A eso de las nueve y media, Vicky se levantó, se duchó y empezó a vestirse. Tumbado en la cama, contemplé cómo se ponía las medias blancas, los pantalones con la raya planchada, la camisa del uniforme. Hay algo en todo ese blanco, la forma en que contiene apenas a una mujer, su mensaje de inocencia y de secreto perseguidos, que nos recuerda hasta qué punto somos misterios impenetrables los unos para los otros. Damos vueltas unos alrededor de otros, de vez en cuando nos acercamos, con más frecuencia nos alejamos, al igual que damos vueltas alrededor de nuestros propios sentimientos confusos y conflictivos.
Después de que se fuera, me levanté, me serví medio vaso de whisky y, todavía desnudo, encendí la tele. Estaba en el canal PBS desde que habíamos visto una ópera hacía una semana más o menos. Un joven blanco con un abrigo de pana, una camisa tejana de trabajo y gafas con la montura de acero estaba hablando sobre el blues.
—Como el esclavo no podía decir lo que quería —estaba explicando— decía otra cosa. Pronto se encontró diciendo toda clase de cosas que no quería decir. Se podría llamar disimulo. Pero lo que quería decir en verdad era el blues.
Una vieja fotografía en sepia sobre la Plantación Dockery apareció en pantalla.
—Mucho de lo que sabemos acerca de la primera época del blues rural se centra en torno a esta hacienda del Misisipi. Y de aquí procedía el primero de los nombres mágicos del blues rural: Charley Patton.
Foto de Patton, tupé, pómulos de indio y tez criolla. De fondo, «Some These Days».
La foto de Patton dio paso a un boceto de Robert Johnson y «Come in My Kitchen».
Bessie Smith y «Empty Bed Blues», Lonnie Johnson, Bukka White y Son House, el «Been so Long» de Sonny Boy Williamson con una armónica lastimera sobre una línea vocal de bajo.
—Big Joe Williams. —Pantalla completa, reducida luego a un cuarto de pantalla arriba y a la izquierda del Hombre de Pana con Montura de Acero—. Una vez declaró a un entrevistador que todos aquellos jóvenes no entendían nada. Estaban tratando de meterse dentro del blues, dijo, cuando en realidad el blues era una forma de salir, de salirte de las dieciséis o dieciocho horas de trabajo cada día, salir de donde vivías y de lo que tus hijos y tú tenían por todo futuro, salirte de todo ese puro dolor que no cesaba.
De fondo, muy bajo, un vivaz ragtime punteado de Blind Blake que empalmó con «Dark Was The Night» de Blind Willie Johnson.
—El blues, entonces, evolucionó, a la larga, hacia otra forma de disimulo, otra forma de no decir lo que se quería decir. En una forma «segura» de lidiar con la furia, el dolor, la desilusión, la rabia y la desazón. El bluesman, al cantar que su novia lo ha dejado otra vez, no está hablando del fin de una relación, se está lamentando de la usurpación de su vida entera y de su ser.
Apagué bruscamente la tele, me puse más whisky y traté de pensar cómo sería sin ella. Salí al balcón para contemplar el desfile de almas restregadas y pringosas en la calle. La combinación del frío por fuera y el calor por dentro gracias al whisky era tonificante, eléctrica. Mañana habría cosas buenas. Vicky no se marcharía.
Acababa de encender de nuevo la tele (une peli de aventuras en la selva) cuando sonó el teléfono. Era Sansom, que preguntaba si había sabido algo de Jimmi últimamente.
—Anoche. ¿Por alguna razón especial?
—Anoche no volvió a casa después del trabajo. Hace una hora llamé al centro de día. Hoy no ha aparecido. He mandado a varios muchachos a indagar por ahí.
—Espero que saquen algo en claro.
—¿Lo notaste alterado cuando hablaste con él, Lew?
—No. Calmado, de veras. Sólo quería saber si había averiguado algo.
—¿Y lo hiciste?
—No mucho. Un lugar donde ella solía visitar a un chico retrasado. Eso es todo. Pero es curioso: el chico se fugó también hoy.
—Hay algo en el aire.
—Los rusos, a lo mejor. O el fluoruro… que le pregunten si no al senador.
—Lo sospecho. Pero sigo batiendo el récord. Voto contra los rusos, el pecado y el fluoruro desde que la buena gente de Louisiana me metió en esta oficina.
Entonces se puso serio de nuevo.
—¿Me tendrás al corriente si te enteras de algo, Lew?
—Por supuesto. Garantizado.
—Buen tío. ¿Cómo va todo?
—Bien. A lo mejor Vicky regresa a Europa.
—¿Ah, sí? ¿Vas a irte con ella?
—No lo creo.
—Deberías considerarlo. Las cosas son diferentes allá. Tengo que irme, Lew. Gente con problemas. Nos vemos.
En la pantalla, unos porteadores indígenas se habían fugado del safari aterrorizados, desperdigando sus cestos y mochilas por el suelo. El buana disparó al aire y les vociferó en un inglés chapurreado.
Al cabo de unos minutos, llamó Vicky para desearme las buenas noches y para quejarse de que el hospital era hoy una casa de locos.
—Y la noche no hace más que empezar —suspiró.
Apagué la tele (elefantes, leones y serpientes) y volví a la cama, pero no pude dormir. Me levanté, me metí en la bañera y abrí el grifo. Demasiadas cosas en la mente que irrumpían, merodeaban y se infiltraban.
Al cabo de una hora, me desperté, con el agua fría hasta el cuello.
Tiré del tapón, me sequé con la toalla y me tomé otro trago de whisky. Eran casi las dos de la madrugada. Cuando apoyé la cabeza sobre la almohada ya estaba soñando.
Por la mañana, había luz, un montón, y cabello rojo, un montón también. Luego el rostro de Vicky arrimado al mío.
—Levántate y brilla. O, al menos, levántate. Arriba. Es de día. Trabajo. ¿Te acuerdas?
—¿Así es como tratas a tus pacientes?
—¿Acaso tú no lo sabes?
Aún toda de blanco, se acostó junto a mí. En el bolsillo de su camisa de uniforme había un gran lamparón amarillo naranja, atravesado por un chorro de manchitas de sangre en forma de estrella.
—Olvida el trabajo. Quédate conmigo.
—¿Mala noche?
—Todo lo que prometía ser y mucho peor.
—A lo mejor deberías estar agradecida. Hay pocas cosas que son lo que prometen, hoy en día.
Se acurrucó contra mí, suspiró profundamente y dijo:
—Tuvimos a un poli esta noche, Lew. Una pandilla lo atrajo a un callejón, casi niños, todos ellos. Lo acorralaron, le pegaron una paliza y le quitaron la pistola. Luego, uno tras otro, le dieron por el culo. Al terminar, lo abrieron como a un cerdo, lo rajaron en canal.
—Has visto peores casos.
—Era totalmente gratuito. No estaba haciendo nada; él no los estaba persiguiendo. Ni siquiera le conocían. Y un testigo se quedó allí plantado detrás de una ventana observando toda la escena hasta que se le ocurrió llamar. ¿Qué rayos le pasa a este país, Lew?
—No lo sé. Nunca lo he sabido.
Se incorporó un poco y se apoyó en el codo.
—Estos últimos meses, cada vez que oigo una llamada a la sala de urgencias, me quedo paralizada por dentro, un órgano vital se me detiene. A veces sueño que acudo a una de esas llamadas y resulta que eres tú el que está en la camilla de ruedas con la cara avanzando hacia mí.
—Todo el mundo solía decir que mi abuelo era demasiado mezquino para morir.
—Pero murió.
—Ya no parecía tan mezquino entonces.
—Todos morimos, Lew. Los buenos, los crueles o los del montón, y eso iguala a la mayoría, supongo, todos morimos. Tanto el amo como el esclavo, tanto la élite como el proletariado, tanto los elegidos como los parias. Pero nadie debería morir nunca tal como lo hizo él, en un callejón asqueroso desangrándose mientras los mamones que se lo habían cargado estaban allí carcajeándose.
La abracé durante mucho rato. Y al final dije:
—Yo habría muerto de no ser por ti, Vicky. Pero allí estabas tú y saltaba tan a la vista que te preocupabas por mí… Estoy seguro de que no soy el único que se ha sentido así.
Las lágrimas le corrieron por las mejillas.
—¿Y eso es todo lo que podemos hacer, Lew? ¿Limitarnos a aliviar el dolor de otro, mullir la almohada, cambiar las sábanas, escuchar?
—¿Y eso te parece poco?
—No —convino ella—, claro que no. Pero, abrázame, Lew.
Luego se quedó dormida a mi lado, aún de blanco. Yo mismo me adormilé y me desperté con un hambre canina.
Cerré las persianas para que siguiera durmiendo. Sigilosamente, busqué a tientas calzoncillos, calcetines, camisa y traje, cerré la puerta de la habitación, la abrí de nuevo y recuperé el cinturón y los zapatos. Me duché, me afeité y me vestí. Luego fui a la cocina a por un desayuno (o almuerzo, quizá, considerando la hora) de quiche con crema que había sobrado. Durante la segunda taza de café sonó el teléfono y al precipitarme sobre él de un salto para evitar que molestara a Vicky, tiré la silla. Era Manny, de la compañía de préstamos, que quería saber si iba a ir hoy.
—Tengo un puñado de recibos, Lew.
—Lo siento. Me dormí. Dame veinte minutos, quince si el viento sopla a favor.
Cuando estaba a punto de irme, Vicky abrió la puerta de la habitación.
—Ten cuidado, Lew —me rogó.
Pues, la verdad es que sí que había un buen puñado. Al revisarlos, escogí primero los nombres que ya sabía de otras veces —los que normalmente eran cobros rápidos, lo único que tenías que hacer era presentarte— y luego los cercanos a la ciudad. Al cabo de unos treinta minutos, calculé que tenía curro para una semana y se lo comenté a Manny.
—¿Ah, sí? Para los demás cobradores que hemos tenido, habrían supuesto tres semanas de faena. A algunos les habría dado un soponcio o se habrían ido a casa corriendo a ver a mamá, ante esa perspectiva. Vete de aquí, Lew, y no vuelvas hasta que esté todo zanjado.
—Con el dinero, por supuesto.
—O algún facsímil razonable.
—Gracias, Manny.
Estaba ya con un pie fuera cuando Manny terció:
—Tengo entendido que tu mujer va a dejarte, Lew.
—A lo mejor. ¿Cómo te has enterado?
Se encogió de hombros y extendió los dedos sobre la mesa del despacho.
—La gente habla. Corre la voz. Ya sabes. —Alzó la mirada de la mesa, con los ojos enormes detrás de las gafas—. Es bastante especial, ¿no?
—¿Acaso no lo son todas? —Luego, avergonzado—: Sí, lo es.
—Buena suerte, Lew. Espero que todo te salga bien, te lo mereces.
—Gracias. Eh, ¿puedo ir a buscar tu dinero ahora?
—Faltaría más. El mío y el de cualquiera que pilles por casualidad. Ni se me ocurriría detenerte.
Dediqué diez buenas horas. La recaudación total subió a 4617 dólares. Manny obtuvo el cuarenta por ciento de lo cobrado. Mi propia comisión era el diez por ciento de la parte de Manny. Breve manual de capitalismo.
Vicky ya estaba en el trabajo cuando llegué a casa. Había dejado una nota en la nevera: «Mañana fantástica. Te eché de menos esta noche. Duerme bien. Gracias». En el horno había dejado un guiso; en los fogones había una olla de sopa, cerca, pan tierno envuelto en una toalla tibia.
En la mesilla de noche, encontré el libro que estaba leyendo en aquel momento. Una cubierta rígida amarilla, con el título y el autor en negro, sin reclamos del editor ni ilustraciones de portada. Lo abrí al azar y leí, traduciendo literalmente: «Aunque sólo fuera un sol otoñal, había renacido y la vida se extendía intacta ante mí, pues aquella mañana, tras una racha de días templados, había surgido una fría niebla, que no se despejó hasta el mediodía; y un cambio de tiempo basta para volver a crear el mundo y a nosotros mismos».
Si al menos eso fuera verdad, me dije. Si bastara con algo así para volver a crear el mundo y a nosotros mismos…
Recordé cuando, hacía apenas unos meses, paseaba junto al río con las palabras «tabla rasa» y «palimpsesto» rondándome la cabeza.
Pero el mundo no cambia y, en general, tampoco nosotros; nos limitamos a seguir adelante mirando en el mismo espejo, probándonos distintos sombreros y expresiones y nuevos surtidos de vicios, opiniones y prejuicios; fingiendo, como los niños, hacer, ver y sentir cosas que no están.
Como la mayoría de los pueblos sureños, la localidad donde nací y crecí tenía a sus borrachos correspondientes. Había montones que bebían, algunos en cantidades industriales, pero de todos ellos —aquellos que, de edad indeterminada, recorrían las calles tambaleándose y echando pestes a perpetuidad (suciedad durante muchos años, luego cochambre y a la larga una costra de roña); otros con la ropa igual de raída aunque de una pulcritud agresiva, que se ponían como una cuba casi todos los fines de semana y por la noche— de todos ellos, había uno del que todo el mundo hablaba. Casi como si ésta fuera una posición elegida, honoraria o algo así como los griots africanos, refractarios fundamentales para su cultura y al mismo tiempo vilipendiados. Los griots, en la sociedad senegambiana, elogiaban con cantos a sus dignatarios, memorizaban las genealogías épicas que se convirtieron en la historia oral de su cultura, cantaban y tocaban en grupos para regular el ritmo de trabajo de los campesinos y otros jornaleros. Y sin embargo, cuando el griot moría, no podía ser enterrado entre los respetables de su sociedad. Dejaban pudrir su cuerpo en un árbol hueco.
El que constituía la comidilla de todos en mi pueblo era un barbero, «un barbero de puta madre», decían, sacudiendo la cabeza, «si al menos pudiera dejar la botella en paz». (Otros añadían: «Y ese chochito»). Yo era compañero de juegos de su hijo, Jerry —un maestro de escuela, ahora— porque ambos vivíamos bastante a las afueras del pueblo, y cuanto más te alejabas, más se difuminaba la línea divisoria entre blancos y negros. Ninguno de los dos tenía a nadie más con quien jugar.
El caso es que un día el padre de Jerry vino de la barbería más sobrio que una piedra y anunció que se iba a ir un tiempo para reflexionar. Metió unos vaqueros, unas camisetas y varias camisas de franela en bolsas de papel. En la mesa de la cocina dejó un fajo de billetes, lo que había cobrado al vender su barbería y (aparentemente) dinero que había acumulado durante todos aquellos años cuando todo el mundo andaba diciendo que se gastaba hasta su último centavo en la bebida. Era una asombrosa suma de dinero, me lo contó Jerry mucho tiempo después. Y aquélla fue la última vez que lo vio.
Su padre se mudó a una cueva junto al lago y vivió allí durante años, pero Jerry nunca quiso ir a verlo. Se sustentaba con lo que podía cazar en el bosque o pescar en el lago y nunca regresó al pueblo. Mucha gente decía que al final se había venido abajo. Otros fueron a verlo para pedirle consejo.
En mi primer año de facultad, descubrí libros: Thoreau y, poco después, escritores como Gandhi, Tolstoi, Twain y Faulkner. Devoraba de cabo a rabo sus biografías y sus propios libros tal como los demás tragaban golosinas o bocadillos; me pasaba días encorvado sobre sus caitas y diarios en aquella polvareda típica del Delta, mi columna vertebral, un enorme signo de interrogación.
Hobbes, por ejemplo, con su paradoja del poder. Cuanto más poder tiene uno, según Hobbes, más poder necesita para mantener el poder. Sólo cuando eres verdaderamente un don nadie, cuando no tienes nada que podría anhelar cualquiera, logras que te dejen en paz y sigues por ahí con tu vida anodina sin que te molesten. Creo que el padre de Jerry se proponía algo así. Y mis hermanos, los negros, se me antojó, eran auténticos hobbesianos.
Nada de esto se acerca mucho a la verdad, sospecho; en parte, era lo que mi mente juvenil interpretaba, o quería interpretar, de la reconstrucción de los hechos; en parte, lo que la memoria (siempre más poeta que periodista) ha conservado. Probablemente el padre de Jerry era tan sólo un borracho más que se pasó toda la vida desmadrándose hasta que se retiró, como se empezó a rumorear al cabo de pocos años, y acabó ahogándose en su propio vómito o en el agua sulfurosa y turbia del lago. El caso es que, en la universidad, usé esta historia en un par de redacciones de lengua e historia y para mi trabajo trimestral de filosofía, y siempre saqué un sobresaliente.
No sé a qué hora me quedé por fin dormido, pero me pareció que sólo un momento después sonó el teléfono.
—Siento despertarte, pero tenía miedo de que si no lo hacía te levantaras preocupado.
Miré la hora. Faltaba poco para las siete. En el exterior, los pájaros estaban afinando.
—Me voy a quedar un poco, si no te importa. Ha sido una mala noche y ahora hay tres llamadas, todas para enfermeras tituladas. Me da apuro dejar a las chicas con este percal. ¿Vas a ir al trabajo, hoy?
—A lo mejor no. Tuve un buen día ayer. Ya veré.
Y me volví inmediatamente a dormir y no abrí un ojo hasta que Vicky se metió en la cama junto a mí.
—Estoy cansadísima —dijo. Luego—: Pero no tanto como para no…
Después, miré la hora otra vez: pasaba un poco del mediodía y me arranqué de la cama. Vicky se volvió hacia su lado izquierdo y emitió un susurro. Calenté agua, molí unos granos, me afeité y luego fui, vestido, a tomar el café en el balcón.
Los transeúntes se arremolinaban y se precipitaban hacia el trabajo como el agua que corre por una cañería. ¿Cuántos vivían la misma vida durante cuarenta años: arriba a las seis, ducha a las seis y cuarto, desayuno, segundo café, acompañar a los críos al colegio, en la interestatal o St. Charles o en el autobús o el tranvía a las ocho, en la oficina o la tienda a las nueve? ¿Luego a casa a las seis, una o dos copas, cena, tele o juegos con los críos quizás, al centro comercial los lunes o los jueves, al cine o a un partido los domingos por la tarde?
Yo tenía un hijo. Hacía mucho tiempo que no lo veía, que no me apetecía verlo. Ahora me apetecía verlo. Pero entonces llamó Walsh.
—¿Lew? No pensaba pillarte en casa. Acabo de hablar con Sansom. A Jimmi Smith lo han herido, está bastante mal. Sansom dijo que seguramente querrías saberlo.
—¿Qué pasó, Don?
—Lo asaltó una especie de pandilla, al parecer. Lo apalearon con algo, cadenas o gatos de automóvil, a lo mejor. Le pegaron dos puñaladas. Alcanzaron un pulmón.
—¿Alguna idea del motivo?
—Sabes tan bien como yo que no tiene por qué haber un motivo. Probablemente no lo haya. Sólo que pasaba por ahí.
Don se apartó del teléfono, habló con alguien, escuchó y volvió a hablar.
—Tengo que irme, Lew. Jimmi acaba de tener un paro cardíaco. Se les está yendo.