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Los siguientes días se me aparecen tan borrosos como nítido aquel momento.

Me debí de beber todo lo que había en casa y luego seguramente salí a buscar más. Tengo un vago recuerdo de regresar por St. Charles con bolsas de papel en ambos brazos y tropezar en una esquina pero sólo una de las botellas, milagrosamente, se rompió. Firmé un cheque en un KyB. Caminé descalzo sobre la acera caliente mientras trataba de encontrar el camino a casa y me desperté al día siguiente con las plantas de los pies llenas de ampollas.

Varios cuadros brillantes, todo el resto perdido.

En un momento dado, surgió Walsh (o eso me pareció), luego LaVerne y un poco más tarde dos indios con un travois. Yo era una cometa que flotaba encima de multitudes entre las que se encontraban Janie, David, Robert Johnson, mi viejo, Verne, Jules Verne, Ma Rainey, Walsh, George Washington Carver, toda la pandilla de locos.

Mucha televisión de órdago. ¡Concursos! ¡Culebrones!

Y de nuevo una mañana despertar con dolor y sed, ni una erre marcada en ninguna parte.

No me llevó mucho tiempo esta vez; a la semana, ya andaba suelto por la sociedad de nuevo. Apalancado en casa, bebía inacabables cafeteras y leía cosas como Balzac y Dickens. Daba clases para sustituir a Jack Palangian tres días por semana y tenía a varios buenos estudiantes; empecé a correr con un joven de Filología Francesa. Escribí unos artículos discretos para una revista y una serie de artículos sobre la cultura cajún para el Times-Picayune.

Algunas noches, después del trabajo, LaVerne venía a verme y después de cocinar, pasábamos el resto de la velada en el balcón hablando de los viejos tiempos.

—Somos igualitos, Lew —solía decir—. Ninguno de los dos va a tener nunca a alguien de forma permanente, alguien a largo plazo, que nos tenga tanto apego.

Pero se equivocaba.

Al cabo de unos meses de salir del hospital, adelgazar catorce kilos y reducir un par de tallas debido al jogging, me llegaron las galeradas de El viejo y terminé de leerlas una mañana temprano (Abrí la puerta de un empujón y le vi la espalda inclinada sobre la curva gastada de la barra de caoba) con lágrimas en los ojos. El éxito del libro transcurridos unos meses no me sorprendió en absoluto.

Y ahora debo llegar a una especie de conclusión, supongo.

No llego a imaginarme cuál debería ser.

Sigo viviendo en la casa donde convivimos LaVerne y yo en otros tiempos y sigue viniendo a verme algunas noches. Suelo hablar con Vicky, Walsh, Cherie y los demás. La memoria y las voces reales, y las voces de esos personajes mientras escribo, llenan las habitaciones. A veces el arrepentimiento y la congoja tratan de alzarse y hacerse escuchar y a veces, aunque no tan a menudo como antes, creo, lo consiguen.

Y así, otro libro. Pero no sobre mi cajún, esta vez. Sobre alguien que he llamado Lewis Griffin, un hombre que conozco mucho y al mismo tiempo no conozco nada. Y para terminarlo sólo me falta escribir: «Volví a casa y escribí». Es medianoche. La lluvia golpea las ventanas.

No es medianoche. No está lloviendo.