Siempre debe brillar alguna luz detrás de nuestras vidas, decía uno de mis profesores de la universidad. Había sido poeta, al parecer bueno, bien considerado, prometedor. La luz se estaba extinguiendo detrás de su vida el año que lo tuve de profe de literatura en primero. A mediados del segundo semestre, no apareció por clase durante dos días seguidos. Lo encontraron en el suelo de su cuarto de baño. Se había colgado de un gancho clavado en el techo encima de la bañera y, aunque el gancho se había desprendido del yeso podrido, ya aballestaba medio estrangulado y tras unos momentos de revolcarse sobre el yeso esparcido, con la espalda rota al darse con el borde de la bañera en la caída, había muerto.
Al encontrar a Vicky, al empezar a conocerla, sentí que la luz se encendía de nuevo detrás de mi vida. Llevaba apagada mucho tiempo.
Comencé a realizar cobros de morosos para una compañía de préstamos del barrio de Poydras. Walsh me había dado el espaldarazo y yo seguía con la corpulencia y la pinta de bestia necesarias para convertirme en un cobrador eficaz. Me pusieron a prueba con un sueldo simbólico, pronto añadieron un porcentaje y posteriormente me doblaron el sueldo.
Vicky y yo nos veíamos con bastante regularidad: conciertos, cenas, películas en el Prytania, teatros, museos, largas tardes tomando café o botellas de vino. Rememoré el concepto de las mónadas, áreas enteras de conocimiento, de entendimiento, que se abrían de par en par al individuo que se desarrollaba. Y sentí que surgían dentro de mí nuevos mundos, mundos que siempre había intuido allí, pero que nunca había podido encontrar, alcanzar.
Todo este período, al igual que aquellas primeras semanas en el hospital, pero por razones bastante distintas, tiene para mí una calidad borrosa. Localizaba a personas durante todo el día, fichaba a eso de las seis, me dirigía a casa de Vicky y salíamos por ahí o nos quedábamos en casa hablando y escuchando música hasta que le tocaba irse al trabajo. Mi horario era flexible y los días en que ella tenía guardia, a veces trabajaba de noche para estar con ella durante el día.
Trabajo, una mujer que espera, dinero en el banco y crecimiento personal: sueños americanos.
Pero me quedé en el centro de reinserción. Carlos, a regañadientes, empezó a darme los buenos días. Jimmi, las pocas veces que coincidíamos, no quería hablar. Vicky me pedía que me fuera a vivir con ella. Sansom venía cada viernes para cerciorarse de que todo iba bien.
El tiempo transcurría, inexorable.
Tanto Verne como Walsh llamaban para ver cómo andaban las cosas, Ça va bien, les aseguraba.
El presidente emprendió otra guerra encubierta.
Se erigieron monumentos a los que habían muerto en la última guerra encubierta.
La CIA derrocaba pequeños gobiernos sudamericanos y llevaba gruesos expedientes sobre muchos de sus propios ciudadanos.
En Sudáfrica, el mismo rollo de siempre.
Rusia nos ladraba y nosotros le replicábamos con ladridos, nada nuevo por ahí.
Donde el puente del río Misisipi, pululaban como hormigas para construir la Feria Mundial de 1984.
Me fui a vivir con Vicky.
Era un complejo de apartamentos bastante moderno y ella había conferido a su rincón un aire indefectiblemente británico colgando cuadros de las cornisas, instalando dos butacas al lado de una mesilla de té, amén de llenar el piso de muebles viejos y pesados. Al mudarse, había encontrado allí los típicos muebles compactos y sintéticos, según decía; le daba la impresión de vivir en un motel. Había libros por todas partes.
Cuando llevábamos varias semanas juntos, una noche que habíamos decidido quedarnos en casa —yo tenía un cazo de frijoles rojos cociéndose en el fuego y me disponía a preparar el arroz—, llamaron a la puerta. Era Jimmi Smith.
—Bill Sansom dice que se te da bien encontrar personas —anunció sin más preámbulos.
—¿Tu hermana?
Asintió con la cabeza.
—Entra, por favor —dije y le presenté a Vicky.
—Tengo una mala corazonada —explicó—. Algo ha ocurrido. Ya no puedo seguir así.
—Le ruego que se quede a cenar, señor Smith —intervino Vicky.
Sacudió la cabeza pero al cabo de poco se dejó llevar a la mesa. Nos contó cómo solían sentarse en el columpio del patio trasero y escupirse semillas de uva uno al otro, cómo iban a todas partes juntos con sus petos conjuntados. Yo servía vino y Vicky trajo una barra larga de pan. A lo largo de la cena y a la segunda botella de vino, me habló de su hermana, Cherie. Me dio su última dirección y una foto pequeña, un viejo retrato escolar, el único que tenía, dijo, porque a ella no le gustaba que le sacaran fotos.
—Husmearé por ahí y veré qué puedo sacar —le aseguré—. Te tendré al corriente. ¿Sigues en la casa?
—El mismo catre y el mismo libro.
Lo acompañé a la puerta y me puse a amontonar platos. Vicky había cogido la fotografía.
—Se la ve tan joven…
—A nuestra edad, empezamos a ver joven a todo el mundo. Los polis me parecen niñatos últimamente.
—También tiene cara de ser una persona que sabe que lo mejor de su vida ya ha pasado —agregó Vicky y estuvo triste el resto de la velada.
Por la mañana, fiché en la compañía de préstamos, recogí mis recibos y, al encontrar dos de los informes en Metairie, donde también estaba la última dirección de Cherie, me dirigí para allá.
El primero me llevó a una casa de pisos que evocaba las madrigueras, donde una adolescente de cara sucia abrió la puerta con la cadena puesta y dijo:
—¿Qué?
—¿Están tus padres en casa, jovencita?
—Qué va. Nunca llegan antes de las once o las doce de la noche.
—Trae pacá tu precioso culito, LuAnne, y dile a ese capullo, sea quién sea, que estás ocupada —dijo una voz desde el interior del apartamento.
—¿Sabes dónde puedo localizarlos en el trabajo?
Se encogió de hombros.
—Discúlpame, LuAnne —dije y pegué una patada a la puerta.
Él estaba en el sofá, treinta y ocho o cuarenta años quizá, vestido con un traje hortera de lana con los pantalones bajados hasta los tobillos.
—No se moleste en levantarse. Como lo haga, le mando las pelotas a Oklahoma de una patada. Ve a ponerte la ropa, cariño —le ordené a la chica—. ¿Sabe lo que es el abuso de menores, míster? Hasta los más duros de pelar entre los presos lo ven con malos ojos.
—¿Es usted de la pasma, macho?
—¿Se pira o qué?
—Me dijo que no me moviera. Además, soy el tío de la chica.
Se estaba levantando del sofá y le pegué una patada en la barriga. Gruñó y cayó hacia atrás.
—¡Es una niña, capullo!
Al cabo de un rato, cuando fue capaz, se puso en pie, se subió los pantalones y se marchó. La chica lo miró irse mientras se le formaban lágrimas en sus redondos ojos.
—El mundo está lleno de gente como él —apunté.
—Lo amaba —repuso.
El segundo informe resultó igual de infructuoso: una tienda de libros y discos usados no muy lejos de Veterans cerca de Causeway. Tenía ese olor particular a cerrado que tienen todas. Una chica de unos veinte años, sentada detrás del mostrador, se trenzaba una cabellera negra lustrosa que, suelta, le debía de llegar a las rodillas.
—Estoy buscando a Francés Villon —declaré.
—¿Francés Villon?
—Me dieron esta dirección. A lo mejor lo llevo mal escrito. —Se lo deletreé—. Tramitó un préstamo con nosotros.
—Francés Villon. —Primero con la pronunciación inglesa, luego con la francesa. Paseó la vista y luego me miró de nuevo—. Ya caigo… François Villon.
—¿Qué?
—Se han quedado con usted. François Villon era un poeta francés del siglo XV. No creo que precise préstamos a estas alturas.
Yo soy François, aunque me pesa,
nací en París, junto a Pontoesa,
por la cuerda de una toesa,
sabrá el cuello que el culo me pesa.
—Alguien le ha gastado una broma, ¿eh?
—¿Tiene idea de quién puede ser propenso a esa clase de bromas?
—La verdad es que no, pero parece de lo más acertado.
—¿A qué se refiere?
—El mismo Villon era un ladrón profesional.
La dirección que tenía para Cherie Smith me llevó a un garaje convertido en apartamento detrás de un almacén de maderas. Estaba vacío; a través de la ventana delantera vi sólo un saco de basura y porquería esparcida por el suelo, sin muebles. Traté de abrir la puerta. Estaba cerrada a cal y canto.
Al ir por detrás en busca de una puerta trasera o una ventana utilizable, descubrí otro apartamento garaje mayor. Un joven alto y encorvado con el pelo más bien largo y greñudo estaba justo saliendo por la puerta.
—¿Vino a ver el piso? —preguntó.
—¿Eres el agente?
—Lo enseño para ellos. Iba a ir a clase pero tengo unos minutos, si quiere echarle un vistazo. No habría inconveniente en que usted lo alquilara. Ya sabe…
Demasiado bien sabía de qué me hablaba.
—Para serte sincero —aclaré—, estaba buscando a la inquilina anterior.
—¿Es de la pasma?
—¿Acaso tengo pinta de pasma, hijo?
—Bueno, su padre no es, resulta evidente.
—Amigo de su hermano. Me pidió que la encontrara, si podía. Está preocupado.
—No puedo decirle gran cosa. Andaba mucho sola. Nunca tenía visitas y no salía demasiado.
—¿Trabajaba?
Se encogió de hombros.
—Supongo.
—¿Cuándo se marchó?
—Vamos a ver… Hace casi un mes.
—¿Sabes por qué?
—No podía pagar el alquiler. El propietario al final tuvo que pedirle que se fuera.
—¿Y lo hizo?
—A la mañana siguiente. Y limpió a fondo el apartamento también, antes de irse. No hay muchos que lo hagan ya.
—¿No dejó la dirección adónde iba?
—A mí no y en correos tampoco. Lo sé porque el propietario quería mandarle una parte del depósito aunque ella no hubiera pagado el último mes de alquiler. Le supo mal todo lo ocurrido, supongo.
—Bueno. Escucha, no quiero entretenerte, pero si por casualidad se te ocurre algo, algo que pudiera ayudarme, ¿podrías llamarme?
Le entregué una tarjeta y un billete de diez dólares.
—No puedo aceptar su dinero, señor… —Miró la tarjeta—… Griffin.
—Claro que sí.
—Me sentiría incómodo.
—Muy bien. Entonces quédatelo un tiempo y si no sale nada, me lo devuelves.
—Vale —dijo.
—Oye, te he entretenido. ¿A qué facultad vas?
—A Loyola.
—Entonces, déjame acompañarte en coche. No tengo inconveniente. Ya sabes…
Sonrió de oreja a oreja.
—Se lo agradecería mucho si no le resulta mucha molestia.
—Qué va.
Lo dejé en medio de ejércitos de piernas largas y traseros redondos dentro de vaqueros ceñidos y pechos perfectos debajo de suéteres, pensando en que yo nunca lograría ir a clase con todo aquello suelto por ahí. O nunca habría ido… hace tantos años ya que no me atrevo ni a calcularlos.
Me dirigí de nuevo hacia el centro, me preparé una taza de café en el apartamento —Vicky tenía uno de los pocos turnos diurnos— y justo acababa de echarle nata y whisky para hacer un irlandés cuando sonó el teléfono.
—¿Señor Griffin?
—Sí.
—Kirie Woodland.
Esperé.
—En el apartamento, hace un rato.
—Ah, vale.
—Se me acaba de ocurrir algo, quizá le sirva de ayuda. Hay un chico en la calle donde vivo, más abajo. Tiene, no sé, unos dieciocho años, pero es retrasado, ¿sabe? Cherie solía ir a verlo mucho, para contarle cuentos y todo el rollo, tratar de enseñarle cosas. ¿Cree que podría estar yendo a verle de vez en cuando?
—Sí, podría ser. Gracias, Kirk. ¿Sabes la dirección?
—No pero es la única casa de madera con dos plantas de la siguiente manzana hacia el sur. No puede saltársela. Blanca, con molduras amarillas.
—Habrá veinte más que se sumen a los que ya tienes. Te los deslizaré por debajo de la puerta.
—No, señor Griffin, es más que suficiente.
—Insisto. Es posible que me hayas ahorrado un montón de tiempo y dinero. Y nunca he conocido a un estudiante que no le vinieran bien uno o dos dólares de más.
—Bueno —dijo.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Claro.
—¿No tienes problemas de concentración con todas esas chicas tan guapas rondando por ahí?
—¿Y quién no?
—Hombre, eso espero. Espero que no le pase sólo a los viejos verdes como yo.
—Desde luego que no.
—Bien. Y gracias de nuevo.
Terminé el café irlandés y otro par de tazas de café solo y me dirigí de nuevo a Metairie. LuAnne seguía sola y sin padres, Francés Villon seguía siendo un ladrón y en la casa de madera de dos plantas sólo encontré desconfianza.
Al final convencí al padre (mamá se había marchado tiempo ha) de que no era ningún asistente social ni ningún pervertidor de menores (probablemente se reducían a lo mismo en su mente) y me presentó a Denny.
—Era muy buena con él, Cherie, sí. La única alma que le ha dedicado tiempo aparte de mí.
Denny no sólo tenía dieciocho años, era un gigante, casi tan alto como yo, y con un físico de defensa de fútbol americano. Tenía unos labios gruesos y fofos, y unos ojos marrones que nunca parpadeaban. No hablaba pero emitía arrullos suaves.
—¿Cuándo vio por última vez a Cherie, señor Baker?
—Pasó por aquí, sólo unos minutos, la semana pasada. Dijo que no se quedaría más que un rato porque tenía una entrevista de trabajo, pero que echaba mucho de menos a Denny.
—¿Dijo cuándo volvería?
—Dijo que en un par de días. Eso fue el martes. Supongo que se lo impediría el nuevo trabajo, ¿no?
—Si vuelve, señor Baker, ¿me podría llamar?
—Es amigo de su hermano, ¿dice usted?
—Sí, señor. Puedo darle su teléfono, si lo desea.
Me miró durante un rato.
—No necesito su teléfono —declaró—. Cuando vives con alguien como Denny, que nunca puede contarte lo que le pasa por dentro, aprendes cosas que la mayoría de las personas no saben. Le veo el dolor y la confusión en la cara. Está ahí desde hace tiempo. Pero también veo que es usted un buen hombre y sé que me está diciendo la verdad.
Asentí con la cabeza y me aseguró que cuando Cherie apareciera otra vez se pondría en contacto conmigo.
—Vendrá —afirmó—. Es sólo cuestión de tiempo. Acaso el tiempo no lo fuera todo, me dije, y me dirigí de nuevo a la ciudad.
Vicky estaba en casa, sentada en el sofá con un gin-tonic. Se había quitado los pantalones del uniforme pero llevaba aún la camisa, las bragas y las medias blancas. Esos uniformes blancos tienen un no sé qué muy sexy y aún resaltaba su tez pálida y la melena pelirroja.
—¿Posando para el Penthouse?
—Para ti —repuso, alzando el vaso—. ¿Quieres tomar algo?
—Me lo pondré yo. Tienes cara de cansada.
—He tenido un día terrible. Un hombre al que estábamos trasladando murió, se cayó muerto allí mismo en el vestíbulo, con la familia y todos los demás pacientes mirando. Luego, toda la santa tarde tuve que soportar a la enfermera jefe dándome la lata con los cupos y las prioridades mientras yo trataba de ponerme al día con mi trabajo.
Me preparé la bebida, tomamos un trago los dos y ella prosiguió; sus palabras formando como nunca cadencias naturales, tan musicales y cantarinas que podías sumirte en los placeres sensuales del mismo lenguaje y prescindir de todo el significado.
—La jefa se refiere a los pacientes como «unidades». Un paciente gravemente enfermo son veinticinco unidades, un paciente al que lavas en la cama son dos unidades, un intravenoso es una unidad, y así todo el rato. Todo el rato. —Volvió a echar un trago—. Es más bien como una fábrica, ¿no?
—¿Y no debería ser así?
—No debería ser así. Porque las cosas cambian todo el tiempo, el estado de los pacientes, sus necesidades. No puede preverlo, como si fuera Dios, y anotarlo sobre papel, ¿no?
—Pero los gerentes, esa nueva y enorme clase que no para de crecer, deben tener algo que hacer. —Mudé la voz para formar una mezcla del humor de la pareja de cómicos Amos y Andy con la jerga politiquera de los sesenta—. Cuando estalle la revolución, a esos ejecutivos blancos les llegará su San Martín antes que a nadie.
A Vicky no le apetecía cocinar, a los dos nos apetecía comer y lo único que había en la nevera eran unas sobras de lasaña pasada. Las opciones se reducían a encargar algo en el Yum Yum, el restaurante chino que estaba a unas manzanas y servía a domicilio, o cenar fuera. Tomamos otra copa y lo zanjamos. Cabe decir que imaginar las cajas de cartón (como las que se usan para llevar a casa los pececillos de colores comprados en el Todo a Cien) del Yum Yum conteniendo comida grasienta contribuyó enormemente a tomar la decisión.