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—Me alegro de que lo reconsideraras —dijo Sansom. Llevaba un traje oscuro, los pantalones con tirantes y parecía un abogado—. ¿Más café?

Negué con la cabeza.

—Te hemos puesto en la habitación C-6. Ahora, sólo hay un par de tíos allí. Si tienes problemas, dímelo. Normalmente pedimos algún trabajo a cambio, pero tú ya lo realizaste con creces. Puedes entrar y salir a tu antojo. Si ganas algo de dinero, echa en el fondo común lo que consideres oportuno. Se sirve comida en la sala común cada día entre las cuatro y las seis: fiambres, fruta, queso, sopa y pan.

—Me encontré con una gente cuando venía para acá —intervine.

—Déjame adivinar. ¿Unos individuos con traje gris, pelo corto y corbatas en canalé? Claro, piensan que deberíamos andar aún pintando eslóganes en las paredes del gueto en vez de hacer algo de veras. No sé, igual creen que estamos almacenando bombas en el sótano. No tenemos sótano, macho, esto es Nueva Orleans. —Por un momento le desapareció la inteligencia de la cara que se convirtió en una caricatura—. No somos buenos negritos, masa Griffin. —Luego se echó a reír, una carcajada grave y sonora—. Ven. Te llevaré arriba.

Para mi sorpresa, la habitación era luminosa y aireada. Había una cama en cada esquina y una pequeña mesa redonda y varias sillas ocupaban el centro. No había gran cosa más: una librería achaparrada, varios estantes clavados a la pared y un par de alfombrillas.

—¿Dónde están todos?

—Jimmi… —Señaló una de las camas, arreglada con meticulosidad—… trabaja como voluntario en una asociación de asistencia a menores y está fuera casi todos los días. Carlos… —Esta cama estaba deshecha—… reparte folletos, listines telefónicos, el trabajo que pille. Nunca se sabe con él. El cuarto de baño está al final del pasillo de la derecha, las toallas y todo lo demás, en los estantes de detrás de la puerta. Te repito que me avises si necesitas algo más; de lo contrario, te dejaremos a tu aire. —Tendió la mano—. Me alegro de que hayas venido, Lew.

Yo también me alegraba más o menos. Me acosté en la cama y mientras contemplaba el techo me pregunté cuál sería el siguiente paso. Cuando desperté, había oscurecido.

Bajé a la sala común. Un par de individuos estaban concentrados en una partida de ajedrez, otra media docena, reunidos alrededor de un televisor, miraban las últimas escenas de El Sueño Eterno. La cena había desaparecido hacía rato y me moría de hambre.

Recordé haber pasado frente a un Royal Castle de camino al centro y allí me dirigí. No había mucha gente en las calles —demasiado frío, caray— ni tampoco mucha gente en el RC. Un barbudo de pelo ralo y despeinado que babeaba sobre sus patatas fritas; una pareja joven que se pegaba el lote en el apartado de atrás; dos Ejecutivos Independientes Forrados que discurrían sobre los gráficos y facturas esparcidos en la mesa entre las cajas de las hamburguesas. El reloj decía que eran las 9:14.

Me tomé una hamburguesa con setas, una patata al horno con crema agria y café. Mi primera comida como Dios manda desde hacía un tiempo, si podía llamársela así. Todo olía a grasa de beicon y sabía como si lo hubiera cocinado la persona que inventó el poliéster.

Pagué a la cajera, que asestó un duro golpe a mi precaria economía. En vez de introducir los precios, se limitó a pulsar unas teclas que mostraban un dibujo estilizado de una hamburguesa, una seta, una patata y una taza humeante de café.

—Vuelva pronto —dijo.

—Lo he pasado en grande —le aseguré.

Deambulé por Basin Street, cada vez más consciente de que un coche me estaba siguiendo. Tomé una calle lateral y el coche vino detrás, pese a la señal de prohibido el paso. Al final, me limité a girarme y esperarlos.

—Ábrete Griffin —dijo uno de ellos.

Ya lo había hecho.

—¿Has pensado en lo que estuvimos hablando?

Me encogí de hombros.

—Un hombre necesita amigos en el mundo de hoy, sobre todo si es negro, ¿no? ¿Eres amigo nuestro?

Me encogí de hombros otra vez.

—El hombre no sabe si es amigo nuestro, Johnny.

El del coche sacudió la cabeza en señal de pesar.

—Me pregunto de quién será amigo. Vaya, vaya, ¿qué es esto? Johnny, ves esto, ¿no? ¿De dónde ha salido?

—Salió del bolsillo interior de su abrigo, Bill.

—¿Y qué es?

—Tiene pinta de una bolsita que contiene una especie de polvos blancos, diría yo.

—¿Estás escribiendo todo esto?

—Compruébalo.

—¿Has salido a hacer la colada, Griffin? ¿Es detergente eso?

—No lo creo, Bill —dijo el otro.

—Qué va. Eso no es detergente. ¿Qué es, Griffin?

—Dígamelo usted.

—Tiene pinta de coca de gran calidad, señor Griffin. Me sorprende bastante que no la reconozca.

—Nunca la había visto.

—Claro, Lew. Típico. Nadie la ha visto nunca. Es asombroso que nadie haya visto nunca nada. ¿No, Johnny?

—Claro.

—¿Estás escribiendo todo esto?

—Claro.

Me absolvieron… principalmente gracias al abogado que se materializó de la nada y nos informó, al sargento del mostrador, a mí y luego al tribunal que venía en representación de un centro de rehabilitación dirigido por «un tal William Sansom y Asociados». No sé cómo, logró conseguir un juez y me tuvo en la sala del tribunal a la hora para la vista preliminar. La jueza era una mujer cincuentona que lo escuchó todo con detenimiento, bostezó un par de veces y dijo: «No hay delito. Sin cargos». Vi a Walsh de pie al fondo de la sala. Él y los dos federales se cruzaron una mirada al salir.

Cuando volví al centro ya era casi medianoche. La tele seguía encendida, pero nadie la miraba. Arriba, uno de los catres contenía un cuerpo que roncaba arropado por las sábanas. En otro, un tío desnudo leía sentado Principios de Economía.

—Debes de ser Lew —dijo—. Me alegro de que te tengamos entre nosotros.

Asentí, fui al cuarto de baño, volví y me tumbé en la cama con un ejemplar de Soul on Ice que había encontrado junto al váter.

—Lees mucho, ¿no? —preguntó al cabo de un rato.

Bajé el libro.

—No pude tener acceso a una buena educación y durante la poca a la que accedí no conseguí quedarme quieto. Desde entonces, he procurado compensarlo.

—¿Has leído a Himes?

—Todo lo que pude encontrar de él en las librerías de segunda mano.

—¿Hughes?

—De pe a pa.

—No es fácil dar con muchos lectores —declaró—. Soy Jimmi. Jimmi Smith. Yo era maestro. Me encantaba. Pero no podía dejar de acosar a los chicos.

—¿Chicas?

—No, chicos. ¿Te molesta?

—No especialmente. Á chacun son goût.

—Ahora colaboro en centros infantiles de acogida, pero como sólo aceptamos niñas en el servicio donde estoy, no pasa nada.

—Eso es bueno.

—Claro… Tienes familia, ¿Lew?

Sansom asomó la cabeza justo entonces y dijo:

—Bien. Has vuelto.

—Gracias al abogado que mandaste. Por cierto, ¿cómo lo sabías?

—Sabemos todo lo que ocurre por aquí, a veces antes de que ocurra. Pero tengo que confesarte que nuestro abogado se encuentra fuera de la ciudad, por un asunto que le hemos encargado.

—¿Entonces quién…?

—Un amigo tuyo.

—Walsh.

—Yo no se lo dije. Pero, lógicamente, quedaba más… político, que el abogado se presentara de nuestra parte. Buenas noches, amigos.

—Me estabas preguntando por la familia —dije al cabo de un rato.

—Sí.

—¿Por qué?

—No sé —dijo Jimmi—. Porque nunca tuve mucha, supongo. Me pregunto cómo será… Tengo una hermana.

—¿Sólo sois los dos?

—Sí.

—¿Dónde está?

—No lo sé exactamente. Hace un mes o algo así, me empezaron a devolver las cartas. Traté de llamarla, pero el teléfono está desconectado. Lo único que deseo es que esté bien.

—¿Muy unidos?

—La única persona que fui capaz de querer. La única que nunca me acusó de nada —dijo Jimmi.

Nos quedamos dormidos y por la mañana no dio muestras de retomar la conversación. Carlos se levantó de la cama callado, ocupó el lavabo durante un cuarto de hora, se vistió y se marchó. Tomé café en la sala común y miré las noticias de la mañana en la tele, tratando de desentrañar qué caray había sucedido en los últimos meses. Cómo encajaba todo, si es que encajaba. Si es que podía encajar.

Aquellas primeras semanas en el hospital habían sido un calvario; salía a la superficie, luego me iba a pique, después emergía de nuevo para volver a recaer, con la piel apenas capaz de contenerme y, en su interior, comezones involuntarias en pugna. Lo único bueno de aquella época era recordar a Vicky, cómo me había ayudado a superarlo todo y aquella maravillosa voz suave. Quería agradecérselo. Al menos es lo que pensé. Probablemente quería mucho más, ya en aquel momento; ¿a quién no le ocurre?

No logré sacar nada de una desconfiada secretaria de personal en el Hotel Dieu y al final subí a la cafetería a tomar otro café. Pregunté por ella a un par de enfermeras, pero eran aún más desconfiadas. A menudo estar entre otras personas es como ponerte ante un espejo: tu negritud se convierte de pronto en un hecho insoslayable.

Me tomé un par de tazas de achicoria, pedí unas tostadas con la segunda y me senté a observar todos los rostros. Personas que perdían a sus seres queridos o estaban a punto de perderlos, viéndolos morir progresivamente; otras que trataban de consolar con una visita, una charla con las Escrituras, otras, molestas por la interrupción de sus vidas a causa de intervenciones o pruebas de poca gravedad aunque necesarias; aquellas que cuidaban tanto a los interrumpidos como a los moribundos. Y otras que ayudaban a las vidas nuevas, sin mucha delicadeza, a entrar en este viejísimo mundo tan agrio.

A esas alturas, eran ya casi las doce. Había pagado en el mostrador e iba a empujar la puerta para salir cuando alcé la mirada y la vi a través del cristal.

—Señor Griffin —exclamó—, ¿cómo está?

Dije que estaba bien y le pregunté si le importaría que la acompañara.

—No, en absoluto. Siempre estoy sola durante el almuerzo.

Nos instalamos en un banco de un rincón. Pidió una ensalada y me pareció mucho más joven de lo que recordaba. Tomé otro café. La camarera no paraba de mirarnos por encima del hombro.

—Quería darle las gracias —dije—. No creo que hubiera salido de aquello sin usted.

—Por supuesto que habría salido. Cuando estamos hundidos es cuando sale lo mejor de nosotros, ¿no cree? Y con lo bien que me pagan, aquí en Estados Unidos, no necesito agradecimientos, de veras. —Bajó la cabeza—. Pero me alegro de que viniera a verme.

Ninguno de los dos dijo nada más, hasta al cabo de un rato, cuando ella comentó, entre bocado y bocado de ensalada:

—Llevo aquí catorce meses. Conozco a unos pocos compañeros de trabajo, dos vecinos de rellano en el complejo de apartamentos donde vivo y basta. Cada mes pienso: debería regresar a mi país.

—Me alegro de que no lo haya hecho.

—A lo mejor yo también, ahora mismo.

Allí sentados, terminamos el café y la ensalada mirándonos. Al final, dijo:

—Tengo que volver a la planta, ahora, señor Griffin.

—Lew.

—Lew. Pero espero volver a verle.

—Así será si usted quiere, Vicky.

A estas alturas, estábamos de pie, fuera de la cafetería, en el centro comercial. Un torrente de personas hormigueaba alrededor.

—Sí quiero. Tengo treinta y cinco años, señor Griffin. He tenido aventuras con unos cuantos hombres y he estado comprometida dos veces. Pero lo que quiero de verdad es casarme y quizás hasta tener hijos. Tal vez eso le asuste.

—Pocas cosas me asustan después de todo lo que he pasado.

—Bueno. —Se sacó un bloc del bolsillo y escribió algo rápido—. Aquí tiene mi número de teléfono y la dirección. Llámeme.

—¿Qué le conviene más? ¿Qué turnos y todo eso?

—A cualquier hora. Por la mañana, a las siete y media está bien; o he dormido en casa o acabo de volver del trabajo. A eso de las diez de la noche, también. Me encontrará siempre a esa hora. Casi siempre trabajo de noche.

—Vale. Hasta pronto, entonces, Vicky.

—Eso espero. Au revoir.

Los de Nueva Orleans tienden a tragarse o eliminar la erre; por eso, para los forasteros, el acento blanco dominante no parece para nada sureño sino, de hecho, salido claramente del Bronx. Las erres de Vicky contrastaban de maravilla. Acariciaba cada una de ellas como si la quisiera, como si fuera la última que tenía el privilegio de pronunciar.

Cuando se hubo ido, miré el papel que me había dejado en la mano. Era de un bloc de notas con publicidad para un tónico para el estado de ánimo de los que reparten las compañías farmacéuticas. Parecía de lo más apropiado.