Mike regresó al porche. Traía un recipiente con hielo con cuatro latas dentro.
—Me costó encontrar un recipiente adecuado —dijo.
—Ése está bien.
—Toma una.
—Gracias. Me has dejado pensando con el episodio de la llave inglesa… —reflexionó Robert.
—Creo que mi padre me habló del incidente unos diez días después de que ocurriera; la verdad, no sé por qué lo hizo. Según sus palabras, Ralph se presentó en mi casa aquel día y dijo que no habías regresado en toda la noche, que lógicamente estaban preocupados y que habían supuesto que podías estar en mi casa, o que yo sabría algo.
—Me imagino a tu padre recibiendo en casa a su cliente favorito… —bromeó Robert.
—Supongo que habrán dejado sus rencillas laborales de lado. Mi padre le explicó a Ralph que tú no estabas en mi casa y que yo ni siquiera estaba allí, sino en el lago. Fueron juntos al bosque, recorrieron las zonas que solíamos frecuentar, hicieron algunas preguntas, incluso hablaron con algunos niños, pero ninguno sabía nada de ti. Para ese entonces tus padres se preocuparon realmente y decidieron dar aviso a la policía.
—¿La policía?
—Sí. Mi padre conocía al entonces comisario, cuyo nombre no recuerdo, y decidió llamarlo. El hombre no estaba de servicio, pero de todos modos prestó colaboración. Nuestros padres hicieron preguntas en el pueblo y fijaron una cita con el comisario aquí en tu casa, ya entrada la tarde.
—Mierda, es toda una historia de intrigas.
—Sí, pero deja que te cuente lo más extraño. Según mi padre, cuando todos estaban reunidos aquí, te oyeron cantar.
—¿Cantar?
—Siguieron tu voz hasta tu habitación, y cuando abrieron la puerta…, allí estabas, sentado en tu escritorio, probablemente dibujando aviones, y cantando. Mi padre me dijo que daba la sensación de que llevabas allí horas.
—Mi habitación. Vaya lugar extraño para encontrarme. Supongo que fue necesaria la intervención de un equipo del SWAT para hallarme.
—Tu padre aseguraba que habían registrado la habitación más de una vez.
—Quizás me había escondido debajo de la cama, o en el armario. Es sumamente extraño que no recuerde nada.
—Pudiste haberte quedado dormido en tu escondite.
—Aun así, es algo que uno no olvidaría con facilidad; más teniendo en cuenta que intervino la policía. ¿Por qué no me lo preguntaste cuando éramos niños?
—Ocurrió algo más…
—Oh…, déjame adivinar. Cuarta regla de oro.
—Exacto. Cuando te encontraron, Ralph se acercó por detrás y te golpeó. Mi padre creyó que podía haberte hecho daño.
Mike se interrumpió.
Robert se vio a sí mismo en su escritorio; una situación que se repetiría millones de veces a lo largo de los años. Allí estaría él, dibujando apaciblemente, ajeno al mundo más allá de la hoja de papel que tenía delante. Por lo general dibujaba aviones o animales, pero los aviones eran su especialidad. Su escritorio era un viejo armatoste de madera del tamaño de un dinosaurio. Ralph lo había adquirido en una subasta y se lo había regalado en su séptimo cumpleaños. A Robert no le resultó difícil bucear en su memoria para encontrar un muestrario de golpes de Ralph en su escritorio. En todos ellos la manaza de su padre se le estampaba en el lado de la cabeza con un chasquido seco. Las razones para aquello podían ser variadas, desde no tirar la cadena del retrete hasta olvidar sacar la basura. Lo mismo daba.
En los casos en que Ralph decidía resolver los asuntos a golpes, lo cual no constituía una rareza ni mucho menos, convenía ceñirse a la cuarta de las ROR: Cuando viene un golpe [de Ralph], es mejor relajarse. Duele menos.
A veces, Robert no podía ver venir el golpe.
—Hemos encontrado entonces la razón por la que era mejor olvidarlo —dijo Robert.
—Perdona, no debí mencionar esto ahora.
—Han pasado treinta años. No tiene importancia.
Mike creía que sí la tenía, pero no lo dijo.
Fue lo último que dijeron antes de despedirse. Tenían que iniciar la búsqueda de Ben con las primeras luces del alba y convenía intentar descansar un poco.