Luz: me dio en los ojos como un puñetazo.
Gruñí y traté de mover los brazos. Alguien había colocado sacos de arena encima de ellos para inmovilizarlos. El aire apestaba a alcohol, a cápsulas de vitaminas y a orina reciente. Una melena pelirroja flotaba encima de mí en alguna parte.
—Yo de usted no trataría de moverme demasiado, señor —dijo una voz. Cada erre que pronunciaba era como un diminuto motor en marcha, casi atascándose.
—¿Dónde estoy? —pregunté.
—Está en la enfermería del Touro, señor. —De nuevo, aquellas erres—. La policía le trajo aquí. Me alegro de que haya vuelto en sí. Trate de descansar.
Entonces todo se alejó a la deriva y durante mucho tiempo sólo tuve instantáneas. Un chico de unos diecisiete años que aseguraba ser médico, sujetando una manguera de jardín con la que, según dijo, me iba a meter un catéter por la nariz. No lo hizo. Docenas de técnicos de laboratorio con tarros que necesitaban llenar de sangre. Un tío con traje y chaleco que, sentado lejísimos de mí, quería saber cómo estaba llevando todo esto.
Poco a poco los días se ordenaron. Análisis de laboratorio antes de desayunar, la somera visita del doctor a las diez, terapia de grupo, almuerzo, fregar platos, documentales de treinta años atrás, televisión, la medicación de la noche, las luces apagadas a las diez.
Al cabo de tres o cuatro semanas dije:
—Había una mujer.
—Hay muchas.
—Cuidaba de mí al principio, cuando estaba realmente muy mal. Escocesa, creo.
—Será Vicky. Se ha ido al Hotel Dieu, tengo entendido. —Ésta era bajita, latina, el pelo recogido en una trenza gruesa—. Desde luego, nunca he entendido porqué esas enfermeras británicas son tan estupendas, si me pusiera mala, me gustaría que me cuidaran ellas, se lo aseguro. ¿Necesita algo más, señor Griffin?
—No. Pero gracias, Donna.
—De nada.
La cosa siguió así durante un tiempo. Recuerdo a mi padre sentado junto a la cama durante una o dos semanas. Verne vino varias veces y me preguntó qué podía hacer ella… Corene Davis se inclinó y me susurró algo al oído, que más tarde el gobernador Earl Long quiso arrancar de un bocado. Una noche estaba Martin Luther King, pero nadie más lo vio. Lo pregunté.
—¿Lew? —dijo una voz—. ¿Lew? ¿Estás bien?
Era Don. Se le veía mucho mayor de lo que recordaba, mucho más cansado.
—Si necesitas algo, pobre de ti que no me lo pidas.
Me comentó que su mujer se había marchado por fin y se había llevado a los niños. Dijo que uno de sus hombres me había recogido y que habían tratado el asunto con discreción.
—¿Cómo te sientes con todo esto? —preguntó.
—Joder, Don, pareces uno de esos matasanos que rondan por aquí. Se me cae la cara de vergüenza, así me siento. Abochornado, como solía decir el Pato Lucas.
—Estabas bastante pasado de vueltas, Lew. Nunca has estado así desde que Janie y tú hicisteis las paces y luego os salió mal. Supongo que sabes que yo te mandaba trabajillos.
—Lo sabía.
—Pero al final tuve que dejarlo. No podía contestar a las preguntas con que me venían luego esas personas. ¿Te acuerdas un poco de cómo fueron los últimos meses, Lew?
Negué con la cabeza.
—Mis hombres tenían órdenes concretas. Cada noche te encontraban a eso de las doce y te acompañaban a casa. No querías, pero les hacías caso. A veces te llevaban a casa tres o cuatro veces en una noche.
Calló y dije:
—¿Tanto?
—Una mañana el comisario me llamó. ¿Quién coño es ese Lew Griffin?, preguntó. ¿Un camello, un soplón o qué? Le contesté que eras un amigo. No nos pagan para que cuidemos a los amigos, Walsh, dijo, nos pagan para que limpiemos la chusma de las calles, mantengamos un poco el orden. No le estoy diciendo nada que no sepa ya. No, señor. A partir de ahora ya no voy a oír más este nombre, ¿verdad? No, señor. Pero mis hombres seguían obedeciendo esa orden.
Empecé a darle las gracias, pero Don saltó:
—Cierra el pico, Lew, ¿vale? —Obedecí—. Entonces al cabo de una o dos noches, recibí una llamada de Thibodeaux. Había prometido a María que pasaríamos la noche juntos, era nuestro aniversario o alguna chorrada parecida, y entre la segunda copa y la ensalada va y se dispara el busca. Al parecer, la camarera del Joe’s había llamado. Te habías tirado una hora más o menos chocando sistemáticamente contra una de las paredes del bar, diciendo que estabas tratando de encontrar el lavabo. Los chicos te recogieron, yo bajé a echar un vistazo e hice que te trajeran aquí.
—Te lo agradezco.
—No he oído nada. —Me miró con detenimiento—. Me has hecho pasar muchas angustias, Lew. Más de las que me ha causado cualquier otra persona. Aunque algo que nunca has hecho es engañarme.
—Vale. Pero ¿cuándo y cómo saldré de esta ratonera?
—Estás bajo vigilancia judicial, amigo mío, durante «un período razonable de observación», como lo denominan las leyes.
—Lo cual significa que se me entrega, sin reservas ni restricciones, en manos de los que me consideran un chequecomida siempre renovable.
—Lew, piensa en dónde estabas, hombre.
—¿Has visto a esos tíos, Don? Traté de estrechar la mano a uno de ellos y pensé que iba a saltar por encima del sofá para salir corriendo de la sala. Mi supuesta trabajadora social lleva una bandera americana prendida en la solapa. Hay hilo musical en todos los putos rincones de este maldito lugar, hasta en los lavabos. Ayer oí el «Empty Bed Blues» de Bessie Smith en versión sintetizada.
—Las cosas van a mejorar, Lew.
—Ahora eres tú el que me engaña. Las cosas no van a mejorar nunca, Don. Como mucho, sólo van a cambiar.
Se quedó allí un momento y luego dijo:
—Eso parece, ¿no? Haré lo que pueda, Lew. Dinero, un alojamiento, alguien con quien hablar. Házmelo saber.
—Lo haré.
Asintió y se fue.
Aquella semana decidieron que la desintoxicación había terminado y me quitaron los sedantes. Me sentía bastante endeble y los sueños no eran tan interesantes, pero no estaba tan mal. El resto, dijeron (tres hablando de mí entre ellos parapetados detrás de montones de carpetas mientras yo permanecía sentado con las piernas cruzadas en una silla plegable en la parte delantera de la sala), podía tratarse como paciente externo. Al cabo de un par de días, me soltaron. Don había traído algo de ropa. Vestido con un nuevo polo azul marino y pantalones de algodón, me quedé sentado con la mirada clavada en un contable de ojos saltones hasta que dejó de emitir ruidos sobre mi factura y los cumplimientos de pago, etcétera, y dijo que vale, que me podía marchar.
Fuera estaba fresco y nublado: gris. El mundo no se veía tan distinto de como lo recordaba antes de desaparecer del mapa por un tiempo, sólo más bullicioso y más acelerado. Pero en realidad, no era el mundo el que había cambiado. Me sentía como alguien que, tras haber estado bajo el agua durante mucho rato, aspira esas primeras bocanadas de aire valioso. Y al mismo tiempo me sentía agobiado aquí afuera, superado por tanta actividad, tanto azar y tanto cambio.
Tomé un taxi para el Napoleon House —Don me había traído algo de dinero con la ropa— y pedí un whisky doble. Me quedé sentado mirándolo y siendo mirado por los camareros durante dos horas. Luego me levanté y me fui.
La verdad es que no sabía adónde ir. Había dejado de pagar el alquiler de la oficina hacía mucho tiempo y seguro que ya no tenía apartamento. El sol se esconde, la negra noche me va a pillar aquí, como dice el blues. Al final me detuve en una cabina telefónica, eché una moneda de cinco centavos y marqué el número de Verne, el nuevo.
—Hey —contestó.
—Soy Lew, Verne.
Hubo un silencio.
—No podemos escapar del pasado, por muy rápido que corramos, ¿no? —señaló—. Lo siento. No quería decirlo tal como suena. ¿Cómo estás, Lew?
—Mejor.
—Eso he oído.
—¿Walsh?
—Mi marido juega al golf con uno de los médicos que te hacía de perro guardián en Touro. ¿Lo vas a superar, Lew?
—Eso intentaré. Pero voy a necesitar un alojamiento.
—Eso es fácil. Coge mi antiguo piso de Daniel Street; lo mantengo por razones sentimentales. La llave está donde siempre.
—Gracias, Verne. Sé feliz.
—¡Lew! Espera un momento. Llamó un tío preguntando por ti; casi se me olvida. Vete tú a saber cómo dio con este número. Espera. Tengo una nota por aquí… William Sansom. ¿Te suena?
—Jamás he oído hablar de él.
—Quiere que le llames.
—¿No dijo para qué?
—Nada. Pero el número es 524 85 92. A cualquier hora, me dijo.
—Vale. Hasta luego, Verne.
Colgué, introduje otra moneda y marqué el número. Contestó una trémula voz femenina.
—¿Sí?
—Con William Sansom, por favor.
—Me temo que el señor Sansom no está en el edificio en este momento. ¿Puede decirme quién le llama?
Se lo dije.
—¿Ow o ew? —preguntó—. Discúlpeme, señor… señor Griffin, lo siento pero el señor Sansom sí que está, en realidad. ¿Puede esperar un momento? Gracias, señor.
Por el teléfono se oyó una canción de Stevie Wonder. Al cabo de unos momentos, una voz masculina grave.
—¡Lewis Griffin! ¿Qué tal, hombre? ¿Todo bien?
Calló y yo no dije nada.
—A lo mejor no se acuerda de mí, señor Griffin. Nos vimos hace unos años aunque por aquel entonces me conoció por el nombre de Abdullah Abded.
—Por supuesto —contesté—. La Mano Negra, cartas tomadas en todas partes.
—Recibió nuestro cheque, espero.
—Sabe muy bien que sí.
—Le agradecemos lo que hizo, Griffin. ¿Está al tanto de lo que fue de Corene? Volvió a la universidad y se sacó un doctorado en medicina. Ahora está en Sudamérica, viajando de pueblo en pueblo y haciendo lo que está en sus manos. Esa mujer es imparable.
—¿Y qué necesita usted?
—Yo nada: usted. Tengo entendido que ha pasado por una mala racha, Griffin. Pensé que podríamos ayudarle.
—¿Ah, sí?
—Tengo entendido que acaba de salir de chirona y a lo mejor necesita alojamiento. Regentamos un centro de reinserción social justo debajo del Barrio Francés. Varios yonquis, unos cuantos exconvictos, un montón de almas perdidas. Gente que necesita un tiempo para recargar las pilas. Sería usted bienvenido.
—¿Por qué?
—Cualquiera es bienvenido. Pero usted es un hermano… y, además, nos ayudó en otros tiempos.
—Ya me he buscado la vida.
—Estupendo. Pero si le surgiera algo, acuérdese de nosotros. Este número siempre es válido. Cuídese, amigo.
—Vale.
Subí a Canal Street y deambulé un rato entre el torrente de compradores, turistas, espabilados que se escaqueaban del trabajo, otros que miraban las musarañas en las paradas de autobús o en las esquinas. Frente a la Maison Blanche, Sam el Predicador pontificaba sobre el mal, la expiación y la lucha eterna por el renacimiento. Sam lleva en su puesto más de veinte años y nunca, que yo sepa, ha fallado un solo día, aunque llueva, truene o sople un huracán, da igual. Desde hace un par de años, lo acompaña un chico casi todos los días, de unos doce o trece años, que toca himnos con una trompeta el poco rato que Sam no está predicando. En una ciudad famosa por sus personajes excéntricos y orgullosa de ellos, supongo que Sam y la Dama del Pato se llevan la palma. Cada dos por tres ella aparece en el Barrio Francés tirando de un carrito, seguida de una hilera de patos de todos los tamaños graznando.
Bajé a pie hasta el río y el malecón, invadido por el olor a lúpulo y levadura de la fábrica de cerveza, por el del agua estancada y a las cosas que crecen en ella.
Fue, a fin de cuentas, una especie de renacimiento. Sin hogar, sin trabajo ni carrera, sólo un montón de contactos vagos: toda una vida por construir desde cero. Los términos «tabula rasa» y «palimpsesto» me vinieron a la mente de clases cursadas tiempo atrás en la universidad. Y qué era lo que aquel irlandés que escribió en francés dijo, algo así como: no puedo seguir… seguiré.
Refrescaba y un viento mezquino y constante soplaba a ras del agua. Había barcazas que reptaban río arriba hacia Memphis y St. Louis. Un barco, con una orquesta de baile tocando en la cubierta de proa, se llenaba con los turistas de la tarde.
Pensé en una encuesta que nos hicieron en el instituto, cuando tenía unos quince años. Docenas de preguntas como la siguiente: «Llevas en el mar mucho tiempo. El capitán es un hombre cruel e injusto. Una noche, algunos de los marineros vienen a verte y te preguntan si quieres encabezar un motín. ¿Qué harías?». Salieron los resultados y nuestros padres fueron convocados a una reunión. «Lewis tomó excelentes decisiones, escogió muy buenas opciones —les aseguró el señor Pace, el psicólogo—, pero algo falla en su perfil. No pone empeño, no batalla». «Ya lo sabíamos», contestó mi viejo. En eso, se levantó y se fue.
En Riverside, un individuo y su hijo estaban tocando unos dúos espantosos de trompeta de «Bill Bailey» y «When the Saints». Volví deambulando hasta Jackson Square. En una esquina, un joven clarinetista blanco y un viejo negro que tocaba el banjo tenor interpretaban piezas populares de los años cuarenta; en otra, un viejo trompeta y un joven guitarrista, ambos blancos y con una vaga pinta de europeos, hacían Dixieland con armonías complicadas.
Atravesé la plaza hacia el Café du Monde, donde me tomé un par de cafés y una ración de buñuelos. Luego compré un trozo de caña de azúcar en el Mercado Francés y volvía de nuevo por Chartres hacia Canal Street para coger el tranvía cuando un Pinto aparcó a mi lado.
—¿Griffin? Ábrete —ordenó el hombre.
Me abrí de piernas y brazos, apoyándome en el coche. Acaba volviéndose un hábito al cabo de un tiempo.
Uno de los tíos me mostró una placa, que no era de la policía local. El otro me dio la vuelta para tenerme cara a cara.
—Okay, Griffin, vas de legal. ¿Dónde vives?
Me encogí de hombros.
—Sin domicilio conocido —indicó al otro—. ¿Tienes trabajo?
Meneé la cabeza pensando en lo pretérito que era aquel encuentro.
—Sin ingresos —dijo.
—Sin embargo le han ofrecido un alojamiento —apuntó el de la placa.
—¿Ah, sí?
Su conversación prosiguió sin mí.
—La casa de reinserción social.
—Bueno. A lo mejor te conviene aceptar ese ofrecimiento, Griffin.
—Claro. Sería una idea estupenda.
—Así tal vez podrías vigilarnos a Sansom y su gente. Sabemos que algo debe de cocerse allí abajo.
—Sólo que no sabemos qué.
Volvieron a meterse en el Pinto.
—¿Necesitas dinero, Lew?
Meneé la cabeza.
—Claro que sí. Todo el mundo necesita dinero. Ve pensando cuánto necesitas y háznoslo saber. Ya lo arreglaremos. Hasta la vista, Lew.
Contemplé el Pinto alejarse por Chartres, con la esperanza de que alguien se estrellara contra él.