El caso es que se veía a la legua que el hombre se preocupaba. Treinta años conduciendo ganado en este zoo, viviendo en el estiércol y el lodo como un gusano y aún era capaz de angustiarse por un pervertido sexual de poca monta que se estaba matando por hacer el bien.
Cuando llegué al hospital —Don no me había indicado dónde estaba y había tenido que hacerlo llamar—, vino a mi encuentro en el vestíbulo.
—Vamos a emborracharnos, Lew —propuso.
Y eso hicimos.
Ambos llevábamos mucho tiempo sin pillar una. Empezamos en el Kolb’s con cerveza negra alemana y fuimos tomando copas de bar en bar hasta el Barrio Francés con la intención de cogerla buena. Nos mantuvimos sobrios y deprimidos durante horas y de pronto estábamos borrachos y flotando. A la hora en que los yupis emprendían su hégira de las cinco de la tarde hacia sus casas, nosotros nos cocinábamos en nuestras propias salsas en el rincón más alejado de un bar de Esplanade, con el camarero de ojos saltones y un travestí quinceañero por únicos compatriotas.
—¿Vas a poder conducir, Lew? —preguntó Walsh.
—Claro, pero si yo conduzco, tu tendrás que encontrar el coche.
—Me parece justo.
Pero no pudo y yo tampoco pude y después de intentarlo durante una hora o así, volvimos al Café du Monde. Nos cebamos de rosquillas y las hicimos bajar con achicoria hasta que el mundo redujo su marcha, se estremeció y se quedó quieto de nuevo.
—Aún está en el hospital, en el parking —saltó Don—. El coche.
—Correcto. ¿Tomamos el último?
Pidió otro café para cada uno y entré en el bar para telefonear a Vicky.
A estas alturas eran casi las diez y se estaba preparando para ir al trabajo.
—Estaba muerta de angustia, Lew —dijo.
Le conté brevemente lo sucedido y le aseguré que pronto estaría en casa.
—Ten cuidado —me rogó—. Te dejaré comida en los fogones.
Dejó boniatos, farro y chuletas de cerdo, cocinadas, saltaba a la vista, unas horas antes: comida que yo tomaba desde niño, completamente extraña para ella. Me pregunté si había encontrado un libro de cocina vete a saber dónde (¿había libros de cocina sobre estas cosas?) o había hablado con mi madre. La cuestión es que se había esmerado. Traté de localizarla en el hospital pero me dijeron que estaba atendiendo una urgencia.
Estaba casi dormido cuando me llamó.
—Tengo dos minutos entre el caso de apuñalamiento en el ascensor y el infarto de miocardio que venía de Freret —me informó.
—¿Comida tradicional de los negros sureños? —pregunté—. ¿Cómo se dice en francés?
—Es nuestro aniversario, Lew. Quería hacer algo especial.
—Tú eres especial, Vicky. No tienes porqué hacer nada especial.
—El del infarto está aquí ahora, Lew; tengo que irme. Nos veremos por la mañana. A lo mejor podríamos desayunar fuera; me gustaría.
—A mí también.
Silencio entonces; el mutismo del aire acondicionado, el zumbido de los cables. A lo lejos en una radio suena un rock and roll antiguo. Trato de hacer malabarismos entre mis recuerdos y lo que soy, y no encajan. Se reúnen en la cima de una montaña, dan vueltas uno alrededor del otro, se gruñen, se muestran los colmillos. Hacia el sur hay nubes oscuras y relámpagos. Ahora hay claridad —podrían ser las siete o las once— y Vicky está a mi lado.
Nos perdimos el desayuno. En un momento dado, a principios de la tarde, el teléfono penetró gradualmente en mi sueño pero el que llamaba no insistió lo suficiente para darme tiempo a contestar. Puse en marcha el contestador y me volví a acostar. A eso de las cinco, nos levantamos, nos duchamos y leímos el Times-Picayune tomando un capuchino en un restaurante italiano del barrio. No había gran cosa en el periódico; el verdadero bombazo del día procedió de Vicky.
—Presenté la carta de dimisión esta mañana, Lew.
—Entiendo. Entonces…
Asintió.
—¿No vas a recapacitar, Lew? ¿No vas a venir conmigo?
—No puedo —contesté, advirtiendo de manera patente cómo se me había pegado su acento británico.
—Si es así, tenemos cuatro semanas enteras para estar juntos.
Saltamos a un taxi para ir al Commander’s Palace a cenar, una trucha fresca para mí, ostras con una salsa roja para Vicky y dos botellas de vino, mientras su partida crecía entre nosotros como un muro de hierba alta, algo que te emperras tanto en no mencionar que se introduce en cada palabra y cada silencio. Después tomamos brandy y volvimos hacia St. Charles para coger el tranvía.
Iba lleno de la típica colección de turistas, estudiantes, borrachos, trabajadores y ancianos apacibles que se santiguaban cuando pasábamos frente a una iglesia. Un hombre rechoncho de cara roja sentado al otro lado del pasillo, que no dejaba de mirar a Vicky con insistencia, se inclinó finalmente hacia nosotros.
—No me gustaría hacerme pesado, pero ¿por casualidad es usted británica?
—Je suis française —replicó Vicky—. Je ne parle pas anglais.
Al bajarse en la avenida Jackson, nos miró con desconfianza una última vez.
—Cernícalos —contestó Vicky a mi mirada interrogativa—. Los producimos a toneladas en Gran Bretaña. Una de las razones por las que vivía en Francia.
Nos bajamos en nuestra parada y nos encaminamos hacia nuestro apartamento, mientras se levantaba el viento y el aire frío se cristalizaba alrededor. Pasamos junto a una muchacha con un cochecito (Vicky habría utilizado la palabra británica) lleno de provisiones, y un grupo de hispanohablantes de mediana edad con guitarras, acordeones y una pequeña arpa con el bastidor de madera.
—Lo siento, si te sirve de algo saberlo —dijo al entrar los dos por la puerta del edificio— y te echaré terriblemente de menos, te echaré de menos durante mucho tiempo, Lew. —Luego, más tarde—: ¿No vas a acostarte aún?
—Dentro de un rato.
—¿Me despertarás cuando vengas a la cama, entonces?
Asentí, a sabiendas de que probablemente no lo haría. Probablemente ella también lo sabía, porque vaciló y se fue. Oí el agua que corría, la ducha, el cepillado de dientes, un reloj al que le daba cuerda, música clásica de la radio de la habitación, baja.
Eché brandy en una taza de té y contemplé el ojo rojo parpadeante del contestador. Puse a Bessie Smith y meneé la cabeza un rato siguiendo la promesa de su voz, siguiendo su blues de la habitación vacía, su arrastre de nueve días, su casa embrujada, siguiendo su sed y su hambre. Cada nota y cada palabra eran como algo extraído con fuerza de lo más hondo de mi ser.
«Cherie estuvo aquí esta tarde —me informó el contestador cuando por fin atiné a rebobinar la cinta y ponerla—. Soy Baker. Llámeme; quizá tenga algo para usted».
Marqué y esperé un buen número de llamadas. Miré el reloj: las doce pasadas.
—¿Sí?
—Señor Baker. Siento despertarle. Lew Griffin. No estaba seguro de si lo que tenía usted que contarme podía esperar.
—Un minuto —contestó Baker al otro lado.
Depositó el auricular. Oí agua que corría. Luego volvió.
—Fue sobre las seis. Oí una llamada a la puerta, la abrí y allí estaba. Tenía un muñeco, una especie de dinosaurio o algo así, para Denny. Dijo que sentía no haber vuelto antes.
—¿Cómo estaba?
—Se la veía bien. Me contó que había estado fuera, que las cosas le estaban saliendo bien; tenía un trabajo y nuevos amigos, dijo. Le hice comer algo (siempre ha sido de las flacuchas) y Denny y ella pasaron una hora o quizás un poco más juntos.
—¿Le contó algo sobre ese trabajo?
—No, pero antes de irse, me contó que ya no podría volver más, que se iba de la ciudad.
—¿Y?
Calló.
—Cherie ha sido una buena amiga para nosotros, para Denny y para mí. No le cuento esto porque es una cría y nosotros somos adultos o porque encontró usted a Denny cuando se extravió. Le he dado muchas vueltas en la cabeza.
—¿Entonces por qué diablos me lo cuenta?
—Creo que porque me lo dijo tres veces: «Me iré para siempre esta madrugada, en un Greyhound, a las dos treinta y seis». Casi como si quisiera que yo o alguien se lo impidiera.
—¿Ah, sí?
—¿Quién sabe? Ni yo mismo sé lo que quiero la mayoría de las mañanas. A lo mejor se lo podría usted preguntar.
—Sí, podría. ¿Estaba sola?
—Vino sola, sí. Cuando se fue, miré por la ventana. Un coche aparcó junto al bordillo media manzana más arriba y se metió en él. Un Lincoln, último modelo, oscuro.
—Gracias, señor Baker. Salude a Denny de mi parte.
—Lo haré. Y procure hacer comprender a Cherie por qué tuve que decírselo a usted. Es una niña, Griffin.
—Sí.
—Maravillosa, pero una niña para estas cosas.
—Le pido disculpas de nuevo por haberlo despertado.
—Créame, no me importa en absoluto. Uno de los placeres de mi vida es sentarme solo aquí en la madrugada con una taza de café, mirando afuera en la oscuridad y pensando, recordando. Lo suelo hacer a menudo. Pero no todo lo que quisiera.
Colgué oyendo el silbido de su tetera, entré en la habitación y encontré a Vicky profundamente dormida. Tendida en las sábanas blancas desnuda, parecía casi una niña ella misma, pálida y pequeña, tan vulnerable… Los recuerdos irrumpieron en mi cabeza como tigres.
Lo suelo hacer a menudo, había dicho Baker, pero no todo lo que quisiera.
Y me di cuenta de cuánto formaba parte de mí mismo, de lo que era ahora, Vicky, el sonido de su voz y aquellas erres, los libros que leía, su música, los brazos delgados que se introducían en mangas blancas, las sandalias que llevaba en nuestras horas compartidas, su ternura y su curiosidad. Pasara lo que pasara, todo aquello sería parte de mí para siempre.
Encontré un bloc de notas y escribí, lentamente, vacilante: «Je t’aime toujours, et tu me manqueras quand nous allons nous quitter. Longtemps tu me manqueras».
Lo deslicé debajo del reloj que ella guardaba en la mesilla, uno que tenía desde la escuela de enfermería. Todavía escuchaba el tictac de aquel reloj al salir a la fría y negra noche, como un corazón pequeño, como un grillo, una aguja que zurcía la vida, algo que no cambia.