiables con el paso del tiempo si no tienen mantenimiento. Normalmente se abren…
—¿Qué insinúa, Banner?
—La tubería puede estar llena de agua —sentenció.
—¿Hasta qué punto?
—Hasta el nivel exterior del lago, claro. Yo diría que unos diez metros del tramo inclinado.
Harrison sintió un escalofrío. Si Ben había entrado y había encontrado agua, difícilmente podría haber regresado tratándose de una tubería inclinada. Si había intentado seguir hasta el otro extremo, estaba claro que sus posibilidades de alcanzar la superficie del lago eran remotas.
No, no remotas, pensó Harrison decepcionado: eran nulas.
Los minutos siguientes fueron de tensión extrema. Myers permaneció junto a la boca del conducto y se mantuvo en comunicación con Larry mientras pudo. La luz de la linterna de Larry fue perdiendo intensidad, hasta que Myers no pudo verla.
—¡Larry! —gritó Myers.
La soga no se movió. Uno de los bomberos se lo hizo notar a Myers quien, mediante un gesto, pidió a sus hombres que aguardaran un momento. Estimó que Larry había avanzado unos veinte metros. Gritó de nuevo. No hubo respuesta.
Myers retrocedió un paso, con las manos en la cintura. Con el rabillo del ojo captó a Harrison y Banner, de pie uno junto al otro. A unos metros estaba la familia del niño: madre e hija de pie frente al padre. No se sintió capaz de volverse y permaneció con la vista fija en la compuerta…
La cuerda dio dos tirones rápidos.
Los bomberos que la sostenían lo informaron de inmediato.
—¡Subidlo! Despacio.
Comenzaron a tirar de la soga. Larry tendría que desplazarse hacia atrás, de modo que era importante que lo hicieran con suma lentitud. Además podía volver con Ben, lo cual haría que el ascenso fuera aún más dificultoso.
La maniobra duraría unos dos minutos, quizás más.
Las dos lámparas de pie proyectaban sombras en direcciones opuestas. Los bomberos inclinaban sus rostros concentrados en la compuerta. El sonido que producían sus trajes de plástico especiales para agua fue durante esos eternos minutos lo único audible. No había rastro de Larry, ni una señal que indicara que las cosas estaban en orden. Nada. Myers había cesado de llamar a su hombre y aguardaba en cuclillas junto a la compuerta. Los hombres de Harrison también observaban en silencio. Dean Timbert, Ian Sommer, Patty Dufresne, los tres uno junto al otro en perfecta progresión de estatura.
Myers se acercó más a la compuerta.
—Viene más pesado, jefe —dijo uno de los bomberos.
Robert, con los brazos apoyados en los hombros de Andrea, sintió el impulso de gritarle al jefe de bomberos que le dijera qué rayos veía, pero no pudo siquiera abrir la boca. Estaba paralizado. No podía hacer más que agarrar a su hija por los hombros y permanecer allí de pie, junto a Danna, observando cómo un bombero estaba a punto de emerger de una tubería abandonada… posiblemente con el cuerpo sin vida de su hijo.
Finalmente, Myers habló. Anunció que podía ver el resplandor de la linterna de Larry.
Cuando salió, estaba empapado de pies a cabeza.
—Hay agua —anunció como si no fuera evidente.
Todos los rostros se volvieron expectantes hacia él. Larry Holmes retrocedió como si fueran miles y no apenas una decena los que lo escrutaban.
Alzó su mano.
Sostenía algo.
—Flotaba allí abajo… —dijo mostrando un objeto.
Andrea lanzó un grito cuando reconoció la gorra azul de su hermano.