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Desde el inicio de aquella lluvia torrencial, Andrea permaneció en una de las sillas del comedor, mirando Warner Channel y comiendo palomitas de maíz para microondas. De no ser por el hecho de que Ben estaba allí fuera, perdido y probablemente asustado, la tarde hubiese resultado ideal para disfrutar de una película; quizás una de suspense, por las que Andrea sentía especial predilección.

Su afición por el género era reciente. Se había iniciado el año anterior, cuando había ido con Linda al cine a ver Seven, motivadas únicamente por el hecho de que Brad Pitt tenía uno de los papeles protagonistas. Linda se había autoproclamado locaporBradPitt desde que lo había visto por primera vez en Leyendas de pasión, y desde entonces no habían dejado de ver ninguna de sus películas. Las paredes de su habitación se habían convertido en un muestrario de rostros del señor Pitt; había pósteres para todos los gustos, y no había quedado un solo centímetro de empapelado sin cubrir. Linda decía que dormirse observando aquellos rostros sonrientes era la mejor manera de terminar el día.

Seven se convirtió en una experiencia que ninguna de las dos olvidaría. Tan pronto como empezó la película, Linda lideró los suspiros y comentarios que fueron secundados por buena parte del público femenino. Sin embargo, a medida que transcurrieron los minutos, la película fue apoderándose paulatinamente de ellas y en poco tiempo olvidaron al bueno de Brad. Imágenes potentes, trama vertiginosa; Andrea y Linda pasaron dos horas aferradas con fuerza a los apoyabrazos, lanzando chillidos y cerrando los ojos ocasionalmente.

A partir de ese momento pusieron en práctica las noches de vídeo. Todos los viernes se reunían en casa de Linda (la única que tenía televisión en su propia habitación) y alquilaban una o dos películas. Al principio fueron las de suspense, que en poco tiempo dieron paso a las de terror. En rigor, las películas de terror eran en su mayoría una porquería; hubo incluso algunas que lejos de asustarlas les provocaron un buen ataque de risa.

Las reglas generales en las noches de vídeo eran claras: debían ponerse sus camisones, pero no les estaba permitido acostarse. Las luces tenían que permanecer apagadas y cada una debía sentarse en el centro de su cama. Disponían de dos recipientes con palomitas para microondas y cuatro latas de Pepsi, que previamente habrían colocado sobre la mesilla de noche. Levantarse a mear era considerado una falta grave y un signo de cobardía que convertía a la perpetradora en merecedora de un lanzamiento de almohadas.

Otra de las reglas era no gritar, pero jamás lograban cumplirla. La propia señora Harrison, al despedirse de ellas y pedirles que guardaran silencio, lo hacía con la expresión de quien no cree una sola palabra de lo que está diciendo. Alguien dijo alguna vez que no hay película capaz de asustar a aquel que no quiere ser asustado. Y así funcionaba para ellas. Sólo que Andrea y Linda sí querían ser asustadas.

Las primeras noches corrieron por cuenta de Freddy. Pesadilla en Elm Street las sorprendió en su primera entrega con un joven.

Johnny Depp y una historia ciertamente terrorífica. Las siguientes no fueron gran cosa; en especial la segunda, en la que un Freddy poco amenazador se dedicaba a perseguir adolescentes en medio de fiestas nocturnas. Luego vinieron Jason, Mike Myers, Pinhead… y todo el séquito de asesinos en serie con la habilidad de resucitar.

Cuando los hombres de máscaras blanquecinas se acabaron, Andrea y Linda tenían una buena cantidad de gritos en su haber y una idea equivocada en la cabeza. Habían visto a muchachas como ellas perseguidas a través de bosques, casonas deshabitadas, desguaces de coches y tantos otros lugares, y habían aprendido a pensar como ellas. Las historias de asesinos de mirada torva se estaban volviendo previsibles, pero así eran las películas de terror, ¿no es cierto?

Una noche fría de enero descubrieron que no.

Ese día tomaban cereales en la cocina, mientras analizaban qué película verían por la noche. No tenían nada en mente, y Andrea sabía que si no encontraban algo pronto, probablemente Linda querría volver a ver Thelma & Louise, Entrevista con el vampiro o alguna otra de su novio hollywoodense.

Afortunadamente, Laura Harrison estaba en ese momento en la cocina con ellas, y fue a Andrea a quien se le ocurrió preguntarle cuál había sido la película de terror que más la había asustado…, a lo que Laura respondió de inmediato que había sido El exorcista, sin duda alguna.

Esa noche se animaron con la historia de Regan, y la experiencia resultó realmente aterradora. La atmósfera de la película fue, para empezar, sumamente diferente a lo que estaban acostumbradas a ver. De ritmo lento, la película introdujo una serie de elementos que las tomaron por sorpresa. El personaje diabólico, sin ir más lejos, era una niña, y la contrapartida era un sacerdote de mirada vulnerable. No era de esperar persecuciones apoteósicas, ni hachas desmembrando cuerpos, ni chorros de sangre semejantes a las aguas danzantes de Disney World.

Aquella noche se permitieron meterse cada una en su cama y mirar el resto de la película con las mantas a la altura de la barbilla.

—¿Vas a contestar?

Andrea dio un respingo. Estuvo a punto de lanzar el recipiente de palomitas por el aire. Su madre la observaba desde el umbral de la puerta, empapada de pies a cabeza. Hacía una hora que Danna había ido a casa de la familia Sbarge, donde había tenido lugar la fiesta a la que Ben había asistido la noche antes de marcharse.

—Espero que no haya sido así durante mi ausencia. —Danna tenía la vista puesta en el teléfono, que seguía sonando con estridencia.

Andrea se apresuró a descolgar. Había estado abstraída pensando en… ¿películas de terror? ¿Y si su hermano llamaba en ese instante?

—¿Hola? —dijo, y permaneció en silencio. Luego siguió hablando en un tono bajo—. No es el momento. No puedo mantener la línea ocupada…, no, no hay novedades. —Una pausa—. Está bien, yo también. Sí, hablamos luego. Adiós.

Andrea interrumpió la comunicación.

—¿Quién era? —Danna fingió desinterés.

—Matt —respondió Andrea, sabiendo que no tenía sentido ocultárselo a su madre.

Ella lo habría sabido de todos modos.

Danna no sabía formalmente lo de Matt, pero había visto al muchacho esperando a su hija delante de la casa más de una vez. Tenían una conversación pendiente al respecto, pero aún no se habían dado las condiciones apropiadas para mantenerla. Andrea se había ocupado de eludir el tema cuando permanecían a solas, y hasta el momento había dado resultado. Danna estaba esperando ansiosa el momento de abordar el tema. Había unas cuantas cosas que su hija debía saber en cuanto a la familia Gerritsen y ella se encargaría de decírselas, claro. No podía esperarse nada bueno de alguien criado en un hogar donde la infidelidad parecía estar a la orden del día. Todos en Carnival Falls conocían de las andanzas de Ted Gerritsen el exitoso abogado cuyo pasatiempo parecía ser pasearse con desparpajo con su secretaria de turno. De alguna manera la falta de discreción era lo peor; faltaba únicamente organizar la Fiesta Estatal de la Infidelidad y presentar al bueno de Ted como el invitado de honor y pasearlo sobre una carroza en forma de sirena con su séquito de secretarias de plástico. Resultaba inaudito que Diana Gerritsen no hubiera tomado cartas en el asunto, pero parecía ser que su coche último modelo y algún que otro beneficio adicional eran suficientes para hacer que resultara más sencillo mirar hacia otro lado. Claro que Danna tenía su propia teoría al respecto —conocía a la mujer—. Los Gerritsen vivían a pocas casas de distancia y en más de una ocasión incluso había hablado con ella. Danna creía que era aficionada a la bebida; suponía que ésa era la única explicación posible para esa mirada turbia y aquella cadencia insoportable cuando hablaba. Alcohol o tranquilizantes. Danna no creía que hubiera otra opción. Más de una vez había sentido la necesidad de sacudirla, de gritarle a la cara que le sacara al hijo de puta de su marido el cincuenta por ciento que le correspondía y lo mandara a la mierda; a él y a sus clones de Pamela Anderson. Pero había resistido el impulso. A Danna no le interesaba mayormente Diana Gerritsen, ni Ted, ni mucho menos su hijo Matt.

—¿Mamá, puedes hacerte cargo del teléfono, por favor?

Silencio.

—¡Mamá! ¿Puedes hacerte cargo del teléfono, por favor? Tengo que ir al baño.

—No me alces la voz. Claro que puedo. Y no anuncies cuando vas al baño.

Andrea supo que no tenía sentido discutir. Caminó por el pasillo, feliz ante la perspectiva de dejar atrás a su madre. Había advertido en su mirada que pensaba en la charla que tenían pendiente acerca de Matt, y éste era el momento menos indicado para semejante cosa. Andrea sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a las preguntas de Danna, pero hoy la prioridad era Ben. No podían permitirse distraerse de eso.

Linda solía decir que no es posible oler dos pedos al mismo tiempo.

Y tenía razón.

Andrea se sentó en el retrete y sin el menor esfuerzo hizo que un chorro abundante de orina sacudiera el agua acumulada en el fondo. Dejó que su cabeza cayera hacia atrás e intentó poner la mente en blanco.

Paseó la vista por el techo…