Después de unas semanas, Vicky y yo estábamos en el aeropuerto internacional de Nueva Orleans. De pronto, el aire se había vuelto demasiado templado para la estación. Contemplamos una avioneta privada que ganaba velocidad y despegaba. Anteriormente, Don, Sansom y algunos otros habían venido a casa a tomar unas copas de despedida. Ahora nos tocaba a nosotros.
—No sé qué podría hacerte feliz, Lew —dijo—, pero sea lo que sea, espero que lo encuentres.
—¿O que deje de buscarlo?
—Exacto. —Puso la mano encima de la mía en la barandilla. Notábamos el calor a través de la ventana. Nunca olvidaría sus ojos, la forma en que la boca se amoldaba a las palabras—. No lo sabías, pero cuando nos conocimos, yo ya había decidido marcharme, volver a mi país. Nunca supe muy bien por qué no lo hacía, no lo supe hasta que viniste al Hotel Dieu y me encontraste. Sólo entonces caí en la cuenta de que era lo que estaba esperando.
—No estaba en mis mejores días, cuando me conociste, Vicky.
—¿Alguien lo está?… Ya sabes dónde encontrarme, Lew. Puedes venir cuando quieras, si cambias de parecer.
—¿Y estarás esperando?
—Esperando, no. Pero me encontrarás, si vienes. Todo esto ha sido muy especial para mí, Lew.
Se llevó la mano al corazón, la cerró y luego la abrió lentamente.
Al final se anunció su vuelo, farfullamos últimas despedidas, nos dimos abrazos torpes y ella siguió las leyes de la perspectiva a lo largo del túnel de embarque.
Fui al bar a tomar una copa y me encontré con un excompañero de instituto al que no había visto desde entonces. Vicky había vendido el coche justo antes de partir. Él era taxista ahora y se ofreció a llevarme a casa sin cobrarme la carrera. Pero cuando salimos al cabo de un par de horas y varias copas, apareció LaVerne apoyada en una farola en la esquina.
—¿Necesitas que te acerquen a casa, soldado? Traje el coche.
—Espero que no te importe, Lew —dijo realizando una artimaña para meterse en el cinturón de ronda—. Sé lo que acaba de suceder. Pensé que te vendría bien una amiga en estos momentos.
—Y siempre. Pero ¿y tu médico?
Se encogió de hombros.
—Pasó a la historia.
Miré su rostro, que pasaba a través de las luces como una barca sobre las olas.
—¿Estás bien?
—Bien —contestó—. Me he mantenido al corriente, Lew. Hablaba con Don Walsh y otros, siempre sabía dónde estabas y en qué andabas metido.
—Deberías haber llamado. O pasar a verme.
Sacudió la cabeza. Dejamos atrás varias calles por debajo de nosotros a medida que describíamos una curva por el cielo de la ciudad.
—¿Estás trabajando?
—Claro —respondió con una carcajada—. En un centro de asistencia a las víctimas de agresiones sexuales. ¿Te lo imaginas? Llevo bastante tiempo ya.
—¿Cobras?
—A veces.
Al rato se volvió hacia mí y preguntó:
—¿Dónde será, Lew?
—No quiero volver a mi casa.
—Ya me lo figuré. Siempre está la mía. —¿Atrapando pelotas de rebote?
Se encogió de hombros.
—Lo que funcione. Espera y verás.
—Correcto —dije—. Espera y verás.