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Anduvimos un rato y terminamos en un café criollo dirigido por un cajún eternamente joven y su familia. Dos chicos de unos nueve o diez años acompañaban a los clientes a sentarse y despejaban las mesas; una chica de trece o así era la camarera. El menú estaba escrito en una pizarra junto a la puerta que conducía a la cocina.

Tomamos cada uno sopa de pescado, arroz muy picante con frijoles rojos, morcilla, todo atenuado considerablemente por una botella helada de vino blanco. La cuenta subió 28,66 dolares; juro que no sé cómo se gana la vida ese hombre. El mismo Bouchard apareció con un delantal manchado de sangre y grasa cuando nos íbamos para asegurarse de que todo había sido satisfactorio. Le contestamos, como de costumbre, que había sido mucho más que satisfactorio, había sido excelente.

Merci —dijo, y regresó volando, como aliviado, a su querida cocina.

Íbamos paseando sin rumbo hacia el apartamento, disfrutando del rubor producido por el vino y el aire helado, cuando un coche redujo la marcha y se puso a nuestro nivel. Había dos blancos jóvenes dentro. Uno tenía una litrona, el otro una petaca de whisky y se los iban intercambiando.

—Eh mira —exclamó uno de ellos—. Ese negrata se ha echado una blanca. Debe creerse el rey del mambo ahora, ¿no?

—Eh, tío, ¿eres el rey del mambo?

—Te estoy hablando, negrata.

Me volví, los miré y esperé. Me resultaba una vieja escena muy familiar en la que sólo cambiaban los detalles. Nada ocurriría hasta que salieran del coche. Y entonces, mejor que ocurriera deprisa, para tomarlos desprevenidos.

—El negrata no puede hablar —se burló el conductor.

—Debe de ser uno de esos negratas cortitos.

—¿Eres tonto o es que estás masticando agua?

Soltaron unas risas, bebieron y soltaron otras risas. El del lado del pasajero alcanzó la manecilla de la puerta.

—Había oído comentar que sucedían cosas así en Estados Unidos —intervino Vicky—, pero no me lo creía, de veras. Supongo que en todos los países hay gilipollas rematados como esos dos, por desgracia.

Todo se quedó muy quieto y tranquilo por un momento.

—Jooodeeer, tío —comentó el pasajero al conductor—. Encima no es una blanca, es una guiri de mierda.

Se intercambiaron las botellas y arrancaron el coche.

—Bienvenida al gueto, señorita Harrington —tercié y nos apoyamos uno al otro riendo, riendo sin parar como uno hace sólo después de haber pasado una gran tensión.

De vuelta a casa, Vicky preparó un baño y volvió a través de la salita desnuda para servirse un brandy.

—¿Llevas ropa alguna vez? —le pregunté.

Me hizo una mueca y se relamió los labios.

Puse un poco de Chopin, bajo, y comprobé los mensajes en el contestador. Soy Vicky. No estoy en casa ahora, pero, por favor, deja el nombre, etc., luego lo mismo en francés. Tanto Sansom como Walsh habían llamado para ver cómo andaban las cosas. Jimmi Smith quería que lo llamara cuando volviera a casa, por muy tarde que fuera.

Marqué y esperé seis o siete llamadas.

—¿Sí?

—¿Jimmi?

—Lew. Gracias por llamarme. ¿Averiguaste algo?

—No demasiado. No tanto como hubiera esperado. Pero tengo una buena pista y a lo mejor sale algo. Te tendré al corriente.

—Claro, dímelo enseguida y ¿… Lew?

—Sí.

—Gracias. Eres una buena persona, no dejes que nadie te diga lo contrario.

—Buenas noches, Jimmi.

Entré en el baño. Vicky estaba leyendo una novela; sólo la cabeza, las manos y dos islotes de rodillas emergían de la superficie del agua. Levanté su copa del borde de la bañera y tomé un trago de brandy.

—¿Alguna llamada para mí? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—¿Quieres compañía?

—En esta bañera no cabemos los dos, socio.

—Tomaré una de las pastillas de Alicia y me haré pequeño.

—Bueno, vale. A lo mejor el agua te encoge. —Alzó las rodillas y chapoteó en el agua delante de ella—. Ahí, vaquero.

Después, justo cuando estábamos conciliando el sueño, le pregunté:

—¿Cuántas unidades asignaría tu enfermera en jefe a esto?

—Grrrr —me contestó.

Como Vicky volvía de nuevo a trabajar de noche, al día siguiente tomamos sin prisas un opíparo desayuno, que alargamos más de una hora, consistente en café, fruta, tostadas, huevos duros y arenques. Había decidido que le apetecía ir de compras aquella mañana. Enjuagamos y escurrimos los platos y la dejé en Canal Street de camino a la compañía de préstamos.

No había mucho y lo que había era ligero. Pasé unas horas persiguiendo morosos por la zona del centro y pesqué lo suficiente como para dar por terminada la jornada (una jornada descansada, entiéndase). Luego me di cuenta de que había olvidado dejar los veinte adicionales que había prometido a Kirk Woodland y me dirigí de nuevo hacia Metairie.

Había un coche patrulla aparcado frente a la casa de Baker y un poli abrió la puerta cuando llamé.

—¿Qué le trae por aquí? —preguntó el poli.

Se acababa de dejar el bigote para parecer mayor. No le había servido de mucho.

—Señor Griffin. ¿Cómo lo supo? —exclamó Baker desde el otro lado de la habitación.

—¿Conoce a este hombre? —quiso saber Bigotes.

—Un amigo —repuso Baker y me preguntó de nuevo cómo lo sabía.

Bigotes se apartó y me dejó pasar.

—No lo sabía —contesté—. No sé nada. Pasaba por aquí y vi el coche.

—Denny ha desaparecido, señor Griffin. Nunca había ocurrido nada igual. Fui a por leche a la vuelta de la esquina y al volver, no estaba. Nunca se había ido de casa aunque yo no estuviera.

—Probablemente no ha ido muy lejos, señor Baker. Pronto aparecerá. Tiene mi número. Llámeme si puedo servirle de ayuda.

—Ojalá tenga usted razón, señor Griffin. Y gracias.

Más por hábito que por otra cosa me di unas vueltas por el barrio. Parecía sobre todo estar poblado por gente mayor, no había muchos niños, ni muchos testimonios de que hubiera niños: columpios, bicicletas y cosas por el estilo.

En una esquina había una gasolinera destartalada, como las que solíamos rondar de chicos, compartiendo preciosas botellas de Nehi y Pepsi, y me detuve para cargar gasolina. Entré a pagar en la oficina, que estaba abarrotada de trastos y parecía una cueva, medio ciego en la penumbra. Había un hombre sorprendentemente joven, sentado entre dos ventiladores, sudando. Le pagué, miré alrededor los calendarios de pastel de queso y le pregunté si por casualidad había visto pasar a un chico en las últimas dos horas, un chico corpulento.

El miedo invadió sus ojos.

—Llevo años sin tocar chicos. Y no por falta de ganas, pero he escarmentado, no voy a volver a chirona por nada del mundo. Deberían saber ustedes que me he vuelto legal.

—Eh, cálmate.

Me miró con detenimiento, pestañeando.

—¿No es usted de la pasma?

Negué con la cabeza.

—Lo parecía —dijo.

—Un amigo de unas manzanas más arriba, su hijo se ha extraviado. La pasma está allí ahora. Pensé que a lo mejor podría ayudar, buscar por ahí un rato, al menos.

—¿No será ese chico alto y retrasado?

Asentí.

—Si la pasma está allí ahora, les faltará tiempo para venir aquí.

—Si te has vuelto legal, no te molestarán.

—A otro perro con ese hueso. ¿Qué me va a contar usted, siendo negro?

—Bueno —concedí—, es algo que oí decir a Jack Webb, supongo. Corramos un tupido velo. Pero buena suerte.

—Gracias. Usted también… en lo de encontrar al chico, me refiero.

Cerró los ventiladores y se puso a contar el dinero de la caja.

Di otro par de vueltas infructuosas por el barrio, emprendí el regreso a Nueva Orleans, me di cuenta de que había olvidado otra vez dejar los veinte dólares con Woodland y di media vuelta.

Al volver hacia la casa de Woodland, oí algo, o me pareció oír algo, en el apartamento donde había vivido Cherie. Probé a abrir la puerta y cedió. Dentro estaba Denny sentado con las piernas cruzadas en el centro de la habitación.

Hasta la fecha no sé cómo llegó hasta allí o cómo logró abrir la puerta. Pero lo llevé a casa con su padre, que insistió en que tomáramos algo (un bourbon barato que probablemente guardaba debajo del fregadero y al que echaba mano una vez al año para hacer un ponche de huevo) y se deshizo en agradecimientos varias docenas de veces. Volví de nuevo hacia los apartamentos —había olvidado otra vez los veinte dólares—, luego recuperé el coche y tomé la I-10 justo a tiempo para encontrarme con un viejo conocido, el atasco de las cinco de la tarde, uno de los mejores argumentos en contra de un trabajo fijo.

Encendí la radio, escuché seis canciones y avancé cien metros. Un nuevo frente frío se estaba acercando y se declararía hacia medianoche. Un chiflado de Austin había matado el perro ladrador de sus vecinos, los había invitado a cenar y les había servido un «sabroso guiso».

El tráfico acabó por descongestionarse y llegué a casa a eso de las seis y media. Vicky tenía preparados un pollo al curry, unas verduras marinadas y un bizcocho borracho casero. Después de cenar, hicimos una larga sobremesa tomando café. Vicky hablaba de las cosas que había visto en el hospital, en la calle.

—Hay algo aquí que falla en lo más íntimo, algo duro e implacable —comentó—. Lo noto en muchísimas personas que tengo por pacientes y lo veo en los ojos de los automovilistas que me adelantan. No es de extrañar que tantos estéis medio locos. No sólo majaretas, entiéndeme bien, sino desaforados… salidos de madre. No veo cómo un extranjero podría sentirse cómodo aquí, cómo podría encajar. No veo cómo tú lo haces.

—Yo no lo he hecho, durante gran parte de mi vida, Vicky, ya lo sabes.

Sirvió más café para los dos y nos quedamos un rato allí sentados en silencio. En el exterior, el viento achuchaba el edificio tal como hace un perro con la cabeza, cuando quiere que lo acaricien.

—¿Te vendrías a Europa conmigo, Lew?

Desde luego, era una idea nueva, algo que nunca se me había ocurrido y la tomé en consideración como es debido antes de sacudir la cabeza. Pensando en todos esos músicos de blues y jazz, en Richard Wright, Himes, Baldwin.

—Me sentiría más forastero allí que tú aquí. América es algo con lo que tengo que lidiar, me lo monte como me lo monte o como pueda montármelo, es algo de lo que no puedo huir.

—Las cosas son tan diferentes aquí…

—Lo sé.

Asintió con la cabeza.

—Henry James dijo no sé dónde: «Es un destino complejo ser americano».

—¿Eso fue antes o después de que se volviera, a efectos prácticos, británico?

Se echó a reír.

—Muy buena.

Más tarde, tumbado junto a ella, quería pedirle que no me dejara, que no se marchara. Quería decirle que el tiempo que había estado con ella era el mejor que había tenido nunca, que gracias a ella me sentía conectado a la humanidad, al mundo entero, como nunca me había sentido; que me había salvado la vida; que la quería. Había tantas y tantas cosas que quería decir, y que nunca le había dicho ni diría…