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Acompañé a su casa a los Clayson, que lentamente se transformaban en piedra, y les repetí que lo sentía mucho.

—Esperamos su factura, señor Griffin —dijo la señora Clayson mientras me entregaba un trocito de papel con su dirección escrita a lápiz.

No recibirían ninguna. Conduje hacia la parte alta sumido en mis pensamientos. La lluvia había ahuyentado a casi todos los conductores de las calles; sólo quedaban los buenos y los tontos. Uno de estos últimos acababa de deslizarse debajo de un tranvía en un intento de llegar a casa. No lo consiguió.

Estaba recordando a todas las mujeres que había querido o imaginado querer. Pensando en cómo me sentía al principio, cómo los sentimientos declinaban, cómo permanecían durante un tiempo como caparazones de saltamontes sobre un árbol y luego un buen día se desvanecían.

LaVerne vino a mi encuentro a la puerta ataviada con un vestido que, aunque no podía serlo, se parecía mucho al que llevaba el día que nos conocimos. No dijo nada. Sobre la mesita de café descansaba un whisky frío, una jarra de dry martini, una bandeja con queso y frutos secos variados en un cuenco redondo de plata.

Señalé la jarra y LaVerne vertió el martini en una copa helada. Se sirvió otro para ella, sin hielo, y nos quedamos allí sentados, dos personas juntas en su soledad por el tiempo que durara. Pensé en los versos de Auden: «Niños con miedo a la noche / que nunca han sido felices ni buenos».

Verne se apoyó en mí y cerró los ojos.

—¿Por qué todo cambia siempre, Lew? Cuando era niña mi madre tenía un hombre nuevo rondando por casa cada dos o tres meses. No era tan a menudo pero lo parecía, ya sabes cómo se ven las cosas cuando se es niño. Y yo no paraba de preguntarme por qué no podía encontrar uno que le gustara y dejar a los demás en paz. Nunca se me ocurrió que aquello no estaba en sus manos. Que el mundo no era tal como ella quería, tal como cualquiera de nosotros quiere, sólo porque lo deseemos con todas nuestras fuerzas.

Dio un sorbo a su copa y nos quedamos callados durante un rato, cada uno con sus pensamientos.

—De niña, solía viajar mucho en tren. Mamá nos metía en uno y le daba cincuenta centavos al revisor para que cuidara de nosotros.

Y yo me sentaba en el último vagón y miraba la desaparición de todo, aquellos lugares y personas que nunca lograría conocer, desaparecidas para siempre… tan rápido.

Alzó la mirada hacia mí.

—Sigo en aquel tren, Lew. Siempre he estado en él. Viendo cómo las personas a las que he querido se alejaban de mí, para siempre.

Me miró a los ojos durante un buen rato y luego soltó un sonido ahogado y extraño. No sé si era un intento de imitar el sonido del tren o un sollozo, pero la abracé allí en el sofá, mientras, afuera, la tormenta amainaba.