Aquella noche, repentina e invisible en la oscuridad envolvente, como si la ciudad, como Alicia, se hubiera caído por un hoyo primigenio y se hubiera encontrado en otro mundo, estalló una tormenta.
Me desperté, a las tres o las cuatro, por el ruido de las ramas de los árboles al azotar el lateral de la casa. Se había producido un corte de electricidad y no había luces, no había luz en ninguna parte. El viento soplaba a grandes ráfagas en la oscuridad. La lluvia siseaba y golpeaba el tejado con sus puños. Aun así, al mirar hacia fuera no podía ver nada de lo que percibía.
Transcurrió una hora, quizá más, el ojo del huracán (nos enteramos al día siguiente) afectó Galveston, arrancó edificios de cuajo como si fueran muelas y se los llevó canal arriba hacia Mobile.
La mañana que nos enteramos de esto, el tiempo era benigno, el aire excepcionalmente limpio, el sol resplandeciente y distante en el cielo. Los gusanos habían salido a las aceras y se quedaban allí sin enroscarse despidiendo vaho perezosamente. En cada calle, los coches maniobraban alrededor de ramas caídas de árboles antediluvianos. Y naufragadas en terreno neutral, atravesando los raíles del tranvía, yacían las palmeras arrancadas de raíz, un buen tercio del cultivo antiguo e imperecedero de la ciudad.